domingo, 7 de diciembre de 2014

Capítulo XXXIII


Era noche cerrada. Pieterf alzó las solapas de su raido gabán, parte del habitual disfraz que usaba para representar a un tipo anodino y vulgar. Argucia esta que le permitía pasar inadvertido en la mayoría de los ambientes urbanos de la ciudad. Hacía frío. El húmedo aliento del Hudson le obligó a arrebujarse entre la gruesa ropa que vestía, mientras aceleraba el paso, intentando paliar los continuos escalofríos que le asaltaban.

En realidad, se hallaba completamente aterido de frío. Había permanecido varias horas vigilando la sede del SSD y ahora regresaba a pie hacia uno de sus refugios, después de haber dejado Staten Island en el último ferry.

Caminaba pensativo por Whitehall St. Por más vueltas que le daba al asunto, no lograba hallar las claves necesarias para elaborar un plan medianamente viable, que le permitiera llegar hasta el despacho del general O´Connell. Eran demasiados los obstáculos que había que superar en aquel edificio, convertido en un auténtico fortín inexpugnable.

Decidió cruzar por Stone St. y entrar en la Taberna de Murphy, con la intención de templar un tanto su entumecido cuerpo, con la ayuda de unos cuantos tragos de Whisky. Fue un acierto. El caldeado ambiente de su interior no tardó en reconfortar tanto su cuerpo, como su decaída moral.

Tras un par de vasos bien cumplidos del ardiente licor, reparó que su vecino de banqueta, un enorme negro, tan ancho como alto, se afanaba en devorar un hermoso pollo asado, bien servido con una abundante guarnición de magnífico aspecto.

Aquella visión le hizo sentir un profundo hueco en sus tripas y recordó, entonces, que durante todo el día, solo un perrito caliente, tomado con prisa al mediodía, había entrado en su estómago. Echó un vistazo a la pizarra donde estaba escrito a mano el menú de la casa y comprobó lo poco que había allí para elegir: Chicken cocinado de tres maneras distintas, Cheese and Vegetable Soup, Grilled Steak o Fish and Chips.

Decidió imitar a su vecino y pidió el pollo asado. Aquello tenía una pinta inmejorable y no era sensato arriesgarse a fallar con alguno de los demás platos.

Mientras consumía la sabrosa ave con buen apetito, no dejaba de pensar en el arduo problema que atormentaba su mente. Sabía que entrar en el despacho de O'Connell era indispensable para obtener las pruebas incriminatorias que necesitaba, a fin de acusar al general de los delitos que le había endosado a él. Solo así podría librarse de la persecución de todas las policías del Estado. Por fortuna, la extraña muerte del capo Rossano le había liberado de la amenaza que pendía sobre su cabeza, desde la muerte de dos de sus pistoleros, en el tiroteo provocado por los hombres de Homer, el esbirro de O´Connell, a buen recaudo en el refugio de Bob.

Pero...¿Cómo hacerlo? Tenía que descartar un ataque frontal a la sede del SSD. No contaban con el personal preciso, pues se necesitaría no menos de un par de docenas de hombres bien entrenados para intentarlo. La otra opción, realizar el asalto durante la noche, era más factible, pero ¿cómo evitar los numerosos controles dispuestos hasta llegar al despacho de O´Connell, aun contando con la forzada colaboración de Homer? Y una vez allí ¿quién abriría su infranqueable cámara acorazada?    

Imposible raptar al general como lo había hecho con Homer: Jamás salía a la calle sin una fuerte escolta y su coche era indestructible, al estar provisto de un poderoso blindaje. Por otro lado, su casa se había construido, también, como un bastión impenetrable.

Podía matarle, claro, pero eso, que quizás contara con la aprobación y el agradecimiento de Margaret, tampoco resolvía su problema personal. Cada vez estaba más convencido de que jamás encontraría una solución acertada trabajando por ese lado. Quizás fuera necesario replantear de nuevo el asunto y atacar por otro flanco menos protegido, investigando a sus compinches en las altas esferas del poder.

