martes, 3 de junio de 2014

Capítulo XXIII


El general O´Connell caminaba a grandes pasos a lo largo de su amplio despacho de la sede neoyorquina del SSD, situada en un antiguo edificio de Grymes Hill en Staten Island. Se hallaba tan enfurecido que cualquier testigo que contemplara la escena no dudaría en comparar su actitud con la de una fiera enjaulada.

Sin embargo, Homer le miraba con indiferencia y, seguramente, con un cierto desprecio, aunque ninguna emoción dejaba traslucir su pétreo e impenetrable rostro No podía comprender cómo, su jefe inmediato, un hombre de su categoría y posición de mando, podía perder los estribos de una manera tan escandalosa y notoria. No había razón ni motivo.

-Mire general -trató de calmarle Homer, hablándole con su habitual tono frío e inexpresivo-, la trampa sobre Pieterf está tendida. Toda la policía del Estado va tras sus huellas con ánimo de vengar la muerte de uno de los suyos. Solo nos queda esperar hasta que caiga en ella y nos sirvan su cadáver en bandeja. En cuanto al asunto de la Foster, no tiene por qué preocuparse. Sabemos que Bob Bryan se mueve, con demasiada frecuencia, por Long Island. Esto nos indica que ella no debe andar muy lejos. El cerco se va estrechando y no ha de tardar demasiado en caer en nuestras manos.

-¡Qué no tengo que preocuparme! -gritó O´Connell, al que la sangre fría del imperturbable Homer tenía la virtud de crisparle los nervios- ¡Qué no me preocupe, dice! Qué mierda de cerco es ese, que cuando descubrimos el refugio de esa mujer y vamos a eliminarla, lo hallamos vacío y con  evidentes señales de haber sido abandonado precipitadamente. ¿No se da cuenta, insensato, que tenemos un topo en el departamento?

Homer no dijo nada. Concedió un mínimo gesto en su cara y hombros, más por la invectiva, que no estaba acostumbrado a tolerar, que por el acalorado discurso del general. Bien poco le importaba. Así que esperó en silencio y sin pestañear el ruidoso desahogo de su jefe.

-Desde este momento, todo el personal del departamento está bajo sospecha. Ponga en marcha el protocolo de investigación interna y ocúpese de inmediato de eliminar a Bryan.

-Disculpe general, pero creo que no es buena idea acabar con Bryan. Necesitamos mantenerle con vida hasta que nos conduzca al paradero de la Foster.

-¡No, joder, no! ¡Lo que necesitamos es aislar a la jodida viuda! -voceó O´Connell fuera de sí- ¿No se da cuenta de que sin Bryan y sus contactos, esta mujer no es nadie? ¿Pero no ve que tuvo que ser él quien recibió el soplo de nuestro topo  ¡Haga lo que le ordeno y hágalo cuanto antes!

Homer dejó el despacho del general de muy mal humor. Había servido siempre a su jefe con la fidelidad de un perro guardián, cubriéndole las espaldas y librándole de enemigos, inconveniencias y conflictos. ¿Y qué había recibido a cambio? Nada. Apenas el ser tratado como un auténtico perro. ¿A cuántos había despachado hacia el otro barrio para cumplir las órdenes de O´Connell? Hace tiempo que había perdido la cuenta. Sin embargo, el general recibía ascensos y laureles, mientras él solo migajas y un trato de siervo. De algún modo, esta situación tenía que cambiar.

Ensimismado en estos pensamientos, Homer traspasó la enrejada puerta de la verja que rodeaba a la sede del SSD, al tiempo que encendía un cigarrillo. Como casi todos los antiguos edificios de aquella parte de la isla no disponía de garaje en el sótano y había que aparcar los coches fuera, en la calle, salvo tres plazas, habilitadas sobre el estrecho recinto ajardinado, reservadas para los jefazos y otras dos más para las visitas.

Se disponía a ir en busca de su coche, cuando un agente llegó a la carrera y se situó ante él.

-¡Las cámaras del Carey Tunnel han localizado a Bryan cruzándolo con dirección a Manhattan!

