viernes, 27 de junio de 2014

Capítulo XXIV


Tenía la mirada fija en la puerta del Candy y, como siempre que se hallaba al acecho de alguna captura, nada ni nadie lograría evitar que la apartara de ella. Ni siquiera sus propios pensamientos, que trabajaban a toda máquina, calculando los pasos que debería dar tras echar mano a su presa. El general le había ordenado eliminar a Bryan, pero él había imaginado otro plan mucho más práctico y conveniente. Acabaría con él, sí, pero después de obligarle a cantar dónde se ocultaba la tal Margaret.

Más que nunca, deseaba Homer ejecutar aquella misión de un modo impecable, sin dejar ningún hilo suelto ni daño colateral alguno, que pudieran ocasionar cualquier clase de complicación posterior. Así podría arrojárselo a la cara del general y demostrarle aquello que, al parecer, tanto le costaba advertir: que era él, Homer, su mejor hombre en el departamento.

Con toda su atención puesta en el frecuente movimiento de entrada o salida de los clientes en el pequeño restaurante, no pudo reparar en la llegada de un viejo que se acercó hasta la parte posterior de su coche, caminando con cierta dificultad. Cuando alcanzó a verle era ya demasiado tarde: estaba sentado en uno de los asientos traseros y mantenía una pistola apretada contra su cuello. En un instante, el aparente achacoso anciano había abierto la puerta trasera del automóvil, se había colado dentro y le encañonaba con una potente arma automática.

-¡Qué diablos...! -fue lo único que acertó a decir el desorientado Homer.

-Tranquilo. Calma. Ni pestañees si quieres seguir vivo. -aconsejó el hombre.

-Me parece que no sabes en donde te estás metiendo -advirtió a su vez Homer que había logrado ya reponer el control de sus acerados nervios.

-Sí, querido Homer, lo sé: en un nido de víboras. Pero a ti se te acabó el veneno. Ordena cancelar de inmediato el operativo.

-¿Y si me niego?

-¡Qué tontería! -respondió su captor con una carcajada- Te mato y aquí te quedas. ¡Venga, no perdamos tiempo y acaba con esta historia!

Convencido de que la cosa iba en serio, Homer tomó el micro y ordenó a sus hombres que abandonaran sus posiciones y regresaran a la base, justificando la nueva disposición por un cambio de órdenes del mando. Él continuaría con la vigilancia del objetivo y reportaría más tarde.

-Bien, ahora arranca y conduce despacio, sin intentar tonterías ni cometer la más mínima infracción de tráfico. Te va la vida en ello.

El falso anciano obligó a Homer a conducir hasta una zona apartada de Ward Island y allí, después de cerciorarse de que ningún testigo podía presenciar la escena, ató y amordazó a su cautivo y le forzó a introducirse en el maletero.

Hecho esto, hizo una llamada desde una cabina cercana.

-Hola Margaret, soy Pieterf.

-Sí, mira: tengo un prisionero y necesito un lugar seguro donde pueda interrogarle -dijo Pieterf, y a continuación le refirió lo sucedido con Homer y sus hombres.

-Sí, sí, perfecto. Habla con Bryan y os espero aquí, en la explanada del Icahn Stadium, junto al río.

Una hora escasa más tarde, se presentó Margaret al volante de un potente 4+4 europeo. Había tenido que vencer la firme negativa de Bob para permitir el traslado de Pieterf y su prisionero hasta su refugio actual. Hubo una larga discusión entre ambos, pero por fin, Bryan tuvo que ceder  ante la tenaz defensa que Margaret hizo de Pietref.

-No me cabe la menor duda -argumentó Margaret-, Pieterf está con nosotros. Si hubiera querido perjudicarnos ya lo habría hecho. Tiempo, lugar y ocasiones ha tenido de sobra. Además, si todavía no estás convencido, recuerda que me salvó la vida y se lo debo.

