Tenía
la mirada fija en la puerta del Candy y, como siempre que se hallaba al acecho
de alguna captura, nada ni nadie lograría evitar que la apartara de ella. Ni
siquiera sus propios pensamientos, que trabajaban a toda máquina, calculando
los pasos que debería dar tras echar mano a su presa. El general le había
ordenado eliminar a Bryan, pero él había imaginado otro plan mucho más práctico
y conveniente. Acabaría con él, sí, pero después de obligarle a cantar dónde se
ocultaba la tal Margaret.
Más
que nunca, deseaba Homer ejecutar aquella misión de un modo impecable, sin
dejar ningún hilo suelto ni daño colateral alguno, que pudieran ocasionar
cualquier clase de complicación posterior. Así podría arrojárselo a la cara del
general y demostrarle aquello que, al parecer, tanto le costaba advertir: que
era él, Homer, su mejor hombre en el departamento.
Con
toda su atención puesta en el frecuente movimiento de entrada o salida de los
clientes en el pequeño restaurante, no pudo reparar en la llegada de un viejo
que se acercó hasta la parte posterior de su coche, caminando con cierta
dificultad. Cuando alcanzó a verle era ya demasiado tarde: estaba sentado en
uno de los asientos traseros y mantenía una pistola apretada contra su cuello.
En un instante, el aparente achacoso anciano había abierto la puerta trasera del
automóvil, se había colado dentro y le encañonaba con una potente arma
automática.
-¡Qué
diablos...! -fue lo único que acertó a decir el desorientado Homer.
-Tranquilo.
Calma. Ni pestañees si quieres seguir vivo. -aconsejó el hombre.
-Me
parece que no sabes en donde te estás metiendo -advirtió a su vez Homer que
había logrado ya reponer el control de sus acerados nervios.
-Sí,
querido Homer, lo sé: en un nido de víboras. Pero a ti se te acabó el veneno.
Ordena cancelar de inmediato el operativo.
-¿Y
si me niego?
-¡Qué
tontería! -respondió su captor con una carcajada- Te mato y aquí te quedas.
¡Venga, no perdamos tiempo y acaba con esta historia!
Convencido
de que la cosa iba en serio, Homer tomó el micro y ordenó a sus hombres que
abandonaran sus posiciones y regresaran a la base, justificando la nueva
disposición por un cambio de órdenes del mando. Él continuaría con la
vigilancia del objetivo y reportaría más tarde.
-Bien,
ahora arranca y conduce despacio, sin intentar tonterías ni cometer la más
mínima infracción de tráfico. Te va la vida en ello.
El
falso anciano obligó a Homer a conducir hasta una zona apartada de Ward Island
y allí, después de cerciorarse de que ningún testigo podía presenciar la escena,
ató y amordazó a su cautivo y le forzó a introducirse en el maletero.
Hecho
esto, hizo una llamada desde una cabina cercana.
-Hola
Margaret, soy Pieterf.
-Sí,
mira: tengo un prisionero y necesito un lugar seguro donde pueda interrogarle
-dijo Pieterf, y a continuación le refirió lo sucedido con Homer y sus hombres.
-Sí,
sí, perfecto. Habla con Bryan y os espero aquí, en la explanada del Icahn
Stadium, junto al río.
Una
hora escasa más tarde, se presentó Margaret al volante de un potente 4+4
europeo. Había tenido que vencer la firme negativa de Bob para permitir el
traslado de Pieterf y su prisionero hasta su refugio actual. Hubo una larga
discusión entre ambos, pero por fin, Bryan tuvo que ceder ante la tenaz defensa que Margaret hizo de
Pietref.
-No
me cabe la menor duda -argumentó Margaret-, Pieterf está con nosotros. Si
hubiera querido perjudicarnos ya lo habría hecho. Tiempo, lugar y ocasiones ha
tenido de sobra. Además, si todavía no estás convencido, recuerda que me salvó
la vida y se lo debo.