-¡Rápido, vamos a por él! ¿De cuantos hombres disponemos? -preguntó Homer- ¿Quién le sigue?

-Un helicóptero vigila los movimientos de su vehículo y nos indica su posición en todo momento. Además, un coche con tres hombres ya han salido tras él y le siguen a distancia -indicó el agente.

-Bien. Ya es nuestro. Vamos tú y yo a sumarnos a la fiesta.

Ninguno de los dos hombres había reparado en un viejo que vendía hot-dogs en un pequeño puesto portátil, a unos pocos metros de donde ellos  urdían el plan de acoso a Bryan. Hicieron mal, porque en cuanto los agentes montaron en el coche de Homer, aquel viejo de frágil aspecto cerró el chiringuito con calma pero sin desperdiciar un segundo y saltó sobre una potente motocicleta. Con la misma aparente parsimonia, arrancó la máquina y tomó la dirección que había seguido Homer. Nadie diría que había salido en su persecución.  

Homer y el otro agente partieron a toda velocidad en el coche del primero, en dirección al puente Verrazano-Narrows por el que llegar a Brooklyn. Encaraban ya el túnel Hugh Carey que conduce a Manhattan, cuando la emisora de radio comenzó a gruñir transmitiendo las ásperas y agitadas voces de los agentes del otro automóvil, que daban detalles sobre la situación del vehículo de Bryan.

-Nos comunica el helicóptero que el objetivo ha hecho varias maniobras de diversión por Little Italy, Flatiron y Garment. Ahora mismo está atravesando Central Park por la 97th. Hacia allí nos dirigimos.

-Está bien -aprobó Homer-, nosotros os seguimos. Tened cuidado y no os dejéis ver. Pero, sobre todo, advertid al helicóptero que no lo pierda y que vuele con precaución para no descubrirse.

-Este no se nos escapa -masculló entre dientes el siniestro Homer.

Al poco tiempo, la radio volvió a sonar tras un breve carraspeo:

-Atención Homer. El objetivo ha estacionado su vehículo en la E83rd Street y ha entrado en un café-restaurante situado en la esquina con Lexington Avenue.

Sin percatarse de lo que se tramaba a su alrededor, Bryan, tras asegurarse de que no era seguido mediante las preceptivas maniobras contra vigilancia, se disponía a consumir, confiado,  un breve almuerzo en Lexington Candy Shop, un pequeño, modesto pero histórico restaurante de cocina tradicional americana, en el Upper East Side.

Solía Bryan frecuentar este simpático establecimiento, que su propietario Rob dirigía con acierto, calidad de servicio, amena charla y precios ajustados. Tomó asiento en su habitual mesa, situada bajo un gran reloj rojo, anuncio de Coca Cola, con un retrato de Dona Red y otro de Woody Allen a su izquierda. En realidad, las paredes estaban cubiertas por completo con fotos de clientes famosos, estampas neoyorquinas, algunos posters y otras variadas curiosidades.

Mientras esperaba su acostumbrado menú, una ensalada de frutas y un Hamburguer Platter, junto a un exquisito Jerk como bebida, todo ello especialidad de Rob, Bryan paladeaba un Ricky de lima y gin, al tiempo que se distraía revisando el pequeño local y vigilaba su entrada situada frente a él. Poco había que revisar: diez taburetes giratorios en la alargada barra, cinco mesas enfrente de ella, adosadas en la pared, y cuatro más, formando una ele, en donde se hallaba sentado Bryan.

En la calle, Homer y su gente habían tomado posiciones en las dos calles que formaban la dos fachadas del Candy.

-Haréis la detención en cuanto salga del local. Yo acercaré el coche y lo meteremos dentro. Todo debe hacerse con la mayor rapidez -dijo Homer.

Desde el interior de su automóvil, aparcado a unos 30 metros de la entrada de Candy, situada ésta justo en la esquina de Lexington Av. con E83rd St, Homer acechaba la salida de Bryan como el jaguar vigila a su presa.    

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