Tan enfrascado estaba en sus pensamientos, que se sorprendió al ver el plato vacío y advertir de que, casi sin enterarse, había dado buena cuenta de la comida. Pagó y salió a la calle.

De no estar tan absorto por todas aquellas reflexiones, quizás se hubiera percatado de que dos tipos de aspecto sospechoso no dejaban de observarle. Tan pronto Pieterf dejó la taberna, ellos salieron tras él.

Pieterf, que mantenía ese sexto sentido de superviviente aun en los momentos de mayor relax, se dio cuenta de que era seguido, tan pronto dobló la esquina de Stone con Broad St. Siguió por esta calle en dirección a Beaver St., importunado al comprobar que parte de ella se hallaba deficientemente iluminada, debido a varias obras que se estaban realizando en algunos edificios de sus dos aceras. Era evidente que iban tras él con la intención de asaltarle,  aprovechando la oscuridad y la soledad que envolvían la calle. Quizás eran solo una pareja de rateros que habían estimado tarea fácil atracar a aquel insignificante hombrecillo.

Se volvió al sentir la cercanía de los dos hombres tras él.

-¿Qué quieren? -dijo Pieterf con voz temblorosa.

-¡Venga viejo, la pasta! ¡Rápido! -exclamó uno de ellos, empuñando un largo cuchillo.

-¡No, por favor! ¡No me hagan daño! ¡Les daré lo que quieran! -La voz de Pieterf sonó impregnada de angustia y temor, mientras retrocedía un par de pasos.

El tipo del cuchillo insistió en su demanda, al tiempo que adelantaba el brazo que portaba el arma, acercándola al cuello de su víctima.

En ese instante, Pieterf agarró por la muñeca el brazo en el que su agresor portaba el cuchillo y dando un veloz giro lo volteó sobre su hombro. El codo del asaltante emitió un siniestro crujido, acompañado por el grito de dolor de su dueño.

-¡Ay, ay, ay! -se quejaba a grandes gritos, mientras se agarraba el antebrazo convertido en un colgajo- ¡Este cabrón me ha roto el brazo!

El otro agresor, tras unos segundos de vacilación, avanzó hacia Pieterf blandiendo una porra, con ánimo de terminar la faena que su compañero no había logrado ni siquiera empezar.

Una fuerte patada de Pietref, diestramente dirigida a los tobillos del segundo asaltante, le hizo caer al suelo. Otra, enviada a sus costillas con aun más violencia, le rompió varias. A continuación, un violento pisotón sobre una de sus rodillas le hizo revolcase por el pavimento, incapaz de soportar el castigo recibido. Sus gritos de dolor se unieron a los gemidos de su compañero.

-Qué, amiguitos ¿necesitáis más pasta? -preguntó Pieterf burlón- Si os apetece continuamos la sesión.

Pocas ganas tenían ambos de pelea. Pieterf ayudó a levantarse al caído y después contempló cómo se alejaban renqueantes.

-Esos se lo pensaran mucho antes de volver a intentar desbalijar a otro anciano -se dijo, esbozando una amplia sonrisa.

Caminó una milla más hasta su refugio en Chinatown, aunque lo hizo a través de calles algo más transitadas para evitar otro desagradable encuentro. No era problema. Manhattan es una de esas zonas de Nueva York de la que se dice que nunca duerme. Salvo unas pocas travesías, la mayor parte de las avenidas están concurridas por gentes que van o vienen a distintas ocupaciones unos, y a los más diversos y festivos entretenimientos otros. Las infinitas luces de sus edificios, siempre encendidas, lo confirman.

Pero no por eso dejó de cavilar sobre aquel tremendo problema que martirizaba su mente. Al día siguiente debía hablar con Margaret y Bob Bryan, pero aun no sabía qué decirles.  

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