Era
noche cerrada. Pieterf alzó las solapas de su raido gabán, parte del habitual
disfraz que usaba para representar a un tipo anodino y vulgar. Argucia esta que
le permitía pasar inadvertido en la mayoría de los ambientes urbanos de la
ciudad. Hacía frío. El húmedo aliento del Hudson le obligó a arrebujarse entre
la gruesa ropa que vestía, mientras aceleraba el paso, intentando paliar los
continuos escalofríos que le asaltaban.
En
realidad, se hallaba completamente aterido de frío. Había permanecido varias
horas vigilando la sede del SSD y ahora regresaba a pie hacia uno de sus
refugios, después de haber dejado Staten Island en el último ferry.
Caminaba
pensativo por Whitehall St. Por más vueltas que le daba al asunto, no lograba hallar
las claves necesarias para elaborar un plan medianamente viable, que le
permitiera llegar hasta el despacho del general O´Connell. Eran demasiados los
obstáculos que había que superar en aquel edificio, convertido en un auténtico
fortín inexpugnable.
Decidió
cruzar por Stone St. y entrar en la Taberna de Murphy, con la intención de
templar un tanto su entumecido cuerpo, con la ayuda de unos cuantos tragos de Whisky.
Fue un acierto. El caldeado ambiente de su interior no tardó en reconfortar
tanto su cuerpo, como su decaída moral.
Tras
un par de vasos bien cumplidos del ardiente licor, reparó que su vecino de
banqueta, un enorme negro, tan ancho como alto, se afanaba en devorar un
hermoso pollo asado, bien servido con una abundante guarnición de magnífico
aspecto.
Aquella
visión le hizo sentir un profundo hueco en sus tripas y recordó, entonces, que
durante todo el día, solo un perrito caliente, tomado con prisa al mediodía,
había entrado en su estómago. Echó un vistazo a la pizarra donde estaba escrito a
mano el menú de la casa y comprobó lo poco que había allí para elegir: Chicken cocinado de tres maneras
distintas, Cheese and Vegetable Soup,
Grilled Steak o Fish and Chips.
Decidió
imitar a su vecino y pidió el pollo asado. Aquello tenía una pinta inmejorable
y no era sensato arriesgarse a fallar con alguno de los demás platos.
Mientras
consumía la sabrosa ave con buen apetito, no dejaba de pensar en el arduo
problema que atormentaba su mente. Sabía que entrar en el despacho de O'Connell
era indispensable para obtener las pruebas incriminatorias que necesitaba, a fin de
acusar al general de los delitos que le había endosado a él. Solo así podría
librarse de la persecución de todas las policías del Estado. Por fortuna, la
extraña muerte del capo Rossano le había liberado de la amenaza que pendía
sobre su cabeza, desde la muerte de dos de sus pistoleros, en el tiroteo
provocado por los hombres de Homer, el esbirro de O´Connell, a buen recaudo en
el refugio de Bob.
Pero...¿Cómo
hacerlo? Tenía que descartar un ataque frontal a la sede del SSD. No contaban
con el personal preciso, pues se necesitaría no menos de un par de docenas de
hombres bien entrenados para intentarlo. La otra opción, realizar el asalto
durante la noche, era más factible, pero ¿cómo evitar los numerosos controles
dispuestos hasta llegar al despacho de O´Connell, aun contando con la forzada
colaboración de Homer? Y una vez allí ¿quién abriría su infranqueable cámara
acorazada?
Imposible
raptar al general como lo había hecho con Homer: Jamás salía a la calle sin una
fuerte escolta y su coche era indestructible, al estar provisto de un poderoso
blindaje. Por otro lado, su casa se había construido, también, como un bastión
impenetrable.
Podía
matarle, claro, pero eso, que quizás contara con la aprobación y el
agradecimiento de Margaret, tampoco resolvía su problema personal. Cada vez
estaba más convencido de que jamás encontraría una solución acertada trabajando
por ese lado. Quizás fuera necesario replantear de nuevo el asunto y atacar por
otro flanco menos protegido, investigando a sus compinches en las altas esferas del poder.
