domingo, 28 de diciembre de 2014

Capítulo XXXVI


-¡Caray, Margaret! Cualquiera diría que estamos en cueros en esta historia. No partimos de cero -aseguró, rotundo, Bob Bryan- Gracias a los datos facilitados por Pieterf, además de los que hemos obtenido de ese canalla de Homer, junto a los seguimientos efectuados, hoy conocemos mucho mejor a nuestro enemigo.

-No deja de ser un consuelo, porque por lo demás...-fue el desalentado comentario de Margaret.

-Bueno, bueno. Has dicho que ibas a confiar en mí. ¿no? ¿Acaso te he defraudado alguna vez? ¿O era tan inconsistente tu promesa que unos minutos han bastado para olvidarla? -así reprochó Bob el frío comentario de Margaret.

-¡Oh, Bob, mi fiel amigo del alma! Me tienes que perdonar. Te confieso que, desde que Pieterf nos presentó su informe, me encuentro abatida ante tantas dificultades. Cada vez me siento más intranquila por el resultado de este peligroso asunto.

-¡Bah!, no debes preocuparte por lo que diga Pieterf. Si algo he de admitir, es que se trata de un hombre de recursos. No tengo la menor duda de que, llegado el momento, sabrá estar a la altura de su enorme experiencia. Además, yo todavía dispongo de muy buenas ayudas en mi antiguo departamento. Te propongo que tú y yo dediquemos un tiempo a pensar en esas dificultades que te inquietan y tratar de despejar alguna incógnita del problema.

-Como tú digas.

-Bien. Conocemos de primera mano las principales costumbres y buena parte del carácter del general O´Connell. Es un hombre austero, casi espartano, metódico compulsivo, del que no se le conocen vicios o costumbres licenciosas. Tampoco aficiones costosas, a excepción del gusto por la buena mesa que practica en los mejores restaurantes de la ciudad, en una o dos ocasiones al mes. Misógino y desconfiado hasta la exageración, parece que su única ambición está determinada por una exacerbada ansia por el ejercicio del poder. La riqueza o las bellas mujeres le traen sin cuidado, pero daría uno de sus brazos por mandar o influir en las más altas esferas del poder político o financiero de la Nación

-Eso dicen, pero... ¿crees que sirve de algo esa detallada descripción?

-¡Claro que sirve! El más pequeño detalle del enemigo puede ser vital para lograr una victoria decisiva sobre él. El conocimiento de la personalidad del general nos proporciona datos sobre sus futuras reacciones ante nuestras acciones de ataque. Podremos preverlas y mantenernos siempre varios pasos por delante de él.

-Está bien. Entendido. Continúa por favor -concedió Margaret, que comenzaba a interesarse por las explicaciones de Bob.

-De acuerdo. Como bien dijo Pieterf, es casi imposible asaltar al general, a pesar de sus invariables hábitos diarios, que traen de cabeza a su escolta. Cada día sale de su exclusivo y blindado apartamento de la 5th Avenue, en el límite de Central Park y muy cerca del Metropolitan Museum of Art. Acompañan a su coche otros dos vehículos, todos ellos blindados, con un total de siete guardaespaldas. El cortejo desciende por Park Avenue y se detiene en The Towers of Waldorf Astoria, en el 100 East 50th Street, en cuyo salón Astoria desayuna. En el vestíbulo del edificio Waldorf existe una entrada privada que le conduce directamente al salón donde ya tienen preparada su mesa. Mientras, parte de su escolta le espera en el vestíbulo y el resto cuida de los coches.

-¿Y todos los días hace lo mismo?

-Con puntualidad matemática, salvo algunos sábados y domingos. No todos, porque no es raro verle llegar al trabajo alguno de esos días de fin de semana. Finalizado su breakfast, siguen por Park Avenue hasta llegar a Broadway por Union Square, y lo recorren hasta desembocar en Delancey St. por Bowery. A continuación cruzan por el Williamsburg Bridge para entrar en Long Island. Lo atraviesan de arriba a abajo y entran en Staten Island por el Verrazano-Narrows Bridge, para llegar a la sede del SSD. en Grymes Hill, a las siete y media en punto.

-¿De verdad repite cada día el mismo trayecto con la misma puntualidad?

-Así es. Es un auténtico maniático de la puntualidad. Llueva, nieve o se produzca el mayor atasco del mundo, él llegará a su despacho a idéntica hora cada día. Y su regreso a casa será igual, salvo que su parada en The Towers será para tomar una copa en su afamado Bull & Bear Bar.

-Eso quiere decir que es vulnerable al menos en dos ocasiones al día -dijo Margaret.

-No lo creas. Los accesos están estrechamente vigilados por sus hombres y los de la seguridad del Waldorf. Nada se puede hacer contra él, pero tienes razón, es un buen momento que debemos aprovechar.

-¿Cómo?

-Verás lo que tengo pensado. Recientemente se ha dotado, de forma muy restringida, de un novísimo sistema de escaneado de tarjetas de seguridad a ciertos agentes especiales. Tengo la posibilidad de hacerme con uno de ellos, gracias a la buena amistad que mantengo con un antiguo colega, y aquí entras tú.



-¿Yo? ¡Pero si no entiendo nada de esos chismes tan complicados!


-No hace falta entender. Verás: Este aparato está capacitado para captar las emisiones de cualquier instrumento de activación electrónica o tarjeta de seguridad, por muy débiles que sean. Una vez conocidas sus características, duplicarlos es un juego de niños. Su efectividad decrece con la distancia al objetivo y, a su vez, aumenta el tiempo necesario para efectuar el escaneado. Más allá de un metro de separación, el aparato resulta ineficaz, y para esta distancia límite se necesita no menos de 5 minutos de funcionamiento sin interrupciones.

-¡Es increíble! ¿Y ese sistema es capaz de analizar los dispositivos, aun estando en reposo? Quiero decir... apagados.

-Claro. Lo primero que hace el sistema es activarlos.

-¡Cielos, me dejas asombrada! -exclamó Margaret- Pero sigo sin saber qué demonios pinto yo en todo eso.

-Muy sencillo. Tú estarás en el salón Astoria desayunando a menos de un metro de la mesa donde O´Connell estará dando buena cuenta del suyo. Esta operación debe hacerse en no más de dos días. El primero dedicado a ver y solicitar la situación más favorable de cara al buen funcionamiento del aparato y el segundo para realzar la operación. Emplear más tiempo despertaría las sospechas del general.

-¿Y si no puedo acercarme tanto?

