Márgara,
o Margaret su verdadero nombre, instalada en su seguro refugio de Queens,
revisaba el producto de los registros efectuados en la oficina y en la vivienda
de Joe, en presencia de su amigo y confidente, Bob Bryant, con quien había
realizado la accidentada incursión durante la noche anterior.
-Por
poco no nos pillan -exclamó con un suspiro de alivio Margaret- ¿Se te ocurre
quiénes pudieron ser los ocupantes de aquel coche que nos persiguió?
-Imposible
saberlo -contestó Bob-, pero una cosa es segura: no eran gente de la Agencia.
Estos hubieran continuado la persecución cuando irrumpimos por dirección
contraria. Es más, si hubieran sido agentes de la SSD nos habrían tiroteado
nada más salir del apartamento de Joe y, con toda probabilidad, ahora mismo
estaríamos fritos sobre una losa de granito en la morgue.
-Entonces...¿policía,
quizás?
-Eso
creo -apuntó Bob-. Policías o detectives privados. En cualquier caso, debemos
extremar la prudencia. Nos siguen de cerca y esta vez iban un paso por delante
de nosotros. Esto es algo que no nos podemos permitir.
Tras
esta breve discusión, ambos amigos se dedicaron a revisar los papeles hallados
en un disimulado hueco de un gran armario empotrado, situado en el dormitorio
de Joe. En la caja fuerte, que Bob abrió sin mucha dificultad, encontraron gran
cantidad de dinero, un arma corta, pero ningún documento. Tampoco necesitaron
más. Los hallados en el ingenioso escondite del dormitorio contenían toda la
documentación que esperaban reunir para poder localizar a los asesinos de Joe.
Había
un buen paquete de escritos. Entre ellos, un listado de clientes con apariencia
de índice y abundantes encriptados referidos a otros documentos, un libro en el
que Joe mantenía una contabilidad muy simple, con entradas y salidas de grandes
sumas de dinero y referencias en clave en cada una de ellas y, algo
fundamental, una relación de cuentas secretas y cinco cajas de seguridad en dos
bancos de N.Y.
-¡Fantástico!
-exclamó Margaret- Por suerte, Joe me envió un poder hace un par de meses. Tal
vez ya entonces se temía lo peor, aunque gracias a esa precaución podremos
hacernos con las cajas. A buen seguro que en ellas encontraremos los datos que
complementarán estos documentos.
-Lo
siento Margaret, pero no puedes darte a conocer. Es lo que esperan que hagas
los exterminadores de la SSD. Todos los bancos del Estado, y quizás también los
de toda la Nación, estarán siendo vigilados ahora mismo, gracias a los
poderosos medios electrónicos con que cuentan.
-Pero,
entonces...¿de qué nos sirven todos estos papeles? Si no tenemos las claves, no
tenemos nada -aseguró Margaret desilusionada.
-Deja
esto de mi cuenta. Mis antiguos muchachos estarán encantados en abandonar, por
un momento, su rutinaria vida de jubilados para revivir de nuevo su antiguo,
apasionante y añorado trabajo.
-¿Estas
de broma? ¿Me quieres decir que vas a encargar el asalto de dos bancos a un
grupo de ancianos? A William le mataron cuando tenía 43 años, con Joe de dos y yo
con 26. Han pasado otros tantos años, así que tú debes rondar los 70 y tus
antiguos "muchachos" allá le andarán.
-¡Ja,
ja! -rió Bob- El más joven tiene 68 años, pero estos tipos son el demonio. Son
capaces de asaltar Fort Knox si se lo proponen. Y nadie se enteraría.
-¡Estás
loco! ¿Te das cuenta de las consecuencias que podrían derivarse de un eventual
fallo de tu plan y les pillan con las manos en la masa? Sobre todo para ellos,
que deberán disfrutar de su jubilación en una cárcel del Estado.
-No
te preocupes por nada. Tú estarás a salvo, porque no sabrán que trabajo para
ti. Y en cuanto a ellos, no hay peligro. Todavía no se ha construido la cárcel
capaz de retenerlos.
Tal
como lo planeó Bob, así se hizo. En menos de una semana, todos los diarios de
la ciudad anunciaban el robo nocturno, acontecido en dos sucursales de otros tantos bancos importantes
de N.Y. Los asaltantes se apoderaron del contenido de las cinco cajas de Joe,
además del de varias otras que sirvieron para enmascarar el principal objetivo
de los atracadores y redondear de manera significativa sus respectivas
pensiones de jubilación.
-¡Pero
te das cuenta que hemos cometido un grave delito! -recriminó Margaret a Bob,
cuando este le informó del éxito de la operación.
-Uno
más de los muchos que hemos perpetrado por mandato de las altas instancias de
la nación. Y este no es tan grave. Tú has obtenido cosas que te pertenecían y
los hombres de mi antiguo equipo han recibido una compensación por sus muchos
años de arduo trabajo por la patria. Al fin y al cabo, todo lo que allí había
pertenecía a gente rica -y concluyó con una alegre carcajada-. ¿Qué mejor fin
de sus excedentes que cumplir la función social de mejorar el estatus de unos
modestos jubilados?
Mientras
sucedían estos hechos, Rodríguez se desesperaba porque no conseguía hallar el
cabo suelto que le condujera a Margaret. El tiempo pasaba y sus días en N.Y.
estaban contados si no lograba dar con ella.
En
España, la sociedad ServiPiX estaba bajo el punto de mira del fiscal
anticorrupción, pero se necesitaba la declaración de Margara Foster para
aclarar numerosos puntos oscuros que obstaculizaban la investigación.
La
policía de N.Y. en cambio, una vez que las sospechas de la muerte de Joe fueron
dirigidas a la mafia, habían puesto a trabajar sus archivos, computadoras y a
una amplia red de confidentes y ya conocían el más que probable cártel autor
del crimen. Ahora se hallaban en el proceso de personalizar el asesinato y de
reunir las pruebas incriminatorias.
Pero
este asunto le resbalaba a Rodríguez. No era su trabajo. Descartada la vía del
finado Joe al no haber podido obtener alguna información, tanto en su oficina
como en su casa, solo le quedaba la opción de encontrar a la Sra. Márgara, para
intentar aclarar los presuntos delitos cometidos en España.
Daba
mil vueltas a la libretilla que tomó del despacho de Joe sin lograr entender
nada de lo que allí estaba escrito. Eran garabatos mezclados con palabras,
signos y números sin orden ni concierto. Aquel galimatías le hacía imaginar los
inconexos trazos de alguien que toma notas al mismo tiempo que habla por
teléfono. Seguro que allí había algo interesante, pero ¿cómo descifrar aquel
laberinto de incoherencias?
Después
de mirar cada página con el mayor detenimiento y paciencia, le llamó la
atención una sucesión de letras y números, escrita con gran cuidado sobre la
cara de la tapa posterior de la pequeña libreta. Rodríguez intentó adivinar su significado,
pero por más que lo miró y remiró, no consiguió encontrar ni el más ligero
indicio que le llevara a desvelar su escondido secreto.
Aunque
el paso de algunos años habían debilitado los trazos de la inscripción, esta se
mantenía perfectamente nítida.
Decía
así: B-GE278-52P12-110.
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