Margaret
se estremeció sobresaltada al escuchar aquella inquietante voz, al tiempo que
una ahogada exclamación de sorpresa escapaba de su boca. Se volvió con rapidez
hacia el intruso y lo reconoció al instante.
-¿Me
recuerda, Sra. Márgara? -preguntó aquel hombre entre arrogante y burlón- Nos ha
dado mucho trabajo hasta lograr encontrarla. Se preguntará cómo lo he
conseguido. Se lo voy a contar: solo he tenido que seguir a un eficiente
funcionario español para dar con Vd. Y -añadió con sorna- es que como la
policía española no hay otra.
-¡Claro
que le recuerdo! -contestó Margaret, que ya había recobrado el control de sus
nervios- Imposible olvidar al intrigante asistente del todo poderoso Sr. Carles
Camp i Fulleda. ¡Pero qué busca aquí! ¡Cómo se atreve a entrar en mi casa de
esta forma!
-Alto,
alto, querida señora. No se me enfade, que aquí solo nosotros tenemos motivos
para estar enfadados. El Sr Camp espera noticias de los 600 millones invertidos
por su agencia. Y, créame, no está dispuesto a esperar ni un minuto más.
-Pues
ya lo siento, pero ese negocio lo traspasé a mi corresponsal Joan Cockoyster y,
por lo que yo sé, ha fallecido recientemente.
-Vd.
señora, debe pensar que somos idiotas. Sabemos que ese nombre es el alias que utiliza su hijo en sus
chanchullos por Europa. Si de verdad ha muerto le doy el pésame. De corazón, se
lo aseguro, pero los 600 millones han de aparecer. De su bolsillo o de su piel.
Elija Vd.
-Mire,
dígale a su jefe que no insista. Los negocios son así: unas veces se gana, si
eres listo o tienes suerte, y otras se pierde, si no se aprovechan las buenas
ocasiones. El Sr Carles compró por 600 millones, valores que valían 1.200. Ese
fue el negocio que le ofrecimos. Hoy no valen el papel en que están escritos,
pero eso no es mi responsabilidad sino la suya, por falta de acierto en su
gestión y no estar atento a las veleidades del mercado, que yo no controlo, ni
puedo controlar.
-Bien,
ya veo que elige su piel -replicó amenazador el tal Diego, el siniestro
asistente de Carles Camp, mientras sacaba una centelleante daga- Vd. me va a
decir, ahora mismo, dónde esconde su dinero y cómo vamos a recogerlo, porque no
creo que quiera seguir viviendo el resto de su vida sin orejas ni nariz.
Margaret
dio un grito y corrió hacia un armario donde guardaba la pistola que Bob le
había dado en previsión de algún asalto, pero Diego la alcanzó antes de que
abriera el cajón donde tenía el arma, la agarró por el cabello y, tras un breve forcejeo, la arrojó
al suelo. Después saltó sobre ella y la inmovilizó, utilizando toda la fuerza de su robusta complexión.
-¡El
dinero! ¡Dónde está el dinero! -gritó, blandiendo el afilado estilete.
De
pronto, sonó un sordo estampido y el hombre cayó sobre ella, muerto.
Margaret
apartó aquel cuerpo inanimado que la sofocaba y vio, con horror, su cabeza atravesada por un
certero disparo, mientras su vestido se iba empapando con la abundante sangre que manaba de la herida. Alzó la mirada y descubrió ante ella a un desconocido que se mantenía de pie,
empuñando una pistola con un extraño y largo cañón.
-No
se alarme, soy amigo -dijo aquel hombre, al tiempo que guardaba su arma
provista de un voluminoso silenciador y le ayudaba a levantarse.
-¿Quién
es Vd.? -preguntó Margara, que se veía asaltada por encontrados sentimientos de
alivio, temor y desconfianza.
-No
tiene que preocuparse por mí -aseguró el desconocido, con voz calmada, tratando
de transmitirle confianza- Le voy a relatar una antigua y extensa historia que
le afecta de lleno. Pero antes, serénese, refrésquese en el baño y cámbiese de
ropa. No hay ninguna prisa.
Así
lo hizo Margaret, mientras su salvador esperaba, paciente, arrellenado en un
buen sillón de la sala, después de servirse un excelente bourbon que halló en
el pequeño bar de la estancia.
