sábado, 29 de marzo de 2014

Capítulo XIX


Margaret se estremeció sobresaltada al escuchar aquella inquietante voz, al tiempo que una ahogada exclamación de sorpresa escapaba de su boca. Se volvió con rapidez hacia el intruso y lo reconoció al instante.

-¿Me recuerda, Sra. Márgara? -preguntó aquel hombre entre arrogante y burlón- Nos ha dado mucho trabajo hasta lograr encontrarla. Se preguntará cómo lo he conseguido. Se lo voy a contar: solo he tenido que seguir a un eficiente funcionario español para dar con Vd. Y -añadió con sorna- es que como la policía española no hay otra.

-¡Claro que le recuerdo! -contestó Margaret, que ya había recobrado el control de sus nervios- Imposible olvidar al intrigante asistente del todo poderoso Sr. Carles Camp i Fulleda. ¡Pero qué busca aquí! ¡Cómo se atreve a entrar en mi casa de esta forma!

-Alto, alto, querida señora. No se me enfade, que aquí solo nosotros tenemos motivos para estar enfadados. El Sr Camp espera noticias de los 600 millones invertidos por su agencia. Y, créame, no está dispuesto a esperar ni un minuto más.

-Pues ya lo siento, pero ese negocio lo traspasé a mi corresponsal Joan Cockoyster y, por lo que yo sé, ha fallecido recientemente.

-Vd. señora, debe pensar que somos idiotas. Sabemos que ese nombre  es el alias que utiliza su hijo en sus chanchullos por Europa. Si de verdad ha muerto le doy el pésame. De corazón, se lo aseguro, pero los 600 millones han de aparecer. De su bolsillo o de su piel. Elija Vd.

-Mire, dígale a su jefe que no insista. Los negocios son así: unas veces se gana, si eres listo o tienes suerte, y otras se pierde, si no se aprovechan las buenas ocasiones. El Sr Carles compró por 600 millones, valores que valían 1.200. Ese fue el negocio que le ofrecimos. Hoy no valen el papel en que están escritos, pero eso no es mi responsabilidad sino la suya, por falta de acierto en su gestión y no estar atento a las veleidades del mercado, que yo no controlo, ni puedo controlar.

-Bien, ya veo que elige su piel -replicó amenazador el tal Diego, el siniestro asistente de Carles Camp, mientras sacaba una centelleante daga- Vd. me va a decir, ahora mismo, dónde esconde su dinero y cómo vamos a recogerlo, porque no creo que quiera seguir viviendo el resto de su vida sin orejas ni nariz.

Margaret dio un grito y corrió hacia un armario donde guardaba la pistola que Bob le había dado en previsión de algún asalto, pero Diego la alcanzó antes de que abriera el cajón donde tenía el arma, la agarró por el cabello y, tras un breve forcejeo, la arrojó al suelo. Después saltó sobre ella y la inmovilizó, utilizando toda la fuerza de su robusta complexión.

-¡El dinero! ¡Dónde está el dinero! -gritó, blandiendo el afilado estilete.

De pronto, sonó un sordo estampido y el hombre cayó sobre ella, muerto.

Margaret apartó aquel cuerpo inanimado que la sofocaba y vio, con horror, su cabeza atravesada por un certero disparo, mientras su vestido se iba empapando con la abundante sangre que manaba de la herida. Alzó la mirada y descubrió ante ella a un desconocido que se mantenía de pie, empuñando una pistola con un extraño y largo cañón.

-No se alarme, soy amigo -dijo aquel hombre, al tiempo que guardaba su arma provista de un voluminoso silenciador y le ayudaba a levantarse.

-¿Quién es Vd.? -preguntó Margara, que se veía asaltada por encontrados sentimientos de alivio, temor y desconfianza.

-No tiene que preocuparse por mí -aseguró el desconocido, con voz calmada, tratando de transmitirle confianza- Le voy a relatar una antigua y extensa historia que le afecta de lleno. Pero antes, serénese, refrésquese en el baño y cámbiese de ropa. No hay ninguna prisa.

Así lo hizo Margaret, mientras su salvador esperaba, paciente, arrellenado en un buen sillón de la sala, después de servirse un excelente bourbon que halló en el pequeño bar de la estancia.

