jueves, 6 de marzo de 2014

Capítulo XIV


Márgara, o Margaret su verdadero nombre, instalada en su seguro refugio de Queens, revisaba el producto de los registros efectuados en la oficina y en la vivienda de Joe, en presencia de su amigo y confidente, Bob Bryant, con quien había realizado la accidentada incursión durante la noche anterior.

-Por poco no nos pillan -exclamó con un suspiro de alivio Margaret- ¿Se te ocurre quiénes pudieron ser los ocupantes de aquel coche que nos persiguió?

-Imposible saberlo -contestó Bob-, pero una cosa es segura: no eran gente de la Agencia. Estos hubieran continuado la persecución cuando irrumpimos por dirección contraria. Es más, si hubieran sido agentes de la SSD nos habrían tiroteado nada más salir del apartamento de Joe y, con toda probabilidad, ahora mismo estaríamos fritos sobre una losa de granito en la morgue.

-Entonces...¿policía, quizás?

-Eso creo -apuntó Bob-. Policías o detectives privados. En cualquier caso, debemos extremar la prudencia. Nos siguen de cerca y esta vez iban un paso por delante de nosotros. Esto es algo que no nos podemos permitir.

Tras esta breve discusión, ambos amigos se dedicaron a revisar los papeles hallados en un disimulado hueco de un gran armario empotrado, situado en el dormitorio de Joe. En la caja fuerte, que Bob abrió sin mucha dificultad, encontraron gran cantidad de dinero, un arma corta, pero ningún documento. Tampoco necesitaron más. Los hallados en el ingenioso escondite del dormitorio contenían toda la documentación que esperaban reunir para poder localizar a los asesinos de Joe.

Había un buen paquete de escritos. Entre ellos, un listado de clientes con apariencia de índice y abundantes encriptados referidos a otros documentos, un libro en el que Joe mantenía una contabilidad muy simple, con entradas y salidas de grandes sumas de dinero y referencias en clave en cada una de ellas y, algo fundamental, una relación de cuentas secretas y cinco cajas de seguridad en dos bancos de N.Y.

-¡Fantástico! -exclamó Margaret- Por suerte, Joe me envió un poder hace un par de meses. Tal vez ya entonces se temía lo peor, aunque gracias a esa precaución podremos hacernos con las cajas. A buen seguro que en ellas encontraremos los datos que complementarán estos documentos.

-Lo siento Margaret, pero no puedes darte a conocer. Es lo que esperan que hagas los exterminadores de la SSD. Todos los bancos del Estado, y quizás también los de toda la Nación, estarán siendo vigilados ahora mismo, gracias a los poderosos medios electrónicos con que cuentan.

-Pero, entonces...¿de qué nos sirven todos estos papeles? Si no tenemos las claves, no tenemos nada -aseguró Margaret desilusionada.

-Deja esto de mi cuenta. Mis antiguos muchachos estarán encantados en abandonar, por un momento, su rutinaria vida de jubilados para revivir de nuevo su antiguo, apasionante y añorado trabajo.

-¿Estas de broma? ¿Me quieres decir que vas a encargar el asalto de dos bancos a un grupo de ancianos? A William le mataron cuando tenía 43 años, con Joe de dos y yo con 26. Han pasado otros tantos años, así que tú debes rondar los 70 y tus antiguos "muchachos" allá le andarán.

-¡Ja, ja! -rió Bob- El más joven tiene 68 años, pero estos tipos son el demonio. Son capaces de asaltar Fort Knox si se lo proponen. Y nadie se enteraría.

-¡Estás loco! ¿Te das cuenta de las consecuencias que podrían derivarse de un eventual fallo de tu plan y les pillan con las manos en la masa? Sobre todo para ellos, que deberán disfrutar de su jubilación en una cárcel del Estado.

-No te preocupes por nada. Tú estarás a salvo, porque no sabrán que trabajo para ti. Y en cuanto a ellos, no hay peligro. Todavía no se ha construido la cárcel capaz de retenerlos.

Tal como lo planeó Bob, así se hizo. En menos de una semana, todos los diarios de la ciudad anunciaban el robo nocturno, acontecido en dos  sucursales de otros tantos bancos importantes de N.Y. Los asaltantes se apoderaron del contenido de las cinco cajas de Joe, además del de varias otras que sirvieron para enmascarar el principal objetivo de los atracadores y redondear de manera significativa sus respectivas pensiones de jubilación.

-¡Pero te das cuenta que hemos cometido un grave delito! -recriminó Margaret a Bob, cuando este le informó del éxito de la operación.

-Uno más de los muchos que hemos perpetrado por mandato de las altas instancias de la nación. Y este no es tan grave. Tú has obtenido cosas que te pertenecían y los hombres de mi antiguo equipo han recibido una compensación por sus muchos años de arduo trabajo por la patria. Al fin y al cabo, todo lo que allí había pertenecía a gente rica -y concluyó con una alegre carcajada-. ¿Qué mejor fin de sus excedentes que cumplir la función social de mejorar el estatus de unos modestos jubilados?

Mientras sucedían estos hechos, Rodríguez se desesperaba porque no conseguía hallar el cabo suelto que le condujera a Margaret. El tiempo pasaba y sus días en N.Y. estaban contados si no lograba dar con ella.

En España, la sociedad ServiPiX estaba bajo el punto de mira del fiscal anticorrupción, pero se necesitaba la declaración de Margara Foster para aclarar numerosos puntos oscuros que obstaculizaban la investigación.

La policía de N.Y. en cambio, una vez que las sospechas de la muerte de Joe fueron dirigidas a la mafia, habían puesto a trabajar sus archivos, computadoras y a una amplia red de confidentes y ya conocían el más que probable cártel autor del crimen. Ahora se hallaban en el proceso de personalizar el asesinato y de reunir las pruebas incriminatorias.

Pero este asunto le resbalaba a Rodríguez. No era su trabajo. Descartada la vía del finado Joe al no haber podido obtener alguna información, tanto en su oficina como en su casa, solo le quedaba la opción de encontrar a la Sra. Márgara, para intentar aclarar los presuntos delitos cometidos en España.

Daba mil vueltas a la libretilla que tomó del despacho de Joe sin lograr entender nada de lo que allí estaba escrito. Eran garabatos mezclados con palabras, signos y números sin orden ni concierto. Aquel galimatías le hacía imaginar los inconexos trazos de alguien que toma notas al mismo tiempo que habla por teléfono. Seguro que allí había algo interesante, pero ¿cómo descifrar aquel laberinto de incoherencias?

Después de mirar cada página con el mayor detenimiento y paciencia, le llamó la atención una sucesión de letras y números, escrita con gran cuidado sobre la cara de la tapa posterior de la pequeña libreta.  Rodríguez intentó adivinar su significado, pero por más que lo miró y remiró, no consiguió encontrar ni el más ligero indicio que le llevara a desvelar su escondido secreto. 

Aunque el paso de algunos años habían debilitado los trazos de la inscripción, esta se mantenía perfectamente nítida.

Decía así: B-GE278-52P12-110.  

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