-Tendrás que improvisar, pero ha de hacerse en tu segundo día de estancia en The Towers sin falta. Para que te hagas una idea, el escáner necesitaría 5 segundos si la posición de ambos, tú y O´Connell, fuese de mutuo contacto.  Ingresarás mañana, es decir que pasado mañana será tu primer desayuno allí. Controlarás el tiempo exacto de llegada del general y la posición que ocupe. Al día siguiente, bajarás al salón antes de su llegada, habrás reservado la mesa adecuada y estarás sentada en el lugar preciso, a poder ser, de espaldas a él. Tan pronto llegue activaras el dispositivo y, en cuanto hayas acabado, saldrás disparada de allí.

-De acuerdo -afirmó Margaret- ¿Pero ya estás seguro de obtener  alojamiento en un lugar tan exclusivo con tanta precipitación? Tengo entendido que hace falta reservar con meses de antelación.

-Estoy absolutamente seguro. Ahora mismo me pongo a trabajar en la reserva. Estos sitios alardean de ocupación, pero siempre hay huecos entre las suites más caras. Sobre todo para "la excéntrica millonaria Muriel Dallamore"
 

lunes, 22 de diciembre de 2014

Capítulo XXXV


El teléfono del general O´Connell echaba humo debido a un uso tan  prolongado como frecuente. Apenas habían transcurrido unos instantes desde que la áspera voz del general dejara de escucharse tras su última comunicación, cuando una nueva llamada reclamaba, con insistente repiqueteo, la necesidad de volver pegar de nuevo su oreja al auricular del bullanguero aparato.

Aquel era un agitado día en la sede del SSD. de Staten Island en New York. La desaparición de Homer y el nulo éxito alcanzado en la localización de Margaret Foster, así como la sospecha, confirmada ya, de estar siendo ayudada por el ex-agente secreto Robert Bryan y por el "hijo de mil perras" de Pieterf, habían equipado al general con el peor humor del planeta.

Y cuando el general estaba de mal humor, hasta los cimientos del potente edificio temblaban.

Mucho más en este día, en el que O´Connell había recibido la llamada de un senador, dos oficiales de altísimo rango y un miembro del gobierno. Esta gente, impacientada ante la continua dilación en la resolución de aquel "problema" que afectaba peligrosamente a sus intereses, acuciaba al general para exigirle su pronta resolución. No entendían como una indefensa viuda pudiera tener en jaque a toda una poderosa organización como la que mandaba O´Connell.

-Amigo, despabila, que tienes tanto que perder como nosotros, o más -le habían dicho, y aquello le sentó como una coz en la parte más baja de su vientre.

Solo faltó la desaparición de su mano derecha, Homer, para que la exasperación de O´Connell fuese total. No es que sintiera un gran aprecio por su hierático subordinado, a pesar de su probada fidelidad. El enojo del general radicaba en el hecho de que su fiero sicario era conocedor de muchas de las "irregularidades reglamentarias" practicadas u ordenadas por él y no se podía permitir el riesgo de que estas fuesen reveladas o llegadas a conocer por quién menos conviniera.

Por fin, el teléfono le dio un respiro y enmudeció. De inmediato, ordenó la urgente presencia en su despacho de todos los jefes de departamento.

-¡Es una auténtica vergüenza lo que está ocurriendo aquí! -clamó el general, dispuesto a fustigar a sus hombres hasta hacerles reaccionar y obligarles a dar el cien por cien de su potencial investigador-. Tres peligrosos enemigos de nuestra nación andan libres por la ciudad, mientras Vds., los hombres elegidos para defenderla, se limitan a calentar los asientos de los departamentos con sus grasientas posaderas.

Y ahogando alguna aislada y tímida protesta de sus oyentes, continuó:

-Lo más decepcionante es que haya transcurrido ya un par de semanas sin haberme presentado la más mínima pista sobre la desaparición de su camarada Homer. ¿Creen que todavía puede quedar alguien capaz de confiar en Vds.? ¿Consideran posible que el alto mando esté dispuesto a afrontar el alto costo de nuestra organización para cosechar tan exiguo resultado? Sinceramente, estoy seguro que todos Vds. harían mucho mejor papel dirigiendo el tráfico en las calles. ¿Les apetece el plan? -y tras una breve pausa que a varios de sus hombres se le hizo eterna, continuó- Pues ese es el destino a donde se dirigen como no espabilen.

-Señor, estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos y esperamos obtener resultados muy pronto -se atrevió a manifestar uno de los convocados.

-¡Basta de promesas! ¡Quiero resultados, y los quiero ya! -gritó O´Connell.

-Mire, general -terció otro de los presentes-, seguimos manteniendo una minuciosa vigilancia sobre la totalidad de la ciudad, gracias a que contamos con la estrecha y total colaboración de la policía metropolitana y la estatal. El análisis de las llamadas telefónicas, correos electrónicos y WhatsApps han acotado un área de unas cuatro millas cuadradas en el noreste de Long Island. Ahora mismo se está investigando a cada propietario e inquilino de cada casa de esa zona. Estimamos que en diez días habremos descubierto el refugio de Margaret Foster.

-Diez días es demasiado tiempo. Cuando lo encuentren lo hallarán vacio como ocurrió con su anterior refugio. Salgan a por él y hagan lo necesario para acortar el plazo en no menos de la mitad. Y háganme el favor de no abandonar la búsqueda de Homer.

Con esta severa recomendación del enojado O´Connell se dio por finalizada la reunión y sus componentes salieron como balas para tratar de cumplir las órdenes del general.

Mientras, Margaret y Bob conversaban en Hempstead sobre la forma de meterle mano al general, una vez que Pieterf dejara la casa después de su pesimista informe.

-Has dicho que tenías un plan -recordó Margaret.

-Bueno...he de confesarte que era un farol -replicó Bob. Y ante el mohín de disgusto de Margaret continuó-. Estaba Pieterf tan desanimado que me pareció oportuno aportar un poco de optimismo a la reunión.

-Sabes bien que no era por eso. ¡Cuándo acabará esa condenada manía que le tienes!

-No, no. No es manía. Lo que pasa es que tantos años de trabajo en ese despiadado mundo del espionaje me han enseñado a no fiarme de nadie. Me parece que con eso no hago ningún mal y, en cambio, protejo nuestros asuntos.

-Bien, pues sigue así si te place, pero me gustaría que confiaras un poco más en él. En realidad, se ha limitado a presentarnos las dificultades, casi insalvables, que representa un asalto a la sede del SSD. y, no lo olvides, nadie mejor que él para conocerlas.

