miércoles, 23 de abril de 2014

Capítulo XXII


-No te asustes, soy yo -dijo Pieterf, ante el gesto alarmado de Margaret.

-¡Dios mío! -exclamó Margaret- ¿Eres tú Pieterf? ¡Madre mía! Ni la tuya propia te reconocería.

-Me alegra oírtelo decir. Pero, por favor, hazle un gesto a Bryan, que me está apuntando con su arma desde aquella tumba. No vaya a disparar.

Margaret siguió las instrucciones de Pieterf y Bob se reunió con ellos.

-Hemos visto las noticias en el canal 27 -informó Bob- Esos canallas te han montado una buena, pero no te preocupes, no te vamos a dejar en la estacada. Te vamos a cubrir y juntos acabaremos con ellos.

-Cierto -añadió Margaret- Bob ya tiene preparado un buen refugio para ti. Por mucho que busquen no te encontrarán.

-¡Ja, ja, ja! -rio con ganas Pieterf- Gracias por vuestro ofrecimiento pero no me preocupa esa pandilla de idiotas. Si serán burros, que uno de los falsos testigos que aparecen en el reportaje de TV era Homer, la mano derecha del Coronel O´Connell. Tengo buenos refugios donde ocultarme. Además  me sobra  habilidad para disfrazarme y la suficiente astucia como para moverme sin ser detectado. Lo que han hecho, en realidad, es aumentar la deuda que tienen conmigo.

-Y conmigo -asintió Margaret- Y te aseguro que no descansaré hasta cobrármela. Pero entonces...¿en qué podemos ayudarte?

-Sí, veréis. Necesito que me prestéis algún dinero. Mis reservas se están agotando y no puedo acercarme a ningún banco.

-Hecho -afirmó Margaret- En eso no hay problema. Ahora dinos qué podemos hacer y qué planes tienes para dar la batalla a esos miserables.

-Durante la semana próxima no me volveréis a ver. Voy a actualizar mis datos sobre la agencia, hablar con alguno de mis antiguos contactos y a planear nuestras primeras operaciones...aunque debo advertiros que estoy acostumbrado a trabajar solo. De cualquier forma, yo os llamaré desde un teléfono seguro.

-Siempre hay ocasiones en las que tres son mejor que uno -aseguró Bob- No lo olvides.

Después de esta conversación, los tres, ahora ya amigos, se despidieron, dejando el lugar de la cita con distintos rumbos y propósitos.

Mientras, en Madrid, Rodríguez hacía su entrada triunfal en la comisaría de Fuencarral, en la calle El  Mirador de la Reina. Conforme avanzaba por sus pasillos, en dirección al despacho del comisario Casado, iba aceptando los saludos de sus colegas, hinchado como un pavo.

-¡Coño, esto es dinamita pura! -Exclamo el comisario, tras revisar la documentación aportada por Rodríguez y una vez agotados los saludos y las interminables anécdotas del viaje de su locuaz agente- ¡Excelente servicio!

-Ya se lo dije, jefe -confirmó, feliz, Rodríguez y añadió entusiasmado- Aquí hay tela marinera. ¡Venga, comisario, que ya podemos empezar a enchiquerar gente a toda leche!

-Despacio, Rodríguez. Calma que hay mucho trabajo por hacer. De momento, se me va a sentar en su mesa y no va a levantar el trasero hasta que no termine su informe. Y lo quiero con pelos y señales. Después añadiré el mío y juntos irán a la Dirección General, porque la gravedad del asunto, al estar implicados varios mandamases de la política, así lo exige. De allí, el caso pasará a la fiscalía anticorrupción y más tarde al juez instructor que procederá como deba. Así que, ni tu ni yo vamos a enchiquerar a nadie.

