lunes, 14 de abril de 2014

Capítulo XX


En cuanto Pieterf abandonó la casa, Margaret llamó a Bob Bryant y le puso al corriente de todo lo que había sucedido minutos antes.

-Ese hombre tiene razón -aseguró Bob- Debes abandonar esa casa ahora mismo. Recoge lo más preciso y prepárate para salir volando, que en media hora estoy allí. Por suerte dispongo de otro refugio limpio de cualquier señal o rastro que pueda relacionarnos.

En algo menos de dos horas, los dos amigos se hallaban en el nuevo refugio, comentando las inquietantes incidencias de aquel agitado día. La nueva casa era otra discreta vivienda de dos plantas, también sobre Long Island, en MacDonald St de Hempstead, no muy lejos de Queens.

-¿Cómo la has encontrado tan pronto? -preguntó Margaret asombrada.

-Este es mi refugio preferido. Me hice con él hace más de diez años y lo preparé de tal modo que nadie pudiera seguir mi pista en caso de tener que esconderme en él. Todo agente secreto debe tener uno así.

-Pero dime: ¿Qué te parece ese tal Pieterf? ¿Crees que nos podemos fiar de él? -preguntó Margaret.

-No debemos fiarnos de nadie -contestó rotundo Bob- Sin embargo, este hombre nos puede resultar muy útil. Conoce las entrañas de la SSD y los detalles operativos de esta organización, que, hoy por hoy, representa nuestro mayor y más peligroso enemigo. De cualquier modo, no se te ocurra hablarle del invento de William.

-Por supuesto. Ese es un secreto que ha de quedar entre tú y yo.

Se habían cumplido ya las tres de la madrugada y decidieron acostarse, para continuar la conversación tras el amanecer del nuevo día. En esta ocasión, no hubo lugar para las bromas de Bob: la casa contaba con dos habitaciones que ambos amigos se repartieron amistosamente.

Aquella mañana, Rodríguez se levantó antes de lo que acostumbraba. Estaba exultante. En la noche anterior, había estado revisando, durante más de tres horas, la documentación que le entregó la Sra. Márgara y no podía estar más satisfecho de su contenido. Allí había material suficiente como para meter en cintura a los mandamases de ServiPiX y a unos cuantos gerifaltes más de la Administración y de la Banca.

Como todas las mañanas, llamó al comisario Casado en Madrid. Le informó de las buenas nuevas y confirmó su salida de N. Y. en el primer vuelo del siguiente día. Después, más contento que unas pascuas, esperó la llegada de Helen, su agente de enlace. Esta no se hizo esperar y, como cualquier otro día, ambos se dirigieron a su comisaría en Manhattan.

Pronto noto Helen que, aquella mañana, su compañero se hallaba más alegre que de costumbre. No era difícil de adivinar. Allí, a su lado, Rodríguez canturreaba una coplilla, mientras ella conducía atravesando el puente de Brooklyn.

-Muy contento estás hoy. ¿Pasaste ayer buen día? ¿Hiciste todas las compras que habías planeado?

-Ayer fue un día fantástico -contestó Rodríguez, sonriente y feliz- Tan provechoso que mañana regresaré a España con todo lo que había venido a buscar.

Helen le miró un momento, desconcertada, pero en seguida reaccionó y le interpeló con tono de reproche.

-Eres un demonio. Tú me has ocultado algo y no me lo merezco. Olvidas que me he jugado un par de veces mi carrera por ayudarte.

-No, no lo olvido. De verdad, créetelo. Siempre estaré agradecido por lo que hiciste. Sin tu ayuda, jamás hubiera podido cumplir la misión que me trajo aquí. Pero no he querido comprometerte más. Y no es que no quiera informarte, es que no puedo.

-Sí, ya sabía yo que los españoles sois todos unos machistas, mentirosos y fulleros. Cómo se me ocurriría confiar en ti.

-¡Ja, ja, ja! -soltó Rodríguez una alegre carcajada- ¡Qué bien nos conoces! Venga, Helen, esta noche te invito a cenar donde tú elijas. Fumaremos la pipa de la paz y celebraremos mi despedida.

Rodríguez consumió el día en el papeleo de la comisaría y en comprar algunos regalos para su familia, sin olvidarse del comisario Casado que, aunque se hacía el duro, le agradaba que sus subordinados le hicieran un poco la pelota y se acordaran de él en sus viajes, llevándole algún regalito. En especial, algún nuevo ejemplar para su colección de modelos de coches antiguos.

Helen se vengó y eligió para la cena el Russian Samovar, el afamado restaurante ruso del Midtown.

Tan pronto Rodríguez entró en aquel elegante comedor, iluminado con lámparas que parecían rescatadas de algún palacio imperial de la Santa Rusia y amenizado con una tropa de músicos cíngaros, supo que dejaría allí el sueldo del mes. Pero...¡qué coño! -se dijo- un día es un día. Y se dispuso a gozar de aquel inesperado e infrecuente festín de ricachón.

Mereció la pena. Los deliciosos entrantes de caviar, salmón y chatka dieron paso a un suave lenguado del Báltico y a un soberbio cordero Kief.

Una inacabable selección de dulce repostería y el riego de todo el condumio con las bebidas más selectas, de las que no se libró el Champagne francés, complementaron la feliz experiencia.

Fue una cena espléndida, no solo por la exquisitez de los bocados consumidos, si no, sobre todo, por la placentera armonía que envolvió a la pareja, gracias a las vibraciones, casi mágicas, emanadas de aquel luminoso entorno, que les impulsaron a mantener una feliz, animada y placentera conversación, a lo largo de todo el festejo.

Tarde ya, Helen llevó a Rodríguez hasta su hotel. Jamás podrá éste explicar cómo sucedió, pero en menos tiempo del necesario para contarlo, ambos se hallaban abrazados en su habitación. Y entonces Rodríguez contempló, asombrado, cómo el témpano de hielo que aparentaba su compañera se transformaba en una ardiente valkiria, y cabalgaba con desenfrenado galope, conduciéndose por la senda del más apasionado frenesí.

No estaba acostumbrado Rodríguez a estos ardientes extremos, así que cuando acabó el encuentro y se despidieron, con la promesa de volver a verse pronto, quedó con la misma sensación de haberle pasado por encima un tren de mercancías. Resopló y se dijo: ¡Ostras Pedrín! Esto no me lo va a creer nadie. Mejor no lo cuento.

Para Margaret y Bob, aquel fue un día de intenso trabajo. Debían terminar con la revisión de los documentos de Joe, aplazada por el hallazgo de los dispositivos de ocultación de Williams, el difunto marido de ella. Además se hacía necesario establecer planes que condujeran a cumplir los objetivos que habían llevado a Margaret desde España hasta New York.

Revisaron, con especial detalle, todo lo referente a los asuntos de Franky Rossano y encontraron importantes desfases en los asientos de entregas de dinero en efectivo. Aquello confirmaba el dato aportado por el agente español, Rodríguez, sobre la autoría del asesinato de Joe.

Al revisar las cuentas de éste, quedaron asombrados de la cuantía de los saldos, que, sumados a la cifra del dinero negro que rescataron de las cajas de seguridad, representaban un importante capital.

-Mira -advirtió Margaret- Aquí figura una compra de 3.000 bitcoins, a dólar la unidad.

-¡Dios mío! -exclamó Bob- Hoy están a 338 dólares el bitcoin.

 

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