-Mira Margaret, en este negocio no hay nada imposible. Y otra cosa que he aprendido en mi profesión es que, cuanto más complicado es el problema al que te enfrentas, más sencillo debe ser el procedimiento que necesitas aplicar para resolverlo.

-Lo que tú quieras. Pero dime: tienes pensado algo, sí o no.

-Algo sí, pero necesito organizar mis ideas y madurar un plan que funcione. Tampoco tú debes olvidar que contamos con una ventaja decisiva, al poder contar con un arma tan poderosa como son los equipos de ocultación de William.

-No me olvido -replicó Margaret, con un ligero gesto de fastidio- Lástima que nuestros equipos no nos permitan evitar los sofisticados sistemas de seguridad del edificio.

-Esa es la cuestión. Tenemos la oportunidad de pasar inadvertidos a la observación de cámaras y personas, pero aun así, debemos solventar estas dificultades: Cómo burlar los sistemas de control de tránsito y de qué manera lograremos acceder a la cámara acorazada de O´Connell. Además hay una consideración previa: ¿Qué es más conveniente, un asalto nocturno o una operación realizada a plena luz del día?

-¿Y qué propones?

-Mi plan consiste en afrontar el problema de forma gradual: paso a paso. Estas tres preguntas representan tres fases de estudio a superar. Solo alcanzaremos el éxito si somos capaces de dar respuesta a las tres, en caso contrario tendré que rendirme a la evidencia y dar la razón a Pieterf.

-Mira Bob, no me descubres nada con esto. Yo sigo viéndolo igual de negro que Pieterf. Aunque...,bueno, quiero confiar en ti. Lo necesito.      

viernes, 12 de diciembre de 2014

Capítulo XXXIV

La sombra de un fantasma sin nombre, porque no es de nadie, sobrevuela New York


Por fin, después de muchos días de continua preocupación, sobresaltos y de sufrir situaciones peligrosas sin cuento, Margaret pudo gozar de un tiempo de calma y solaz. Respiró al fin tranquila: Había cumplido la firme promesa que formuló al dejar España, con el propósito de vengar el asesinato de su hijo Joe.

La muerte de Rossano, el hombre que ordenó aquel despiadado crimen, había colmado su sed de revancha y, en aquel momento, se hallaba con el ánimo sosegado, plena de calma, ante una caja que contenía algunos recuerdos personales de Joe. Fue un afortunado hallazgo, descubierto, junto al resto de la documentación, durante el asalto nocturno al apartamento de su hijo en Los Cloisters, sin que hubiera tenido la oportunidad de revisarlo desde entonces.

Hacía menos de una hora que Pieterf le había llamado para anunciarle su llegada y mataba el tiempo de la espera, revisando su emotivo contenido. En su interior había cartas, fotografías, videos y los más variados objetos, recuerdos, quizás, de viajes o, también, de momentos felices vividos, merecedores de ser recordados y atesorados.

De pronto, reparó en una hoja manuscrita. La leyó y no pudo reprimir que un torrente de lágrimas inundara sus ojos y los desbordara, para resbalar por sus mejillas hasta rociar su regazo.

En ese momento, el timbre de la puerta sonó anunciando la llegada de Pieterf. Margaret ahogó un suspiro e intentó borrar precipitadamente las huellas de su conmovedora evocación, antes de franquearle la entrada.       

Pero sobre su humedecido rostro quedaban sin restañar los restos de su anterior llanto y a Pieterf no le pasaron desapercibidos.

-¿Qué ha pasado, Margaret? -preguntó, preocupado- Noto que has tenido un disgusto.

-No ha sido un disgusto. He llorado, sí, pero ha sido de emoción. Toma. Lee esto -Margaret le entregó el escrito y él lo leyó en silencio. Decía así:

 
To Mum On Her Birthday


On your happiest day,

The day of your Birth,

A poem to you will be

My best possible gif:


I woke up early today

To meet a shiny ligth.

It was the rising sun

That came to greet you, mum.

 

Me too I want to express

How much I love you, mum,

Because you gave me life

And everything I possess.

 

I promise I´ll always love you, mummy!

This is true as the sky is starry!

 J. F.

 El pequeño había querido expresar algo parecido a esto:

A mami en el día de su cumpleaños

En este tu feliz día - día de tu cumpleaños - quiero escribirte un poema - como mi mejor regalo.

Hoy me levanté temprano - y encontré una luz radiante - era el sol que amanecía - y venía a saludarte.

Yo también quiero decirte - ¡Oh mami, cuánto te quiero! - porque me diste la vida - y todo lo que yo tengo.

Mami, mami, te prometo - quererte tanto y tan cierto- como estrellado es el cielo.

-Bonitas palabras -afirmó Pieterf- Son de tu hijo Joe ¿eh?

-Sí, me las escribió cuando apenas contaba con nueve años. No podía imaginar que después de tanto tiempo guardara todavía este infantil poema. A pesar de tener el corazón endurecido por tantos penosos avatares como la vida me ha obligado a superar, no he podido retener las lágrimas -reconoció Margaret, al tiempo que su voz se quebraba al pronunciar estas últimas palabras.

Pieterf apoyó su brazo sobre los hombros de Margaret, en una clara actitud de ofrecerle su aliento y su amigable apoyo. Y durante ese mutuo contacto, sin proponérselo, ambos sintieron la misma mágica sensación que experimentaron al estrechar sus manos por primera vez. Se miraron durante unos segundos con expectante sorpresa, envueltos en una fascinante percepción, a la vez que presos de una muda e indefinible emoción.

Pero no hubo más. La emotiva escena quedó interrumpida por la aparición de Bob Bryan, que acudía a la llamada que le hizo Margaret anunciándole la llegada de Pieterf, para deliberar sobre el pendiente ataque al general O´Connell.

Pronto se hallaban inmersos en la discusión de cómo afrontar el reto de acabar con su peligroso enemigo.

-Por más vueltas que le doy a este asunto -confesó Pieterf-, no consigo ver la forma de acceder a la documentación secreta de O´Connell. He pensado en olvidarnos de él y trabajar sobre sus compinches en las altas esferas. Ellos serán mucho más permeables y podremos obtener con mayor facilidad la información necesaria sobre sus asuntos ilegales comunes. Hecho esto, lo tendremos en nuestras manos, bien agarrado.

-¡Ni hablar! -exclamó Bob- Eso nos llevaría meses de nuevas pesquisas. Sería como partir de cero. Te recuerdo que tanto tú, como Margaret estáis amenazados de muerte por este cerdo y ella está mucho más expuesta. Debemos actuar sin demora e ir directamente contra el general. Si otros caen con él, será un valor añadido, pero nada más.