-Mi nombre es Pieterf, Ferdinand Pieterf -comenzó su relato aquel hombre, tan pronto apareció Margaret algo más tranquila y aseada- Vd. no me conoce, aunque yo a Vd. sí. Pertenezco, o mejor dicho, pertenecía a una agencia estatal, la SSD, dedicada a lavar los asuntos más sucios de la Administración Federal.

-¿Y qué tengo que ver yo con ella? -interrumpió Margaret- Jamás he tenido relación alguna con ningún órgano del gobierno ni me he mezclado nunca en política.

-Más de lo que Vd. cree. Su marido William Foster estaba a punto de tirar de la manta que encubría un enorme escándalo de ventas fraudulentas de armas, realizadas por agentes secretos a las órdenes de las más altas instancias de la nación. Aquellas armas acabaron en manos de nuestros enemigos y causaron la muerte a muchos de nuestros soldados.

Pieterf hizo una pausa para apurar, pensativo, el último sorbo de su vaso y continuó:

-Se cumplen ahora 26 años, desde que nuestro grupo recibió la orden de neutralizar a William y, de paso, a Vd. por si estaba al corriente de aquel feo asunto. No, no tema -se apresuró a decir Pieterf al notar un gesto de inquietud en Margaret- Aquello acabó para mí. Ya no pertenezco a la SSD.

-Yo fui designado para acabar con Vd., pero cuando me disponía a realizar mi servicio, Vd. y su hijo habían desaparecido sin dejar rastro. Durante todo este tiempo, la agencia la ha buscando por todo el mundo, pero, por suerte para Vd., sin ningún éxito. Mientras, estuve embarcado en numerosas misiones, siempre por cuenta de la agencia y siempre metido en asuntos a cual más deshonesto y perverso.

-No puedo entender la frialdad con que me está dando a conocer estas revelaciones tan dolorosas para mí ¿Se da cuenta del daño que nos hicieron? ¿Es que no teme que le escupa a la cara tanto miedo, dolor y sufrimiento como me hicieron pasar? -la indignación de Margaret subía de tono, al avanzar Pieterf en su relato.

-Lo sé. Pero si hoy estoy aquí es debido al deseo de obtener su perdón y, al mismo tiempo, ofrecerle mi ayuda, porque la va a necesitar. Puede tomar lo sucedido esta noche como una prueba de la sinceridad de mi ofrecimiento. Si yo no hubiera actuado, ese hombre le hubiera hecho pasar un mal rato.

-¡Dios mío, es cierto! Llegó Vd. a punto. ¿Cómo lo hizo?

-Llevaba dos días vigilando la casa, esperando que su amigo Bob la abandonara, para poder hablar con Vd. a solas, cuando vi a este individuo colarse en ella. Supuse que no lo hacía con buenas intenciones y estuve atento.

-¿Y ahora qué hacemos con este cuerpo? -preguntó Margaret inquieta.

-No se preocupe, yo me encargo: esta noche se bañará en el Hudson. Pero hay algo urgente que hacer. La agencia está sobre su pista. Saben que está en N.Y. y removerán la ciudad hasta dar con Vd. Ha cometido un grave error al firmar el contrato de esta casa con el nombre de Muriel Dallamore. La policía conoce ese nombre, y si la policía lo sabe, también la SSD. Han de tardar muy poco más que yo en descubrir su paradero. Además, ellos conocen que Bob Bryan, antiguo agente secreto, era amigo de William y, por muchas precauciones que tome, acabarán por relacionarle con Vd. Ahora, necesita otro refugio con urgencia.

-Tiene razón, aunque sospecho que en todo esto debe tener algún otro motivo para prestarme su ayuda.

-Es cierto. Lo confieso. Solo quedo yo de aquel grupo de agentes. Todos mis compañeros han ido muriendo en extrañas circunstancias. Ya no confían en mí y han decidido cerrarme la boca. Muertos Vd. y yo se aseguran el silencio definitivo. Así que ahora somos aliados y debemos luchar por nuestras vidas. Y, aunque son gente muy poderosa, debemos acabar con ellos o ellos acabarán con nosotros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario