El
general O´Connell caminaba a grandes pasos a lo largo de su amplio despacho de
la sede neoyorquina del SSD, situada en un antiguo edificio de Grymes Hill en
Staten Island. Se hallaba tan enfurecido que cualquier testigo que contemplara
la escena no dudaría en comparar su actitud con la de una fiera enjaulada.
Sin
embargo, Homer le miraba con indiferencia y, seguramente, con un cierto
desprecio, aunque ninguna emoción dejaba traslucir su pétreo e impenetrable
rostro No podía comprender cómo, su jefe inmediato, un hombre de su categoría y
posición de mando, podía perder los estribos de una manera tan escandalosa y
notoria. No había razón ni motivo.
-Mire
general -trató de calmarle Homer, hablándole con su habitual tono frío e
inexpresivo-, la trampa sobre Pieterf está tendida. Toda la policía del Estado
va tras sus huellas con ánimo de vengar la muerte de uno de los suyos. Solo nos
queda esperar hasta que caiga en ella y nos sirvan su cadáver en bandeja. En
cuanto al asunto de la Foster, no tiene por qué preocuparse. Sabemos que Bob
Bryan se mueve, con demasiada frecuencia, por Long Island. Esto nos indica que
ella no debe andar muy lejos. El cerco se va estrechando y no ha de tardar
demasiado en caer en nuestras manos.
-¡Qué
no tengo que preocuparme! -gritó O´Connell, al que la sangre fría del
imperturbable Homer tenía la virtud de crisparle los nervios- ¡Qué no me
preocupe, dice! Qué mierda de cerco es ese, que cuando descubrimos el refugio
de esa mujer y vamos a eliminarla, lo hallamos vacío y con evidentes señales de haber sido abandonado
precipitadamente. ¿No se da cuenta, insensato, que tenemos un topo en el
departamento?
Homer
no dijo nada. Concedió un mínimo gesto en su cara y hombros, más por la
invectiva, que no estaba acostumbrado a tolerar, que por el acalorado discurso
del general. Bien poco le importaba. Así que esperó en silencio y sin pestañear
el ruidoso desahogo de su jefe.
-Desde
este momento, todo el personal del departamento está bajo sospecha. Ponga en
marcha el protocolo de investigación interna y ocúpese de inmediato de eliminar
a Bryan.
-Disculpe
general, pero creo que no es buena idea acabar con Bryan. Necesitamos
mantenerle con vida hasta que nos conduzca al paradero de la Foster.
-¡No,
joder, no! ¡Lo que necesitamos es aislar a la jodida viuda! -voceó O´Connell
fuera de sí- ¿No se da cuenta de que sin Bryan y sus contactos, esta mujer no
es nadie? ¿Pero no ve que tuvo que ser él quien recibió el soplo de nuestro
topo ¡Haga lo que le ordeno y hágalo
cuanto antes!
Homer
dejó el despacho del general de muy mal humor. Había servido siempre a su jefe
con la fidelidad de un perro guardián, cubriéndole las espaldas y librándole de
enemigos, inconveniencias y conflictos. ¿Y qué había recibido a cambio? Nada.
Apenas el ser tratado como un auténtico perro. ¿A cuántos había despachado
hacia el otro barrio para cumplir las órdenes de O´Connell? Hace tiempo que
había perdido la cuenta. Sin embargo, el general recibía ascensos y laureles,
mientras él solo migajas y un trato de siervo. De algún modo, esta situación
tenía que cambiar.
Ensimismado
en estos pensamientos, Homer traspasó la enrejada puerta de la verja que
rodeaba a la sede del SSD, al tiempo que encendía un cigarrillo. Como casi
todos los antiguos edificios de aquella parte de la isla no disponía de garaje
en el sótano y había que aparcar los coches fuera, en la calle, salvo tres
plazas, habilitadas sobre el estrecho recinto ajardinado, reservadas para los
jefazos y otras dos más para las visitas.
Se
disponía a ir en busca de su coche, cuando un agente llegó a la carrera y se
situó ante él.
-¡Las
cámaras del Carey Tunnel han localizado a Bryan cruzándolo con dirección a
Manhattan!