-Mi
nombre es Pieterf, Ferdinand Pieterf -comenzó su relato aquel hombre, tan
pronto apareció Margaret algo más tranquila y aseada- Vd. no me conoce, aunque
yo a Vd. sí. Pertenezco, o mejor dicho, pertenecía a una agencia estatal, la
SSD, dedicada a lavar los asuntos más sucios de la Administración Federal.
-¿Y
qué tengo que ver yo con ella? -interrumpió Margaret- Jamás he tenido relación
alguna con ningún órgano del gobierno ni me he mezclado nunca en política.
-Más
de lo que Vd. cree. Su marido William Foster estaba a punto de tirar de la
manta que encubría un enorme escándalo de ventas fraudulentas de armas,
realizadas por agentes secretos a las órdenes de las más altas instancias de la
nación. Aquellas armas acabaron en manos de nuestros enemigos y causaron la
muerte a muchos de nuestros soldados.
Pieterf
hizo una pausa para apurar, pensativo, el último sorbo de su vaso y continuó:
-Se
cumplen ahora 26 años, desde que nuestro grupo recibió la orden de neutralizar
a William y, de paso, a Vd. por si estaba al corriente de aquel feo asunto. No,
no tema -se apresuró a decir Pieterf al notar un gesto de inquietud en
Margaret- Aquello acabó para mí. Ya no pertenezco a la SSD.
-Yo
fui designado para acabar con Vd., pero cuando me disponía a realizar mi servicio, Vd.
y su hijo habían desaparecido sin dejar rastro. Durante todo este tiempo, la agencia la ha
buscando por todo el mundo, pero, por suerte para Vd., sin ningún éxito.
Mientras, estuve embarcado en numerosas misiones, siempre por cuenta de
la agencia y siempre metido en asuntos a cual más deshonesto y
perverso.
-No
puedo entender la frialdad con que me está dando a conocer estas revelaciones
tan dolorosas para mí ¿Se da cuenta del daño que nos hicieron? ¿Es que no teme
que le escupa a la cara tanto miedo, dolor y sufrimiento como me hicieron
pasar? -la indignación de Margaret subía de tono, al avanzar Pieterf en su
relato.
-Lo
sé. Pero si hoy estoy aquí es debido al deseo de obtener su perdón y, al mismo
tiempo, ofrecerle mi ayuda, porque la va a necesitar. Puede tomar lo sucedido
esta noche como una prueba de la sinceridad de mi ofrecimiento. Si yo no
hubiera actuado, ese hombre le hubiera hecho pasar un mal rato.
-¡Dios
mío, es cierto! Llegó Vd. a punto. ¿Cómo lo hizo?
-Llevaba
dos días vigilando la casa, esperando que su amigo Bob la abandonara, para
poder hablar con Vd. a solas, cuando vi a este individuo colarse en ella.
Supuse que no lo hacía con buenas intenciones y estuve atento.
-¿Y
ahora qué hacemos con este cuerpo? -preguntó Margaret inquieta.
-No
se preocupe, yo me encargo: esta noche se bañará en el Hudson. Pero hay algo
urgente que hacer. La agencia está sobre su pista. Saben que está en N.Y. y
removerán la ciudad hasta dar con Vd. Ha cometido un grave error al firmar el
contrato de esta casa con el nombre de Muriel Dallamore. La policía conoce ese
nombre, y si la policía lo sabe, también la SSD. Han de tardar muy poco más que
yo en descubrir su paradero. Además, ellos conocen que Bob Bryan, antiguo
agente secreto, era amigo de William y, por muchas precauciones que tome,
acabarán por relacionarle con Vd. Ahora, necesita otro refugio con urgencia.
-Tiene
razón, aunque sospecho que en todo esto debe tener algún otro motivo para
prestarme su ayuda.
-Es
cierto. Lo confieso. Solo quedo yo de aquel grupo de agentes. Todos mis
compañeros han ido muriendo en extrañas circunstancias. Ya no confían en mí y
han decidido cerrarme la boca. Muertos Vd. y yo se aseguran el silencio
definitivo. Así que ahora somos aliados y debemos luchar por nuestras vidas. Y,
aunque son gente muy poderosa, debemos acabar con ellos o ellos acabarán con
nosotros.