domingo, 29 de junio de 2014

Capítulo XXV


Bob Bryan debatía en su interior la conveniencia de aceptar los métodos de Pieterf o de mantener firme su recta conciencia rechazándolos. En cierto modo, el ex-agente tenía razón: No había en el plan de Pietref acciones activas de tortura y era bien cierto que el cese de la incomodidad del detenido dependía de su propia voluntad. Sin embargo, algo en su interior le obligaba a permanecer siempre con una cierta reserva ante Pieterf y sus acciones.

-Me gustaría saber qué pretendes con todo esto -dijo Bob, encarándose al ex-agente.

-Mira, no te voy a engañar. En primer lugar quiero librarme de la acusación de asesinato del uniformado. No puedo estar huyendo toda la vida de la Policía. Necesito que este pájaro cante para reunir pruebas exculpatorias.

-¿Y estás seguro de que este hombre está al corriente del asunto?

-Absolutamente. Aparece en el reportaje realizado en el lugar del crimen. Si no fue él quien realizó los disparos, fueron sus hombres. No hay duda.

-Además -continuó Pieterf-, este hombre conoce todos los entresijos delictivos del SSD. A través de él podremos conocer quién mato a William y también, con toda seguridad, quién ordenó su muerte y por qué.

-Bien, esto está hecho y ya no hay vuelta atrás -terció Margaret- Pero, ¿estás dispuesto a dejarle morir de inanición si no habla?

-No te preocupes, hablará mucho antes de que eso suceda. No ha de pasar una semana sin que me aviséis de que ha decidido hablar. Seguro que habría aguantado el dolor de una tortura, por violenta que fuera, solo por orgullo y tozudez, pero ahora está a solas con su pensamiento que le está machacando la voluntad, introduciendo en él, minuto a minuto y hora tras hora, la duda de si merece la pena ceder su vida a cambio de mantenerse fiel a un jefe, que quizás aborrezca.

Con pocas palabras más, se cerró el debate abierto por Bob. Pieterf se despidió y al estrechar la mano con Margaret, sucedió algo singular. Ésta sintió una especie de escalofrío o estremecimiento que recorrió todo su cuerpo. Era la primera vez que se daban la mano y su contacto le había traído sensaciones que no había sentido desde la muerte de William.

Algo especial notó Bob en el cálido saludo y, sobre todo, en el rubor que encendió las mejillas de Margaret, porque, en cuanto salió Pieterf, musitó:

-Hay algo que no me gusta en este hombre.

-Pero, Bob ¿todavía sigues desconfiando de él?

-Llámame agua fiestas si quieres, pero te digo que esta clase de gente no es de fiar. Quién te asegura que Pieterf no esté jugando con nosotros, para usarnos, en un momento dado, como moneda de cambio ante sus antiguos y canallescos jefes, y conseguir así su dispensa.

-No puedo creer que pienses eso en serio...No estarás celoso ¿eh?

-¡Dios mío! ¡Estás celoso! -exclamó con alegre sorpresa Margaret, al ver el gesto evasivo de Bob, que no pudo evitar desviar la mirada ante su trivial pregunta, hecha sin el menor asomo de malicia. En seguida, fue hacia él y le rodeó con sus brazos, en un cariñoso gesto, tratando de mostrarle el mucho afecto que le tenía.

-Pero hombre Bob, tu sabes que eres mi amigo del alma. Nada ni nadie podrá con nuestra amistad. Vamos, alegra esa cara y prepárate un trago, que te voy a cocinar la mejor cena que hayas probado en muchos días.

Con una agradable velada entre los dos amigos, terminó aquel convulso día.

En España, la vida se le complicaba a Rodríguez. Había recibido una llamada urgente del comisario Casado y en ella le adelantó que había problemas con el informe de su actuación en Estados Unidos.

-¡Pero qué leches pasa con mi informe, jefe! -exclamó Rodríguez, bastante alterado, tan pronto llegó al despacho del comisario- Todo estaba bien documentado, con muchos papeles originales y copias de asientos, órdenes de pago y movimientos de cuentas. Vd. lo vio, comisario: había allí tela marinera.

-Parece, por lo poco que me han dicho, que en la Fiscalía General quieren saber cómo se obtuvieron esos datos y necesitan el testimonio de la señora Fuster y la autentificación de algunos otros documentos por la Fiscalía americana o, al menos, por la Policía de Nueva York.

-¡Me cagüen la leche! ¿De dónde sacan a esa mujer? Yo le prometí que quedaría al margen y ni siquiera la he nombrado en el informe. Además, ¿qué coños hay que autentificar? Están allí bien puestos los nombres de los Bancos, agentes y oficinas de negocio, además de nombres, firmas y direcciones. Solo tienen que verificar los datos de la documentación.

-No te hagas mala sangre Rodríguez. Esto es algo que se veía venir. En esos papeles aparecen nombres de aforados, financieros de renombre y gente con mucho poder económico y político. El caso es que he recibido una citación de la Fiscalía General para que vayas allí, mañana mismo, a declarar. Dedica todo el día de hoy a revisar tu declaración y a estudiar bien las respuestas que debes dar a los puntos más delicados.

Rodríguez pasó un día de perros. En su cabeza bullía un torbellino de ideas encontradas. Todo el orgullo y ufana satisfacción obtenidos en la brillante resolución de lo que él calificaba como el caso de su vida, estaba en vías de esfumarse y, en su lugar, aparecía el fantasma del descrédito y de la reprobación. Seguro que aquella condenada llamada de la Fiscalía General no auguraba cosa buena.

Así fue. Al día siguiente, Rodríguez regresó de la sesión declaratoria  herido en lo más hondo de su amor propio y, sobre todo, en su orgullo profesional.

-¿Cómo ha ido la cosa? -preguntó el comisario inquieto, al ver llegar a su agente con muy mala cara.

-Muy mal, jefe. Me han tratado como al peor de los delincuentes. El Teniente Fiscal Inspector y tres de sus secuaces me han acribillado a preguntas de lo más estúpido e impertinente. Se diría que les importaba un pito la materia delictiva de la documentación y que solo les interesaba saber cómo la había obtenido. Al cabo de un par de horas de continuo interrogatorio me han pillado en un par de renuncios, que les ha servido para insinuar que todo aquello era un complot urdido por algún grupo político, en el que yo tenía arte y parte.

-¡No me lo puedo creer! -exclamó el comisario, indignado.

-Pues créalo, jefe. Mucho me temo que van a considerar ilegal la obtención de las pruebas. Como mucho investigarán aquellos casos que no les den quebraderos de cabeza para cubrir el expediente. De hecho, han emitido una orden internacional de búsqueda de la Sra. Márgara Fuster. Claro que van listos si esperan encontrarla.

-Y a ti, qué te han dicho.

-Ah, sobre mí han dicho que ya tendré noticias. Pero les va a salir un grano. Esta gente no me vuelve a tocar las pelotas. Aquí tiene mi credencial, la placa, el arma y mi renuncia escrita. Me voy.

-¡Pero hombre, Rodríguez, cálmese y no tome una decisión en caliente de la que pueda arrepentirse más tarde! Yo hablaré con la Dirección General y seguro que encontraremos el modo de protegerle de cualquier intento de implicación.

-Que no, coño, que no aguanto yo esta desvergüenza. Y lo siento por Vd. que me cae muy bien, de verdad, pero me han destrozado un trabajo excelente y no voy a tolerar que esto se vuelva a repetir.

Fue así como Rodríguez, un peculiar pero valioso agente, dejó el cuerpo.  

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