Así pues, trasladaron a Homer hasta el maletero del otro coche y se dirigieron hacia el formidable refugio de Bryan en Hempstead. Ya en el garaje, colocaron una capucha cubriendo la cabeza de Homer y se encaminaron a una pequeña estancia blindada en la bodega de la casa.

Todo sucedió con la inesperada celeridad de un relámpago. Abría el silencioso cortejo Margaret y, detrás de ella, caminaba el encapuchado Homer guiado por Pieterf. De pronto, al iniciar la bajada de una escalera, Homer agarró a Pieterf y lo lanzó hacia delante contra Margaret mediante una perfecta maniobra Ippon de judo. Ambos amigos rodaron por la escalera hasta quedar maltrechos al final de ella. Se había producido un exceso de confianza impropio del ex-agente al no comprobar las ataduras de su cautivo. Este había conseguido desatarse durante el traslado y había simulado continuar maniatado a la espera del momento más adecuado para realizar su ataque.

Homer se vio libre. Se quitó la capucha y corrió por la estancia en busca de la salida. Poco duró su intento. Apenas llegaba a la mitad de aquella habitación cuando sintió como si chocara contra un invisible muro. Algo golpeó con fuerza su pecho. Otro golpe en la cabeza le dejó sin sentido.

Cuando Margaret y Pieterf lograron reponerse y corrieron tras el fugitivo, pistola en mano, lo hallaron tendido en el centro de la habitación, con una herida sangrante en la frente, sin conocimiento y nadie más en ella.

-¡My God! -exclamó Pietref desorientado-. ¿Qué diablos ha pasado aquí?

Margaret intuyó de inmediato lo sucedido y preguntó en voz alta:

-¿Eres tú, Bob?

Una voz cercana contestó:

-Sí, soy yo. En un momento me reúno con vosotros.

No hacía falta más explicación para Margaret: Bob les había seguido desde que entraron en la casa. Vigiló sus movimientos enfundado en el equipo de ocultación y, cuando escapó Homer, le interceptó con dos fuertes golpes, impidiendo así su fuga.

Bajaron al prisionero hasta un pequeño cuarto, anexo a la zona de supervivencia, todavía sin sentido. Después de reanimarle y practicarle una somera cura, Pieterf decidió atarle las muñecas a una viga del techo, de manera que estuviera obligado a mantenerse siempre de pie.

-Si creéis que dándome tortura vais a sacarme alguna información, estáis completamente equivocados. No lo conseguiréis -advirtió Homer, cuyo rostro se había hecho pétreo y su mirada fría como el hielo-. Estamos entrenados para resistir cualquier tipo de maltrato.

-No, querido, no. Nadie te va a tocar -se apresuró a contradecirle Pieterf- Te vas a quedar aquí, tal como estás, sin luz, comida ni bebida, hasta que decidas colaborar. ¡Ah! Y lo que tengas que hacer tendrás que hacértelo encima.  Nosotros no tenemos ninguna prisa, veamos cuanta tienes tú.

-¡Cabrones, hijos de perra! ¡No os atreveréis! -gritó Homer.

-Pronto lo vas a ver -replicó Pieterf-. Aquí, a tu lado, dejo este dispositivo. Es un emisor sin cable. En cuanto lo pises sabremos que estas dispuesto a contestar nuestras preguntas. Solo acudiremos si recibimos tu señal, así que ten cuidado de no apartarlo fuera del alcance de tus pies, pues ya no nos volverías a ver. Tiene batería para un mes, tiempo suficiente para que tomes una decisión. Más no necesitas: estarás muerto antes.

-Creo que estás siendo demasiado cruel -aseguró Margaret, tan pronto dejaron solo a Homer en su encierro.

-Este tipo no se merece miramiento alguno. No puedes ni imaginar las barbaridades que haría con nosotros si estuviera en nuestro lugar. Él, al menos, puede elegir el momento de acabar con sus problemas.

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