-Creo que Bob tiene razón -terció Margaret.

-Lo entiendo -concedió Pieterf- pero ya me diréis cómo hacerlo. Tal como yo lo veo, ir de frente contra el general es una misión imposible. Nos estrellaríamos contra el muro impenetrable de su poderosa organización.

-Eso habrá que verlo -aseguró Bob, que todo lo que fuera contradecir a Pieterf le hacía crecerse, más aun estando Margaret presente- He obligado a nuestro cautivo Homer a colaborar para levantar un plano completo de la sede del SSD. Quiero que lo revises y corrijas o completes todo lo que creas conveniente. Indícame en él, por favor, todos los elementos de seguridad que conozcas.

-No hay problema, aunque me temo que de poco te va a servir.

-Yo espero que sí. Estoy elaborando un buen plan y pronto te lo haré saber -terminó así Bob la discusión.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Capítulo XXXIII


Era noche cerrada. Pieterf alzó las solapas de su raido gabán, parte del habitual disfraz que usaba para representar a un tipo anodino y vulgar. Argucia esta que le permitía pasar inadvertido en la mayoría de los ambientes urbanos de la ciudad. Hacía frío. El húmedo aliento del Hudson le obligó a arrebujarse entre la gruesa ropa que vestía, mientras aceleraba el paso, intentando paliar los continuos escalofríos que le asaltaban.

En realidad, se hallaba completamente aterido de frío. Había permanecido varias horas vigilando la sede del SSD y ahora regresaba a pie hacia uno de sus refugios, después de haber dejado Staten Island en el último ferry.

Caminaba pensativo por Whitehall St. Por más vueltas que le daba al asunto, no lograba hallar las claves necesarias para elaborar un plan medianamente viable, que le permitiera llegar hasta el despacho del general O´Connell. Eran demasiados los obstáculos que había que superar en aquel edificio, convertido en un auténtico fortín inexpugnable.

Decidió cruzar por Stone St. y entrar en la Taberna de Murphy, con la intención de templar un tanto su entumecido cuerpo, con la ayuda de unos cuantos tragos de Whisky. Fue un acierto. El caldeado ambiente de su interior no tardó en reconfortar tanto su cuerpo, como su decaída moral.

Tras un par de vasos bien cumplidos del ardiente licor, reparó que su vecino de banqueta, un enorme negro, tan ancho como alto, se afanaba en devorar un hermoso pollo asado, bien servido con una abundante guarnición de magnífico aspecto.

Aquella visión le hizo sentir un profundo hueco en sus tripas y recordó, entonces, que durante todo el día, solo un perrito caliente, tomado con prisa al mediodía, había entrado en su estómago. Echó un vistazo a la pizarra donde estaba escrito a mano el menú de la casa y comprobó lo poco que había allí para elegir: Chicken cocinado de tres maneras distintas, Cheese and Vegetable Soup, Grilled Steak o Fish and Chips.

Decidió imitar a su vecino y pidió el pollo asado. Aquello tenía una pinta inmejorable y no era sensato arriesgarse a fallar con alguno de los demás platos.

Mientras consumía la sabrosa ave con buen apetito, no dejaba de pensar en el arduo problema que atormentaba su mente. Sabía que entrar en el despacho de O'Connell era indispensable para obtener las pruebas incriminatorias que necesitaba, a fin de acusar al general de los delitos que le había endosado a él. Solo así podría librarse de la persecución de todas las policías del Estado. Por fortuna, la extraña muerte del capo Rossano le había liberado de la amenaza que pendía sobre su cabeza, desde la muerte de dos de sus pistoleros, en el tiroteo provocado por los hombres de Homer, el esbirro de O´Connell, a buen recaudo en el refugio de Bob.

Pero...¿Cómo hacerlo? Tenía que descartar un ataque frontal a la sede del SSD. No contaban con el personal preciso, pues se necesitaría no menos de un par de docenas de hombres bien entrenados para intentarlo. La otra opción, realizar el asalto durante la noche, era más factible, pero ¿cómo evitar los numerosos controles dispuestos hasta llegar al despacho de O´Connell, aun contando con la forzada colaboración de Homer? Y una vez allí ¿quién abriría su infranqueable cámara acorazada?    

Imposible raptar al general como lo había hecho con Homer: Jamás salía a la calle sin una fuerte escolta y su coche era indestructible, al estar provisto de un poderoso blindaje. Por otro lado, su casa se había construido, también, como un bastión impenetrable.

Podía matarle, claro, pero eso, que quizás contara con la aprobación y el agradecimiento de Margaret, tampoco resolvía su problema personal. Cada vez estaba más convencido de que jamás encontraría una solución acertada trabajando por ese lado. Quizás fuera necesario replantear de nuevo el asunto y atacar por otro flanco menos protegido, investigando a sus compinches en las altas esferas del poder.

Tan enfrascado estaba en sus pensamientos, que se sorprendió al ver el plato vacío y advertir de que, casi sin enterarse, había dado buena cuenta de la comida. Pagó y salió a la calle.

De no estar tan absorto por todas aquellas reflexiones, quizás se hubiera percatado de que dos tipos de aspecto sospechoso no dejaban de observarle. Tan pronto Pieterf dejó la taberna, ellos salieron tras él.

Pieterf, que mantenía ese sexto sentido de superviviente aun en los momentos de mayor relax, se dio cuenta de que era seguido, tan pronto dobló la esquina de Stone con Broad St. Siguió por esta calle en dirección a Beaver St., importunado al comprobar que parte de ella se hallaba deficientemente iluminada, debido a varias obras que se estaban realizando en algunos edificios de sus dos aceras. Era evidente que iban tras él con la intención de asaltarle,  aprovechando la oscuridad y la soledad que envolvían la calle. Quizás eran solo una pareja de rateros que habían estimado tarea fácil atracar a aquel insignificante hombrecillo.

Se volvió al sentir la cercanía de los dos hombres tras él.

-¿Qué quieren? -dijo Pieterf con voz temblorosa.

-¡Venga viejo, la pasta! ¡Rápido! -exclamó uno de ellos, empuñando un largo cuchillo.

-¡No, por favor! ¡No me hagan daño! ¡Les daré lo que quieran! -La voz de Pieterf sonó impregnada de angustia y temor, mientras retrocedía un par de pasos.

El tipo del cuchillo insistió en su demanda, al tiempo que adelantaba el brazo que portaba el arma, acercándola al cuello de su víctima.