Así
pues, trasladaron a Homer hasta el maletero del otro coche y se dirigieron
hacia el formidable refugio de Bryan en Hempstead. Ya en el garaje, colocaron
una capucha cubriendo la cabeza de Homer y se encaminaron a una pequeña
estancia blindada en la bodega de la casa.
Todo
sucedió con la inesperada celeridad de un relámpago. Abría el silencioso
cortejo Margaret y, detrás de ella, caminaba el encapuchado Homer guiado por
Pieterf. De pronto, al iniciar la bajada de una escalera, Homer agarró a
Pieterf y lo lanzó hacia delante contra Margaret mediante una perfecta maniobra
Ippon de judo. Ambos amigos rodaron por la escalera hasta quedar maltrechos al
final de ella. Se había producido un exceso de confianza impropio del ex-agente
al no comprobar las ataduras de su cautivo. Este había conseguido desatarse
durante el traslado y había simulado continuar maniatado a la espera del
momento más adecuado para realizar su ataque.
Homer
se vio libre. Se quitó la capucha y corrió por la estancia en busca de la
salida. Poco duró su intento. Apenas llegaba a la mitad de aquella habitación
cuando sintió como si chocara contra un invisible muro. Algo golpeó con fuerza
su pecho. Otro golpe en la cabeza le dejó sin sentido.
Cuando
Margaret y Pieterf lograron reponerse y corrieron tras el fugitivo, pistola en
mano, lo hallaron tendido en el centro de la habitación, con una herida
sangrante en la frente, sin conocimiento y nadie más en ella.
-¡My
God! -exclamó Pietref desorientado-. ¿Qué diablos ha pasado aquí?
Margaret
intuyó de inmediato lo sucedido y preguntó en voz alta:
-¿Eres
tú, Bob?
Una
voz cercana contestó:
-Sí,
soy yo. En un momento me reúno con vosotros.
No
hacía falta más explicación para Margaret: Bob les había seguido desde que entraron en la casa. Vigiló sus movimientos
enfundado en el equipo de ocultación y, cuando escapó Homer, le interceptó con dos fuertes golpes, impidiendo así su fuga.
Bajaron
al prisionero hasta un pequeño cuarto, anexo a la zona de supervivencia,
todavía sin sentido. Después de reanimarle y practicarle una somera cura,
Pieterf decidió atarle las muñecas a una viga del techo, de manera que estuviera
obligado a mantenerse siempre de pie.
-Si
creéis que dándome tortura vais a sacarme alguna información, estáis
completamente equivocados. No lo conseguiréis -advirtió Homer, cuyo rostro se
había hecho pétreo y su mirada fría como el hielo-. Estamos entrenados para
resistir cualquier tipo de maltrato.
-No,
querido, no. Nadie te va a tocar -se apresuró a contradecirle Pieterf- Te vas a
quedar aquí, tal como estás, sin luz, comida ni bebida, hasta que decidas
colaborar. ¡Ah! Y lo que tengas que hacer tendrás que hacértelo encima. Nosotros no tenemos ninguna prisa, veamos
cuanta tienes tú.
-¡Cabrones,
hijos de perra! ¡No os atreveréis! -gritó Homer.
-Pronto
lo vas a ver -replicó Pieterf-. Aquí, a tu lado, dejo este dispositivo. Es un
emisor sin cable. En cuanto lo pises sabremos que estas dispuesto a contestar
nuestras preguntas. Solo acudiremos si recibimos tu señal, así que ten cuidado
de no apartarlo fuera del alcance de tus pies, pues ya no nos volverías a ver.
Tiene batería para un mes, tiempo suficiente para que tomes una decisión. Más
no necesitas: estarás muerto antes.
-Creo
que estás siendo demasiado cruel -aseguró Margaret, tan pronto dejaron solo a
Homer en su encierro.
-Este
tipo no se merece miramiento alguno. No puedes ni imaginar las barbaridades que
haría con nosotros si estuviera en nuestro lugar. Él, al menos, puede elegir el
momento de acabar con sus problemas.
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