En
cuanto Pieterf abandonó la casa, Margaret llamó a Bob Bryant y le puso al
corriente de todo lo que había sucedido minutos antes.
-Ese
hombre tiene razón -aseguró Bob- Debes abandonar esa casa ahora mismo. Recoge
lo más preciso y prepárate para salir volando, que en media hora estoy allí.
Por suerte dispongo de otro refugio limpio de cualquier señal o rastro que
pueda relacionarnos.
En
algo menos de dos horas, los dos amigos se hallaban en el nuevo refugio,
comentando las inquietantes incidencias de aquel agitado día. La nueva casa era
otra discreta vivienda de dos plantas, también sobre Long Island, en MacDonald
St de Hempstead, no muy lejos de Queens.
-¿Cómo
la has encontrado tan pronto? -preguntó Margaret asombrada.
-Este
es mi refugio preferido. Me hice con él hace más de diez años y lo preparé de
tal modo que nadie pudiera seguir mi pista en caso de tener que esconderme en
él. Todo agente secreto debe tener uno así.
-Pero
dime: ¿Qué te parece ese tal Pieterf? ¿Crees que nos podemos fiar de él?
-preguntó Margaret.
-No
debemos fiarnos de nadie -contestó rotundo Bob- Sin embargo, este hombre nos
puede resultar muy útil. Conoce las entrañas de la SSD y los detalles
operativos de esta organización, que, hoy por hoy, representa nuestro mayor y más
peligroso enemigo. De cualquier modo, no se te ocurra hablarle del invento de
William.
-Por
supuesto. Ese es un secreto que ha de quedar entre tú y yo.
Se
habían cumplido ya las tres de la madrugada y decidieron acostarse, para
continuar la conversación tras el amanecer del nuevo día. En esta ocasión, no
hubo lugar para las bromas de Bob: la casa contaba con dos habitaciones que
ambos amigos se repartieron amistosamente.
Aquella
mañana, Rodríguez se levantó antes de lo que acostumbraba. Estaba exultante. En
la noche anterior, había estado revisando, durante más de tres horas, la
documentación que le entregó la Sra. Márgara y no podía estar más satisfecho de
su contenido. Allí había material suficiente como para meter en cintura a los
mandamases de ServiPiX y a unos cuantos gerifaltes más de la Administración y
de la Banca.
Como
todas las mañanas, llamó al comisario Casado en Madrid. Le informó de las
buenas nuevas y confirmó su salida de N. Y. en el primer vuelo del siguiente
día. Después, más contento que unas pascuas, esperó la llegada de Helen, su
agente de enlace. Esta no se hizo esperar y, como cualquier otro día, ambos se
dirigieron a su comisaría en Manhattan.
Pronto
noto Helen que, aquella mañana, su compañero se hallaba más alegre que de
costumbre. No era difícil de adivinar. Allí, a su lado, Rodríguez canturreaba
una coplilla, mientras ella conducía atravesando el puente de Brooklyn.
-Muy
contento estás hoy. ¿Pasaste ayer buen día? ¿Hiciste todas las compras que
habías planeado?
-Ayer
fue un día fantástico -contestó Rodríguez, sonriente y feliz- Tan provechoso
que mañana regresaré a España con todo lo que había venido a buscar.
Helen
le miró un momento, desconcertada, pero en seguida reaccionó y le interpeló con
tono de reproche.
-Eres
un demonio. Tú me has ocultado algo y no me lo merezco. Olvidas que me he
jugado un par de veces mi carrera por ayudarte.
-No,
no lo olvido. De verdad, créetelo. Siempre estaré agradecido por lo que
hiciste. Sin tu ayuda, jamás hubiera podido cumplir la misión que me trajo
aquí. Pero no he querido comprometerte más. Y no es que no quiera informarte,
es que no puedo.
-Sí,
ya sabía yo que los españoles sois todos unos machistas, mentirosos y fulleros.
Cómo se me ocurriría confiar en ti.
-¡Ja,
ja, ja! -soltó Rodríguez una alegre carcajada- ¡Qué bien nos conoces! Venga,
Helen, esta noche te invito a cenar donde tú elijas. Fumaremos la pipa de la
paz y celebraremos mi despedida.
Rodríguez
consumió el día en el papeleo de la comisaría y en comprar algunos regalos para
su familia, sin olvidarse del comisario Casado que, aunque se hacía el duro, le
agradaba que sus subordinados le hicieran un poco la pelota y se acordaran de
él en sus viajes, llevándole algún regalito. En especial, algún nuevo ejemplar
para su colección de modelos de coches antiguos.
Helen
se vengó y eligió para la cena el Russian
Samovar, el afamado restaurante ruso del Midtown.
Tan
pronto Rodríguez entró en aquel elegante comedor, iluminado con lámparas que
parecían rescatadas de algún palacio imperial de la Santa Rusia y amenizado con
una tropa de músicos cíngaros, supo que dejaría allí el sueldo del mes.
Pero...¡qué coño! -se dijo- un día es un día. Y se dispuso a gozar de aquel
inesperado e infrecuente festín de ricachón.
Mereció
la pena. Los deliciosos entrantes de caviar, salmón y chatka dieron paso a un
suave lenguado del Báltico y a un soberbio cordero Kief.
Una
inacabable selección de dulce repostería y el riego de todo el condumio con las
bebidas más selectas, de las que no se libró el Champagne francés,
complementaron la feliz experiencia.
Fue
una cena espléndida, no solo por la exquisitez de los bocados consumidos, si
no, sobre todo, por la placentera armonía que envolvió a la pareja, gracias a
las vibraciones, casi mágicas, emanadas de aquel luminoso entorno, que les
impulsaron a mantener una feliz, animada y placentera conversación, a lo largo
de todo el festejo.
Tarde
ya, Helen llevó a Rodríguez hasta su hotel. Jamás podrá éste explicar cómo
sucedió, pero en menos tiempo del necesario para contarlo, ambos se hallaban
abrazados en su habitación. Y entonces Rodríguez contempló, asombrado, cómo el
témpano de hielo que aparentaba su compañera se transformaba en una ardiente
valkiria, y cabalgaba con desenfrenado galope, conduciéndose por la senda del
más apasionado frenesí.
No
estaba acostumbrado Rodríguez a estos ardientes extremos, así que cuando acabó
el encuentro y se despidieron, con la promesa de volver a verse pronto, quedó
con la misma sensación de haberle pasado por encima un tren de mercancías.
Resopló y se dijo: ¡Ostras Pedrín! Esto
no me lo va a creer nadie. Mejor no lo cuento.
Para
Margaret y Bob, aquel fue un día de intenso trabajo. Debían terminar con la
revisión de los documentos de Joe, aplazada por el hallazgo de los dispositivos
de ocultación de Williams, el difunto marido de ella. Además se hacía necesario
establecer planes que condujeran a cumplir los objetivos que habían llevado a
Margaret desde España hasta New York.
Revisaron,
con especial detalle, todo lo referente a los asuntos de Franky Rossano y
encontraron importantes desfases en los asientos de entregas de dinero en
efectivo. Aquello confirmaba el dato aportado por el agente español, Rodríguez,
sobre la autoría del asesinato de Joe.
Al
revisar las cuentas de éste, quedaron asombrados de la cuantía de los saldos,
que, sumados a la cifra del dinero negro que rescataron de las cajas de
seguridad, representaban un importante capital.
-Mira
-advirtió Margaret- Aquí figura una compra de 3.000 bitcoins, a dólar la unidad.
-¡Dios
mío! -exclamó Bob- Hoy están a 338 dólares el bitcoin.
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