-¡Coño, claro! Así ocurre que, con tanta leche, cuando vamos, por fin, a trincar a los golfantes, la mitad de ellos, se han escabullido. En América son unos cansos en la investigación, pero en cuanto consiguen pruebas, no pierden ni un segundo: agarran a los tíos y los meten en la trena. Luego, ya tranquilos, dejan que la máquina ruede todo lo lenta que quiera.      

España flotaba aquel sábado en un perezoso vacío informativo. Culminaba la Semana Santa y buena parte del país y todos sus políticos se habían zambullido con entusiasmo en cuatro días de “dolce far niente”. Cataluña, también de vacaciones, había reducido a cero sus decibelios soberanistas y la prensa había dado suelta temporal a sus periodistas significados, dejando el relleno de sus ahora menguadas páginas en manos becarias. Los grifos de las agencias apenas goteaban noticias de una Ucrania en prolongado equilibrio inestable y ante la escasez informativa focalizaban su atención en las palabras y gestos diarios del Papa Francisco.  Los redactores de guardia removían una  y otra vez el chocolate Gabriel García Márquez, buscando en Internet, con desesperanzada desgana, algún rincón de su vida que aun nadie hubiera comentado, una misión imposible.

Con tal calma chicha no es de extrañar que Televisión Española, que también andaba buscando un pelo verde en la pulida cabeza de un calvo, se hiciera eco de una noticia intrascendente y dedicara más de un minuto del telediario del mediodía a comentar la truculenta muerte en Nueva York de un policía y dos destacados mafiosos, a manos de un misterioso y turbio personaje del que proyectaron varias imágenes de archivo. La noticia no tenía interés en España y no digamos en los pueblos perdidos entre las altos picos del Altoaragón pero, como bisutería de relleno, valía.

En la parte más alta de Laspuña, existe un pequeño bar; un modesto salón, pintado de blanco, una barra y media docena de mesas componen su interior. Fuera tiene una grata terraza , también blanca, protegida por el verde de una frondosa parra que oculta cuatro mesas y sus sillas. Buen sitio para tomar algo bien frío en los mediodías caniculares del corto verano y hablar a la fresca cuando anochece. El salón interior se presta tanto a la partida de mus invernal como a las largas parrafadas de improvisadas tertulias. Hay una tele siempre encendida que nadie mira.

Hay una excepción. A las tres de la tarde rara vez hay clientes –es la hora de comer- y Matilde, la dueña, una mujer joven, acodada detrás de la barra, sí mira la televisión con el mismo solitario aburrimiento de un gato deslumbrado por los faros de un automóvil en la noche.

Y es en esa penumbra de las tres, donde Pietref se asoma a la pantalla Samsung, despertando de golpe a Matilde y protagonizando su retorno digital a Laspuña.

-¡Lo he visto!. ¡Es él, segurísimo que es él! –Matilde casi grita de lo excitada que está- ¡Y es un asesino, un mafioso de película! ¿Cuánto hace que no está en el Hostal?

“La Sidora” con motivo de la Semana Santa tiene el restaurante lleno y Cristina se ve en la necesidad de atajar la histeria verbal de Matilde.

-Mati, tenemos hoy mucha gente y te tengo que dejar. Te llamaré a las cinco. Lo que dices resulta increíble. Tranquilízate.

Y, con prisa, sigue atendiendo a los clientes pero con la cabeza puesta en aquel hombre que dicen llamarse Pietref.

A las cuatro y media ya está recogido el comedor. Sale fuera, se sitúa tras una elevada barra en desuso y se acomoda en su taburete preferido. Con habilidad consulta en su IPad las grabaciones de los Noticiarios de RTVE y no tarda en tropezar con lo que busca. Repite varias veces su proyección, aunque sabe ya que no es necesario. No hay duda, ¡es su buen y simpático cliente holandés, heer Van Dijten!

A las 10 de la noche las ondas concéntricas del boca-oído han llegado ya al último rincón de Laspuña. Después de la cena en cada casa confeccionan una novela diferente.

 

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