En ese instante, Pieterf agarró por la muñeca el brazo en el que su agresor portaba el cuchillo y dando un veloz giro lo volteó sobre su hombro. El codo del asaltante emitió un siniestro crujido, acompañado por el grito de dolor de su dueño.

-¡Ay, ay, ay! -se quejaba a grandes gritos, mientras se agarraba el antebrazo convertido en un colgajo- ¡Este cabrón me ha roto el brazo!

El otro agresor, tras unos segundos de vacilación, avanzó hacia Pieterf blandiendo una porra, con ánimo de terminar la faena que su compañero no había logrado ni siquiera empezar.

Una fuerte patada de Pietref, diestramente dirigida a los tobillos del segundo asaltante, le hizo caer al suelo. Otra, enviada a sus costillas con aun más violencia, le rompió varias. A continuación, un violento pisotón sobre una de sus rodillas le hizo revolcase por el pavimento, incapaz de soportar el castigo recibido. Sus gritos de dolor se unieron a los gemidos de su compañero.

-Qué, amiguitos ¿necesitáis más pasta? -preguntó Pieterf burlón- Si os apetece continuamos la sesión.

Pocas ganas tenían ambos de pelea. Pieterf ayudó a levantarse al caído y después contempló cómo se alejaban renqueantes.

-Esos se lo pensaran mucho antes de volver a intentar desbalijar a otro anciano -se dijo, esbozando una amplia sonrisa.

Caminó una milla más hasta su refugio en Chinatown, aunque lo hizo a través de calles algo más transitadas para evitar otro desagradable encuentro. No era problema. Manhattan es una de esas zonas de Nueva York de la que se dice que nunca duerme. Salvo unas pocas travesías, la mayor parte de las avenidas están concurridas por gentes que van o vienen a distintas ocupaciones unos, y a los más diversos y festivos entretenimientos otros. Las infinitas luces de sus edificios, siempre encendidas, lo confirman.

Pero no por eso dejó de cavilar sobre aquel tremendo problema que martirizaba su mente. Al día siguiente debía hablar con Margaret y Bob Bryan, pero aun no sabía qué decirles.  

lunes, 1 de diciembre de 2014

Capítulo XXXII


Cuando uno de los secuaces de Rossano entró en el despacho de su despótico jefe, un par de horas más tarde, una inmensa sorpresa le aguardaba. Gritó, alarmado, pidiendo ayuda, al ver a su jefe caído en el suelo y tieso más que un palo, pero nada pudo hacer el resto de pistoleros que acudieron a sus voces, salvo solicitar la ayuda de las asistencias.

Los médicos del Emergency Response diagnosticaron muerte natural, aunque condicionaron su dictamen al resultado de la reglamentaria autopsia, ante las extrañas circunstancias que rodeaban la muerte del capo. En efecto, nadie podía explicar el desorden que imperaba en la estancia, ni el origen de las pintadas que aparecían en la pared. Mucho menos, el motivo por el cual, el cadáver aparecía rebozado de pintura roja. Sobre todo, tras la declaración de varios testigos, asegurando que nadie había entrado en la habitación. En esto no cabía duda alguna, ya que la entrada, y todos los accesos posibles hasta llegar a la estancia, habían estado fuertemente vigilados durante todo el tiempo.

Nadie podía sospechar que hubiera alguien, como Bob y Margaret, capaces de entrar y salir de allí, sin ser vistos, con la mayor tranquilidad del mundo, gracias a los sofisticados equipos de ocultación que poseían.

La muerte de Rossano supuso un periodo confuso en el hampa de NY. agravado por la intervención de las autoridades de la City, que se vieron obligadas a tomar drásticas medidas en contra de la mafia, espoleadas por la prensa y la opinión pública, tras la escabechina en el Black Pearl,

Pero no duró mucho esa situación. Pronto los negocios mafiosos volvieron a su criminal normalidad, a pesar de que, tanto el alcalde, como el gobernador del Estado, trataron de impedir su actividad, aplicando en su acción todos los medios policiales y jurídicos a su alcance.

En efecto, la desaparición de Rossano encumbró a varios otros jefecillos que, tan pronto los luctuosos sucesos acaecidos en la ciudad perdieron actualidad, se repartieron más o menos amigablemente el negocio, al beneficiarse de que las redes de distribución y acopio de droga, así como las demás infraestructuras del crimen, se mantuvieron casi intactas.

El mismo Grosseto apenas se vio importunado por sus sangrientas maniobras. Cuando la policía llegó al Black Pearl, solo encontró muertos y moribundos de Rossano. Toda su gente había desaparecido, incluidos tres empleados que, aun sin conocer, ni tener nada que ver con los manejos ilegales de su patrón, salieron huyendo de allí y no se les ocurrió aparecer por aquel barrio en su vida, al no saber bien a quién temer más, si a los pistoleros del local, a sus enemigos o a la propia policía. Así, Grosseto halló vía libre para la expansión de sus negocios ilícitos en NY.

Fue, sin duda, el mayor beneficiado por la muerte de Rossano. La ciudad se hallaba "virgen" en el campo de algunos negocios ilegales, tales como el amaño de presupuestos en toda clase de obra pública, su adjudicación fraudulenta, el tratamiento ficticio y doloso de las basuras y residuos industriales, la coacción y fraude en los transportes, el blanqueo de dinero y otras muchas actividades económicas, situadas a caballo de la fina e imprecisa frontera que separa lo legal de lo ilegal, donde Grosseto se movía con admirable soltura y destreza.

Hasta entonces, esta peculiar labor venía siendo realizada por políticos   venales o poco escrupulosos, comisionistas, promotores y hombres de negocios dedicados a la especulación, todos ellos de forma limitada e inconexa y sin la conciencia de estar cometiendo un delito y sí un pingüe negocio, lógica consecuencia de su estimable habilidad y perspicacia.

Cuando Grosseto aterrizó en New York con toda su "tropa" y se vio libre de molestas rivalidades, le costó muy poco hacerse con el control de todos estos negocios. Creó una tupida red de colaboradores, al estilo de la que había organizado en Philadelphia, copiada de los nuevos sistemas impuestos por la camorra napolitana en sus ilegales trapicheos, y se apartó de las acciones violentas y criminales, tales como la extorsión, la droga, el juego y la prostitución, el violento campo de acción de Rossano. No es que le repugnara la violencia, solo que consideraba que debía aplicarse únicamente en casos muy concretos e inevitables.