Tan
enfrascado estaba en sus pensamientos, que se sorprendió al ver el plato vacío
y advertir de que, casi sin enterarse, había dado buena cuenta de la comida.
Pagó y salió a la calle.
De
no estar tan absorto por todas aquellas reflexiones, quizás se hubiera
percatado de que dos tipos de aspecto sospechoso no dejaban de observarle. Tan
pronto Pieterf dejó la taberna, ellos salieron tras él.
Pieterf,
que mantenía ese sexto sentido de superviviente aun en los momentos de mayor
relax, se dio cuenta de que era seguido, tan pronto dobló la esquina de Stone
con Broad St. Siguió por esta calle en dirección a Beaver St., importunado al comprobar que parte de ella se hallaba deficientemente iluminada, debido a varias obras que se estaban realizando en algunos edificios de sus dos aceras. Era
evidente que iban tras él con la intención de asaltarle, aprovechando la oscuridad y la soledad
que envolvían la calle. Quizás eran solo una pareja de rateros
que habían estimado tarea fácil atracar a aquel insignificante hombrecillo.
Se
volvió al sentir la cercanía de los dos hombres tras él.
-¿Qué
quieren? -dijo Pieterf con voz temblorosa.
-¡Venga
viejo, la pasta! ¡Rápido! -exclamó uno de ellos, empuñando un largo cuchillo.
-¡No,
por favor! ¡No me hagan daño! ¡Les daré lo que quieran! -La voz de Pieterf sonó
impregnada de angustia y temor, mientras retrocedía un par de pasos.
El
tipo del cuchillo insistió en su demanda, al tiempo que adelantaba el brazo que
portaba el arma, acercándola al cuello de su víctima.
En
ese instante, Pieterf agarró por la muñeca el brazo en el que su agresor
portaba el cuchillo y dando un veloz giro lo volteó sobre su hombro. El codo
del asaltante emitió un siniestro crujido, acompañado por el grito de dolor de
su dueño.
-¡Ay,
ay, ay! -se quejaba a grandes gritos, mientras se agarraba el antebrazo
convertido en un colgajo- ¡Este cabrón me ha roto el brazo!
El
otro agresor, tras unos segundos de vacilación, avanzó hacia Pieterf blandiendo
una porra, con ánimo de terminar la faena que su compañero no había logrado ni
siquiera empezar.
Una
fuerte patada de Pietref, diestramente dirigida a los tobillos del segundo
asaltante, le hizo caer al suelo. Otra, enviada a sus costillas con aun más
violencia, le rompió varias. A continuación, un violento pisotón sobre una de
sus rodillas le hizo revolcase por el pavimento, incapaz de soportar el castigo
recibido. Sus gritos de dolor se unieron a los gemidos de su compañero.
-Qué,
amiguitos ¿necesitáis más pasta? -preguntó Pieterf burlón- Si os apetece
continuamos la sesión.
Pocas
ganas tenían ambos de pelea. Pieterf ayudó a levantarse al caído y después
contempló cómo se alejaban renqueantes.
-Esos
se lo pensaran mucho antes de volver a intentar desbalijar a otro anciano -se
dijo, esbozando una amplia sonrisa.
Caminó
una milla más hasta su refugio en Chinatown, aunque lo hizo a través de calles
algo más transitadas para evitar otro desagradable encuentro. No era problema.
Manhattan es una de esas zonas de Nueva York de la que se dice que nunca duerme.
Salvo unas pocas travesías, la mayor parte de las avenidas están concurridas
por gentes que van o vienen a distintas ocupaciones unos, y a los más diversos
y festivos entretenimientos otros. Las infinitas luces de sus edificios, siempre
encendidas, lo confirman.
Pero
no por eso dejó de cavilar sobre aquel tremendo problema que martirizaba su
mente. Al día siguiente debía hablar con Margaret y Bob Bryan, pero aun no
sabía qué decirles.
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