jueves, 17 de abril de 2014

Capítulo XXI


-¡Señor, hemos encontrado un rastro de Margaret Foster! -un agitado agente irrumpió en el despacho del general O´Connell, Director en jefe del SSD, Departamento de Servicios Especiales de la defensa.

-¿Qué se sabe? -preguntó el general

-Hemos localizado su refugio en Long Island.

-Bien, enviad dos equipos allí -ordenó el general- Quiero un trabajo limpio: Una explosión de gas o un incendio con ella dentro. Deben asegurarse de que no queda ni la más mínima traza de esta mujer. Hay que evitar que sus restos puedan utilizarse en un análisis de ADN.

El agente salió del despacho con la misma precipitación con la que entró. Inmediatamente después, el coronel tomó uno de los teléfonos que había sobre su voluminosa, aunque austera, mesa escritorio y marcó un número.

-O´Connell al habla. Preséntese de inmediato en mi despacho -ordenó el coronel con voz imperiosa y seca, sin ningún interés por disimular el enfado que le embargaba.

-Dígame ¿Qué hay de Pieterf? -espetó O´Connell a su subordinado, tan pronto cruzó la puerta de su despacho- ¡Cómo es posible que, después de una semana de búsqueda, no hayan sido capaces de encontrar ningún rastro de ese hombre!

-Lo siento, señor. No es tarea fácil -contestó el interpelado, un hombre de aspecto duro, incapaz, al menos en apariencia, de amilanarse delante de su jefe ni de nadie- Pieterf ha sido uno de nuestros agentes más hábiles y los años le han proporcionado una gran experiencia. Además, no puedo contar con todo el personal, sin exponer la misión a fisuras en las comunicaciones. Sus muchos años de servicio en la organización le han grajeado bastante simpatía, amistad e incluso admiración, en especial, entre los agentes más antiguos.

-No quiero excusas sino resultados. Explíqueme la situación actual de la misión y las acciones que tiene previstas realizar para finalizarla.

-Todos los medios de detección están operativos en estaciones de ferrocarril, autobuses, autopistas, gasolineras, aeropuertos y puertos marítimos -contestó impasible el agente Homer, sin que la exigencia de su jefe le hiciera mover el menor músculo de su pétrea cara. Además se analizan las rutinas habituales en hoteles, alquileres de coches, bancos, metro y restaurantes. Pieterf no va a poder abandonar New York sin nuestro conocimiento y tarde o temprano caerá en nuestras manos.

-¡No es suficiente! -casi gritó O´Connell, crispado por la flema de su agente- Este hombre pertenece todavía a la nómina de la Agencia. Hay que cargarle un muerto antes de acabar con él. Lo más adecuado sería un policía metropolitano...o un hampón. O, por qué no, los dos. Así se vería acosado por todos lados. Ocúpese de organizarlo de inmediato.

Cuando el agente Homer dejó el despacho, O´Connell quedó pensativo. Aquel hijo de perra de Pieterf podía hacerle mucho daño, tanto de forma directa, enviándole a la cárcel, como indirecta, si sus socios en las altas esferas llegaban a saber que todavía quedaba este hilo suelto.

-¡Maldito despojo! -pensó- Pero no, no lo va a conseguir. No he llegado hasta aquí, para que un mierda cualquiera eche por tierra una obra de tantos años. Acabaré con él, del mismo modo que lo hice con tantos otros, que tuvieron la estupidez de interponerse en mi camino.

Solo dos días después, Margaret y Bob escucharon una alarmante noticia, trasmitida por una de las emisoras locales de radio.

-¡No es posible! -exclamó Bob- ¡Rápido, pon el canal 27 que estarán a punto de dar el telediario con la actualidad de New York!

Pocos minutos más tarde, los dos amigos recibían, a través del televisor, la ampliación de la noticia, comentada por el presentador del programa y los reporteros desplazados hasta el lugar de los hechos, que se había llenado de cámaras.

En ese lugar, situado entre el SoHo y Little Italy, se había producido un tiroteo, con el resultado de un capo de la droga muerto, junto a uno de sus guardaespaldas. En la refriega, también había fallecido un policía uniformado, mientras que su compañero había quedado herido. Ambos, que hacían su ronda callejera por el barrio, habían acudido al lugar del enfrentamiento, atraídos por el estruendo de los disparos.

Varios testigos habían identificado al presunto asesino, señalando a un antiguo agente, metido al parecer en asuntos de drogas. Su fotografía y nombre, Ferdinand Pieterf, aparecía llenando la pantalla. Un portavoz de la policía indicaba que se trataba de un individuo muy peligroso, que iba fuertemente armado. Reclamaba prudencia, solicitaba la colaboración ciudadana, daba varios teléfonos de contacto e indicaba que la fotografía del sospechoso había sido profusamente distribuida por toda la ciudad.

-¡No es posible! -exclamó Margaret.

-Por desgracia, lo es. -afirmó Bob- Le han tendido una trampa. Seguro.  No me queda la menor duda de que en esto está latente la mano negra del SSD. Estos canallas han puesto a Pieterf en una situación desesperada.

-Tenemos que ayudarle -se apresuró a sugerir Margaret- Le daremos cobijo aquí hasta que el asunto pierda actualidad.

-No, no podemos. Este ha de ser nuestro cuartel general y solo tú y yo debemos conocerlo. Pero no te preocupes, yo le encontraré un buen refugio hasta que pase la polvareda que ha levantado el caso y pueda moverse sin peligro -replicó de nuevo Bob- ¿Cómo quedasteis para conectaros?

-Acordamos que él llamaría desde un teléfono seguro. ¿Pero qué pega hay en que Pieterf venga a esta casa? ¿No es nuestro aliado? Si vamos a tener que trabajar unidos, no es lógico y hasta conveniente que estemos aquí juntos.

-No, Margaret, no puede ser -contestó rotundo Bob- Esta casa, con aspecto de simple vivienda de cualquier trabajador de mediano sueldo, es un auténtico fortín, en realidad. Todos los cristales de la casa son blindados, y las paredes y puertas están reforzadas con placas de acero, de modo que nadie sería capaz de atravesarlos ni con el empleo de un bazooka. La bodega está equipada para resistir durante más de tres semanas, aunque la casa se venga abajo o quede reducida a cenizas. Debemos traer aquí los equipos de ocultación, porque no hay otro lugar más seguro y porque, desde aquí, deberíamos iniciar cada una de nuestras operaciones. Por eso, solo tú y yo podemos conocerlo.
Cementerio de Woodlawn en el Bronx. Panteón de Clerence Day

 
Margaret aceptó las razones de Bob, pero antes de poder manifestárselo, sonó el teléfono. Era Pieterf.

-Sí, lo hemos visto en televisión -contestó Margaret- Sí, sí, debemos vernos...De acuerdo, en tres horas...hasta entonces. Cuídate.

-He quedado con Pieterf en el cementerio de Woodlawn en el Bronx, junto al panteón de Clerence Day, dentro de tres horas.

-Muy bien, vamos para allá -asintió Bob- Yo te seguiré a distancia, por si se produce algún inconveniente.

Condujeron los dos amigos, en coches separados, hasta el lugar del encuentro. No hubo dificultad en hallar el lugar elegido por Pieterf, a pesar de la extensa dimensión del cementerio, ya que en la entrada  facilitaban una guía con la distribución de los enterramientos y la reseña de los más célebres.

Margaret llegó ante el panteón a la hora acordada, pero no había nadie. Dio varios paseos a su alrededor, cuando, de pronto, un hombre extraño apareció ante ella, como surgido de la nada.

 

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