Contaba con una gran experiencia y un buen entrenamiento en el manejo de toda clase de negocios ilícitos y clandestinos, al haberlos introducido, con buen éxito y durante años, en el Estado de Pensilvania. Era por esto, por lo que poco le apuró la resistencia inicial que halló en algunos "peces gordos" de NY. para cederle sus irregulares ganancias. Sabía muy bien cómo hacer frente a esas contingencias y de qué manera había que tratar esos casos y a esas personas.

-¿Qué noticias me traes de la Big Apple? -Grosseto estaba de muy buen humor cuando recibió la visita de Tony Capelo, su hombre de confianza en NY City, y no se recató un ápice en demostrarlo con efusión, mediante una amplia sonrisa, un alegre tono de voz y un afectuoso abrazo.

-Todas buenas. O casi todas. Seguimos avanzando en la implantación de nuestros intereses en la ciudad a un ritmo muy satisfactorio y, poco a poco, se va consolidando nuestra posición allí. Sin embargo, no todo rueda como deseamos. Hemos hallado alguna resistencia en ciertos estamentos de la administración municipal y estatal.

-Bueno, es natural. No esperaba otra cosa. Sin embargo, con la muerte de Rossano se fue nuestro mayor obstáculo. Cuéntame lo que haya.

-Hay un concejal del Borough de Brooklyn que nos esquiva y presiona a nuestros hombres del Council para que voten en contra de nuestros presupuestos. He probado a "entrarle" de varios modos sin éxito y ya no sé qué hacer.

-¡Ay Tony, Tony! ¡Cuánto tienes que aprender todavía! Atiende: Vas a enviarle un buen regalo. Pero un buen regalo de verdad ¿eh? Uno que no baje de 100.000 $. Si lo acepta ya es tuyo. Pero si lo rechaza, olvídate de él y busca aliados entre sus subordinados. ¿Está claro?

-Sí, sí, jefe. Pero así hice con un Senador y el fulano se quedó con el regalo y sigue sin favorecernos.

-¡Ojo! ¿Ese Senador es del Estado o Federal?

-¡Cielos, no! Pertenece al Senado del Estado de NY. Tengo muy presente que Vd. no quiere que nos metamos en asuntos federales.

-Bueno, no te preocupes. Ese tío es un cabrón ambicioso incapaz de mantener la palabra dada. No es de fiar y hay que neutralizarlo. Investiga sus puntos débiles, que seguro los habrá. Pero si no los encuentras, no hay cuidado, los fabricaremos hasta conseguir su descrédito. ¿Qué más?

-Tengo a dos asambleístas en el bolsillo, aunque poco negocio hemos conseguido a través de ellos.

-Y seguirás sin obtenerlo. Esos pájaros pintan poco. Céntrate en el Council de la ciudad. El presupuesto de la Alcaldía ronda los 78 mil millones de dólares y de ellos tenemos que llenar nuestro saco. Pero no te olvides de aquello que no dejo de repetiros. No queráis llevaros todas las ganancias. Dejad lo suficiente para que nuestros colaboradores estén satisfechos. La excesiva ambición acaba por resultar un mal negocio.

Con este paternal talante, continuó Grosseto aleccionando a su pupilo. Nadie diría que estaban tratando asuntos fuera de la ley. Muy al contrario, el orondo capo, dueño de una beatífica imagen, más propia de un experto y honrado repostero, daba la impresión de estar instruyendo a uno de sus allegados más queridos en los principios del buen transitar por el recto sendero de la vida.

-¿Y qué tal con la nueva sede? -acabó por preguntar a Tony Capelo.

-Muy bien. Fue una magnífica idea continuar en White Plains. A nadie se le ocurrirá buscarnos a tres cuadras del Black Pearl. El edificio es mucho mejor y las comunicaciones siguen tan apropiadas como antes.    

sábado, 8 de noviembre de 2014

Capítulo XXXI


Bob Bryan regresó a toda prisa al refugio de Hempstead, donde esperaba Margaret. Tan pronto llegó a la casa, ella le apremió para que detallara su propuesta de intervenir contra Rossano.

-¡Por fin! Estaba deseando entrar en acción de nuevo. Pero dime: ¿Qué propones?

-Vamos a dar un buen susto a ese bestia de Rossano. Es el momento ideal para aprovechar su merma de efectivos y sacar partido a su desastre en el Black Pearl. Hoy es nuestro día. Nunca será más vulnerable

-De acuerdo -asintió Margaret- ¿Cuándo vamos a por él?

-Ahora mismo, antes de que se reponga del descalabro de esta mañana. Revisamos a fondo los equipos de ocultación y nos largamos para allá a continuación.

Rossano se hallaba en una amplia, aunque algo destartalada, estancia de su cubil en Little Italy, en la que tenía instalado algo parecido a un despacho, uso que compartía con alguna que otra inconfesable actividad. A pesar de que disponía de una gran mansión en Sands Point, cerca de Port Washington, en Long Island, lugar donde residía gran parte de la gente con mayor fortuna de N.Y., era allí, en aquel abigarrado barrio, donde se sentía más a gusto y seguro.

Era su barrio, el lugar donde nació, protagonizó sus primeras pillerías y donde creció hasta llegar a reinar, con absoluto dominio, sobre las vidas y haciendas de sus habitantes. Gozaba con el ejercicio de aquel ilimitado poderío que le permitía experimentar una sensación tan intensamente embriagadora, como ninguna otra. No era mucho menor el placer que sentía al manejar con mano dura sus criminales negocios, empleándose con la misma férrea determinación del capitán de barco que dirige su arbolado navío, desafiando huracanes, bajíos, escollos y encalmadas, sin trabas que le frenaran, ni arredro por el daños sin cuento que ocasionaba.

Caminaba a grandes pasos por la habitación, nervioso y sofocado, hablando por teléfono a grandes voces, adornadas  con  gruesos improperios y airados aspavientos. La fallida expedición de castigo contra Grosseto le había dejado sin sus mejores hombres y trataba de reclutar nuevos pistoleros entre las "sucursales" de la Costa Este. Debía reforzar su tropa en la ciudad, a la mayor brevedad, antes de que aquel gordo del demonio intentara  golpearle de nuevo, aprovechando su actual debilidad.

De vez en cuando, empleaba el corto tiempo entre llamada y llamada para secarse el sudor de su frente y cuello, mediante bruscos y apresurados gestos, con el inmaculado pañuelo asomado al bolsillo superior del impecable traje que vestía, demasiado ajustado para resultar elegante .

Justo en el preciso momento, en el que Rossano alzaba, acalorado, sus voces más gruesas y una catarata de improperios caía sobre su interlocutor telefónico, tal vez por haberle contrapuesto algún "pero" a su demanda, algo muy extraño sucedió en aquella habitación.