-¡Rápido,
vamos a por él! ¿De cuantos hombres disponemos? -preguntó Homer- ¿Quién le
sigue?
-Un
helicóptero vigila los movimientos de su vehículo y nos indica su posición en
todo momento. Además, un coche con tres hombres ya han salido tras él y le
siguen a distancia -indicó el agente.
-Bien.
Ya es nuestro. Vamos tú y yo a sumarnos a la fiesta.
Ninguno
de los dos hombres había reparado en un viejo que vendía hot-dogs en un pequeño
puesto portátil, a unos pocos metros de donde ellos urdían el plan de acoso a Bryan. Hicieron
mal, porque en cuanto los agentes montaron en el coche de Homer, aquel viejo de
frágil aspecto cerró el chiringuito con calma pero sin desperdiciar un segundo
y saltó sobre una potente motocicleta. Con la misma aparente parsimonia,
arrancó la máquina y tomó la dirección que había seguido Homer. Nadie diría que
había salido en su persecución.
Homer
y el otro agente partieron a toda velocidad en el coche del primero, en
dirección al puente Verrazano-Narrows por el que llegar a Brooklyn. Encaraban
ya el túnel Hugh Carey que conduce a Manhattan, cuando la emisora de radio
comenzó a gruñir transmitiendo las ásperas y agitadas voces de los agentes del
otro automóvil, que daban detalles sobre la situación del vehículo de Bryan.
-Nos
comunica el helicóptero que el objetivo ha hecho varias maniobras de diversión
por Little Italy, Flatiron y Garment. Ahora mismo está atravesando Central Park
por la 97th. Hacia allí nos dirigimos.
-Está
bien -aprobó Homer-, nosotros os seguimos. Tened cuidado y no os dejéis ver. Pero,
sobre todo, advertid al helicóptero que no lo pierda y que vuele con precaución
para no descubrirse.
-Este
no se nos escapa -masculló entre dientes el siniestro Homer.
Al
poco tiempo, la radio volvió a sonar tras un breve carraspeo:
-Atención
Homer. El objetivo ha estacionado su vehículo en la E83rd Street y ha entrado
en un café-restaurante situado en la esquina con Lexington Avenue.
Sin
percatarse de lo que se tramaba a su alrededor, Bryan, tras asegurarse de que no era seguido mediante las preceptivas maniobras contra vigilancia, se disponía a consumir, confiado, un breve almuerzo en Lexington Candy
Shop, un pequeño, modesto pero histórico restaurante de cocina tradicional
americana, en el Upper East Side.
Solía
Bryan frecuentar este simpático establecimiento, que su propietario Rob dirigía
con acierto, calidad de servicio, amena charla y precios ajustados. Tomó
asiento en su habitual mesa, situada bajo un gran reloj rojo, anuncio de Coca
Cola, con un retrato de Dona Red y otro de Woody Allen a su izquierda. En
realidad, las paredes estaban cubiertas por completo con fotos de clientes
famosos, estampas neoyorquinas, algunos posters y otras variadas curiosidades.
Mientras
esperaba su acostumbrado menú, una ensalada de frutas y un Hamburguer Platter,
junto a un exquisito Jerk como bebida, todo ello especialidad de Rob, Bryan
paladeaba un Ricky de lima y gin, al tiempo que se distraía revisando el
pequeño local y vigilaba su entrada situada frente a él. Poco había que
revisar: diez taburetes giratorios en la alargada barra, cinco mesas enfrente
de ella, adosadas en la pared, y cuatro más, formando una ele, en donde se
hallaba sentado Bryan.
En
la calle, Homer y su gente habían tomado posiciones en las dos calles que
formaban la dos fachadas del Candy.
-Haréis
la detención en cuanto salga del local. Yo acercaré el coche y lo meteremos
dentro. Todo debe hacerse con la mayor rapidez -dijo Homer.
Desde
el interior de su automóvil, aparcado a unos 30 metros de la entrada de Candy,
situada ésta justo en la esquina de Lexington Av. con E83rd St, Homer acechaba la
salida de Bryan como el jaguar vigila a su presa.
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