De improviso, la base del inalámbrico que estaba usando salió disparado de la mesa en la que se asentaba y fue a estrellarse contra la pared de enfrente. La comunicación se interrumpió al hacerse añicos el aparato en cuestión.

-¡Pero que jo...! -el desconcierto impidió a Rossano concluir la frase.

Se acercó, indeciso, hasta donde habían quedado los restos de su flamante artefacto -el más caro que había en el mercado- y quedó allí, durante unos segundos, contemplándolos sin entender nada de lo que había sucedido.

En esa actitud se hallaba, cuando algo parecido a un velo le rozó el cogote. Se volvió, sobresaltado, pero allí no había nada ni nadie.

Su corazón, que ya había alterado su ritmo a causa de las anteriores broncas, comenzó a latir fuerte en sus sienes. Se dirigió hacia la mesa escritorio e, instintivamente, abrió el cajón donde guardaba una reluciente pistola automática. La empuñó, pero volvió a dejarla en el cajón. ¡Qué podía hacer con ella, si no había nadie en la estancia!

De pronto, unos toscos trazos de pintura roja, que asemejaba sangre, fueron apareciendo misteriosamente en la pared que había frente a él, hasta componer la palabra MURDERER.

Ahora sí. Aterrado, echó mano a la pistola y dio un salto atrás, haciendo caer la silla al suelo, mientras apuntaba su arma en todas direcciones. Duró poco en su mano. Un fuerte golpe en ella le obligó a soltarla, arrancándole, a su vez, un grito de dolor.

-¡Maldita sea! ¡Quién eres y qué diablos quieres de mí! -exclamó Rossano, al sospechar que aquellos misteriosos hechos estaban provocados por un mismo extraño ser, de índole sobrenatural y quizás de otro mundo.

En la misma pared, con idénticos trazos e igual pintura, fue apareciendo, letra a letra, este otro mensaje: REMEMBER CHRISTOPHER KEANE

Era ese el falso nombre que Joe Foster, el asesinado hijo de Margaret, usaba en New York.

Difícil recordar en ese momento a uno de los muchos tipos que había hecho matar, además de tantos otros que él mismo envió al otro barrio, pero una inmediata y copiosa corriente de adrenalina le ayudó a evocar la ejecución de aquel jovenzuelo que se pasó de listo y trató de engañarle.

No había duda. Se trataba de la misma ánima errante que presintió Oscar, el encargado del Red Lion. Ahora venía a por él con la intención de vengar su muerte.

Pero ¿por qué? -su cerebro trabajaba a la máxima presión y actividad- Sí, le había hecho matar, pero él se hizo merecedor de aquel castigo por su deslealtad y exceso de ambición. Además había sido una muerte rápida, sin causarle el más mínimo sufrimiento. ¿Qué podía tener este hombre contra él, para que quisiera vengarse, cuando no lo habían hecho ninguna de sus otras muchas víctimas?

Estos pensamientos le ocuparon apenas un par de segundos, porque, de repente, un chorro de pintura roja, la misma con la que se escribieron los dos rótulos y con su mismo aspecto de sangre humana, cayó sobre su pecho. Apareció de ningún sitio, de la nada, como por una aparente generación espontanea. Cubrió por completo la pechera de su traje, le salpicó el rostro y fue escurriéndose hasta caer goteando al suelo.

Horrorizado, trató de pedir auxilio a grandes voces, pero estas se quebraban en su garganta, atenazada por el terror que sentía, y no pudieron ser oídas por sus hombres. Y si las escucharon no hicieron caso. No era extraño. Durante toda la tarde, Rossano había estado dando gritos por teléfono y sus sicarios sabían muy bien que, cuando su jefe levantaba la voz de aquella manera, la prudencia aconsejaba guardar la mayor distancia posible con él.

Intentaba dirigirse hacia la puerta del despacho para huir por ella, cuando sintió como si un acerado puño le estrujara el pecho y un vivísimo e insoportable dolor se instaló en él. El espanto se adueñó de su rostro. Sus ojos se agrandaron hasta alcanzar un desmesurado tamaño y abrió su boca tanto como pudo, en un desesperado intento de aspirar el aire que faltaba en sus pulmones. Todavía trastabilló unos pasos en dirección a la puerta. Por fin, tras producir un ronco estertor de moribundo, dobló sus rodillas y cayó al suelo fulminado.

-¡Oye, este tío se ha muerto! -la voz de Margaret, que se mantenía por completo invisible, sonó en la estancia, revelando la identidad humana de aquella fantasmal ánima vengadora.

-Sí, sí -asintió Bob, poseído con  la misma invisibilidad que Margaret, después de un breve reconocimiento del cadáver- Está frito del todo. Parece que ha sufrido un infarto agudo de miocardio y ha palmado.

-Bien -concluyó Margaret- Su muerte ha evitado manchar mis manos con la sangre de este asesino. De cualquier forma, Joe, mi querido hijo, ha sido vengado.        

miércoles, 29 de octubre de 2014

Capítulo XXX


Cuatro potentes y veloces automóviles partieron de Little Italy y enfilaron la FDR Drive. Estaban ocupados por los doce pistoleros más fieros y sanguinarios del capo Rossano, además de los cuatro conductores y su lugarteniente Marko al mando.

Llegados al Bronx, tomaron la Bronx River Pkwy que habría de conducirles, directamente, hasta White Plains, donde Grosseto había instalado su central neoyorkina de negocios: el Night-club The Black Pearl, en el 107 de Mamaroneck.

El astuto Danny Grosseto no había elegido este local al azar. Muy al contrario, lo había seleccionado en una zona muy próxima a los límites de los Estados de New Yersey y de Connecticut. Esta situación le proporcionaba un buen escape, en caso de necesidad, además de una aceptable conexión con Philadelphia, a través de la Interestatal 95, una ruta segura, rápida y discreta.

Era temprano, las siete de la mañana, cuando la tropa de Marko llegó a las inmediaciones del Black Pearl. Era una buena hora para sorprender a los sicarios de Capelo, uno de los lugartenientes de Grosseto y el encargado de sus negocios en la ciudad de los rascacielos. En aquel momento las puertas de servicio se abrirían al personal de limpieza, mientras que los pistoleros de guardia estarían desperezándose. El resto continuaría durmiendo aun, arrullados por el exceso de alcohol en su cuerpo, debido a los reiterados tragos ingeridos durante su bronca labor de vigilancia y mantenimiento del orden, en las locas noches del Night-club. Además, habría que añadir, sin duda, el probable sueño perdido en atender los favores de una o varias de las golfas que revoloteaban por el local.

El Pearl disponía de un amplio parquin en una plazoleta interior, pero su entrada y salida se realizaban por un mismo estrecho callejón lateral, muy fácil de bloquear, por lo que decidieron dejar los coches aparcados en las dos calles trasversales anteriores al club, por seguridad y para no llamar la atención: dos en Martine Ave. y otros dos en Michel Pl.

Hecho esto, los trece hombres se fueron acercando al local enemigo en grupos de dos o tres individuos, con precaución y sigilo, tratando de pasar inadvertidos, tanto a los hombres del club como a los transeúntes. Aunque estos, en aquella hora y dado lo alejado del lugar, con muy pocas casas de vecinos, eran escasos o inexistentes en la práctica.

Dos de los asaltantes se colaron con rapidez por una estrecha puerta de servicio que permanecía abierta del todo. No tardaron en aparecer para indicar que habían encontrado vía libre y, en cuanto vieron la señal,  los restantes miembros de la banda descubrieron sus armas y se introdujeron en el edificio con la ferocidad y virulencia de fieras sedientas de sangre.

Aquella entrada conducía a tres puertas, a través de un estrecho pasillo. Dos de ellas estaban cerradas y daban acceso a la bodega y a la cocina, lugares donde la actividad comenzaría mucho más tarde. Con toda seguridad, no antes del mediodía. La tercera comunicaba con un amplio y alargado hall, donde estaba situado el guardarropa y un pequeño puesto para la venta de tabaco, algunos complementos para fumadores y unos cuantos objetos variados para recuerdo de turistas. En él se hallaba la puerta principal, adornada con abundante neón multicolor, que en ese preciso momento se encontraba cerrada y con sus llamativas luces apagadas. Al fondo, otra amplia puerta de batientes daba paso al salón principal.

Ya en el salón, una escalera descendía hacia el sótano, donde se hallaba instalada una discoteca con pista de baile, bar, algunas mesas y varios reservados. Otra escalera ascendía hasta la planta superior. En ella se encontraba la dirección del local y las habitaciones de los empleados, además de algunas otras estancias destinadas a distintos usos para el mantenimiento y adecuado funcionamiento del local.

Rossano había enviado varios hombres a espiar el Black Pearl la noche anterior, con el fin de conocer con detalle la distribución del local. Había que pillar desprevenidos a aquellos hijos de perra, condición primordial para conseguir dar el escarmiento que merecía el traidor y descarado  Grosseto y frenar su atrevimiento, de manera tal, que nunca jamás lo pudiera olvidar.

Sus secuaces, con Marko a la cabeza, se deslizaron con sigilo por el hall. Dos de ellos quedaron guardando la pequeña puerta de entrada, mientras otros dos se apostaron en la puerta de batientes que conducía al salón principal. Los nueve restantes se fueron introduciendo en él, portando  potentes linternas con las que alumbrarse, en busca de los previsibles pistoleros de guardia, para neutralizarlos y acceder, sin ruido, a la planta superior donde acabar con el resto de la banda.

Avanzaban despacio, silenciosos y con extrema cautela por entre unas cuantas mesas que rodeaban a un escenario lateral, cuidando de no tropezar con ningún obstáculo que pudiera alarmar a sus contrincantes.

Se hallaban ya en el centro de la extensa sala, cuando, de pronto, varios potentes focos se encendieron a la vez, convergiendo sus deslumbrantes luces sobre los asaltantes. Al mismo tiempo, una nube de proyectiles cayó sobre ellos, provocando un infernal estruendo con el estampido de sus detonaciones, portadoras de un aterrador mensaje de muerte.

Con la primera descarga, 4 ó 5 intrusos cayeron al suelo muertos o heridos de gravedad. El resto trató de hallar, con frenética desesperación, algún cobijo que les protegiera de aquella implacable ensalada de tiros.

Pero no era tarea fácil. Tony Capelo, tan astuto o más que su jefe Grosseto, sabía que los hombres de Rossano vendrían a por él y tenía preparado el lugar del encuentro con esmerado detalle. Había permitido la llegada de los asaltantes hasta el lugar dispuesto para la encerrona y allí, en el salón, instaló cuatro potentes focos para cegarles, mientras sus hombres, parapetados, les esperaban con sus armas automáticas listas. Además, había ordenado retirar la mayor parte del mobiliario, dejando solo el imprescindible para no levantar sospechas entre los asaltantes.

-¡Disparad a los focos! -ordenó Marko a sus hombres, con un potente grito.

Poco caso pudieron hacerle. Los disparos llegaban desde todas direcciones y, aquellos que habían logrado parapetarse detrás de alguna mesa, notaban tan cerca el roce de las balas, que estaban obligados a pegarse al suelo como lapas y agachar la cabeza contra él, al tiempo que trataban de protegerla con sus brazos.

Era un esfuerzo inútil. Uno a uno fueron cayendo muertos o malheridos. Solo Marko quiso vender cara su vida. Dio un salto fuera de la somera protección donde había hallado refugio y, dando un poderoso rugido, se lanzó a ciegas contra los pistoleros que tenía en frente. Disparaba como enloquecido su metralleta, mientras avanzaba con el ímpetu y la fiereza de un toro de lidia. Consiguió llegar hasta escasos metros de donde estaban parapetados sus enemigos, pero allí cayó acribillado a balazos.

Los cuatro pistoleros que habían quedado protegiendo la retirada de los suyos en las puertas fueron atacados por varios hombres de Capelo, surgidos de improviso por las otras dos puertas que habían hallado cerradas. Solo uno de ellos pudo eludir la agresión. A pesar de estar herido, corrió hacia los coches aparcados en Michel Pl., perseguido por dos contrarios. Estos llegaron antes de que pudieran escapar y acabaron a tiros con el herido y los dos chóferes.

Los dos conductores que esperaban en Martine Ave., al oír los disparos tan cerca y no ver aparecer a ninguno de los suyos, pusieron los coches en marcha y salieron de aquel lugar a todo el gas que daban sus máquinas. Rossano supo por ellos del nefasto resultado de aquella malograda incursión. En ella había perdido a sus mejores hombres.

Bob conoció la terrible contienda y el luctuoso resultado al finalizar la mañana de ese mismo día y le faltó tiempo para llamar a Margaret.

-Ha llegado el momento de que intervengamos también nosotros -dijo Bob, después de informar a Margaret con el mayor detalle que pudo.