miércoles, 29 de octubre de 2014

Capítulo XXX


Cuatro potentes y veloces automóviles partieron de Little Italy y enfilaron la FDR Drive. Estaban ocupados por los doce pistoleros más fieros y sanguinarios del capo Rossano, además de los cuatro conductores y su lugarteniente Marko al mando.

Llegados al Bronx, tomaron la Bronx River Pkwy que habría de conducirles, directamente, hasta White Plains, donde Grosseto había instalado su central neoyorkina de negocios: el Night-club The Black Pearl, en el 107 de Mamaroneck.

El astuto Danny Grosseto no había elegido este local al azar. Muy al contrario, lo había seleccionado en una zona muy próxima a los límites de los Estados de New Yersey y de Connecticut. Esta situación le proporcionaba un buen escape, en caso de necesidad, además de una aceptable conexión con Philadelphia, a través de la Interestatal 95, una ruta segura, rápida y discreta.

Era temprano, las siete de la mañana, cuando la tropa de Marko llegó a las inmediaciones del Black Pearl. Era una buena hora para sorprender a los sicarios de Capelo, uno de los lugartenientes de Grosseto y el encargado de sus negocios en la ciudad de los rascacielos. En aquel momento las puertas de servicio se abrirían al personal de limpieza, mientras que los pistoleros de guardia estarían desperezándose. El resto continuaría durmiendo aun, arrullados por el exceso de alcohol en su cuerpo, debido a los reiterados tragos ingeridos durante su bronca labor de vigilancia y mantenimiento del orden, en las locas noches del Night-club. Además, habría que añadir, sin duda, el probable sueño perdido en atender los favores de una o varias de las golfas que revoloteaban por el local.

El Pearl disponía de un amplio parquin en una plazoleta interior, pero su entrada y salida se realizaban por un mismo estrecho callejón lateral, muy fácil de bloquear, por lo que decidieron dejar los coches aparcados en las dos calles trasversales anteriores al club, por seguridad y para no llamar la atención: dos en Martine Ave. y otros dos en Michel Pl.

Hecho esto, los trece hombres se fueron acercando al local enemigo en grupos de dos o tres individuos, con precaución y sigilo, tratando de pasar inadvertidos, tanto a los hombres del club como a los transeúntes. Aunque estos, en aquella hora y dado lo alejado del lugar, con muy pocas casas de vecinos, eran escasos o inexistentes en la práctica.

Dos de los asaltantes se colaron con rapidez por una estrecha puerta de servicio que permanecía abierta del todo. No tardaron en aparecer para indicar que habían encontrado vía libre y, en cuanto vieron la señal,  los restantes miembros de la banda descubrieron sus armas y se introdujeron en el edificio con la ferocidad y virulencia de fieras sedientas de sangre.

Aquella entrada conducía a tres puertas, a través de un estrecho pasillo. Dos de ellas estaban cerradas y daban acceso a la bodega y a la cocina, lugares donde la actividad comenzaría mucho más tarde. Con toda seguridad, no antes del mediodía. La tercera comunicaba con un amplio y alargado hall, donde estaba situado el guardarropa y un pequeño puesto para la venta de tabaco, algunos complementos para fumadores y unos cuantos objetos variados para recuerdo de turistas. En él se hallaba la puerta principal, adornada con abundante neón multicolor, que en ese preciso momento se encontraba cerrada y con sus llamativas luces apagadas. Al fondo, otra amplia puerta de batientes daba paso al salón principal.

Ya en el salón, una escalera descendía hacia el sótano, donde se hallaba instalada una discoteca con pista de baile, bar, algunas mesas y varios reservados. Otra escalera ascendía hasta la planta superior. En ella se encontraba la dirección del local y las habitaciones de los empleados, además de algunas otras estancias destinadas a distintos usos para el mantenimiento y adecuado funcionamiento del local.

Rossano había enviado varios hombres a espiar el Black Pearl la noche anterior, con el fin de conocer con detalle la distribución del local. Había que pillar desprevenidos a aquellos hijos de perra, condición primordial para conseguir dar el escarmiento que merecía el traidor y descarado  Grosseto y frenar su atrevimiento, de manera tal, que nunca jamás lo pudiera olvidar.

Sus secuaces, con Marko a la cabeza, se deslizaron con sigilo por el hall. Dos de ellos quedaron guardando la pequeña puerta de entrada, mientras otros dos se apostaron en la puerta de batientes que conducía al salón principal. Los nueve restantes se fueron introduciendo en él, portando  potentes linternas con las que alumbrarse, en busca de los previsibles pistoleros de guardia, para neutralizarlos y acceder, sin ruido, a la planta superior donde acabar con el resto de la banda.

Avanzaban despacio, silenciosos y con extrema cautela por entre unas cuantas mesas que rodeaban a un escenario lateral, cuidando de no tropezar con ningún obstáculo que pudiera alarmar a sus contrincantes.

Se hallaban ya en el centro de la extensa sala, cuando, de pronto, varios potentes focos se encendieron a la vez, convergiendo sus deslumbrantes luces sobre los asaltantes. Al mismo tiempo, una nube de proyectiles cayó sobre ellos, provocando un infernal estruendo con el estampido de sus detonaciones, portadoras de un aterrador mensaje de muerte.

Con la primera descarga, 4 ó 5 intrusos cayeron al suelo muertos o heridos de gravedad. El resto trató de hallar, con frenética desesperación, algún cobijo que les protegiera de aquella implacable ensalada de tiros.

Pero no era tarea fácil. Tony Capelo, tan astuto o más que su jefe Grosseto, sabía que los hombres de Rossano vendrían a por él y tenía preparado el lugar del encuentro con esmerado detalle. Había permitido la llegada de los asaltantes hasta el lugar dispuesto para la encerrona y allí, en el salón, instaló cuatro potentes focos para cegarles, mientras sus hombres, parapetados, les esperaban con sus armas automáticas listas. Además, había ordenado retirar la mayor parte del mobiliario, dejando solo el imprescindible para no levantar sospechas entre los asaltantes.

-¡Disparad a los focos! -ordenó Marko a sus hombres, con un potente grito.

Poco caso pudieron hacerle. Los disparos llegaban desde todas direcciones y, aquellos que habían logrado parapetarse detrás de alguna mesa, notaban tan cerca el roce de las balas, que estaban obligados a pegarse al suelo como lapas y agachar la cabeza contra él, al tiempo que trataban de protegerla con sus brazos.

Era un esfuerzo inútil. Uno a uno fueron cayendo muertos o malheridos. Solo Marko quiso vender cara su vida. Dio un salto fuera de la somera protección donde había hallado refugio y, dando un poderoso rugido, se lanzó a ciegas contra los pistoleros que tenía en frente. Disparaba como enloquecido su metralleta, mientras avanzaba con el ímpetu y la fiereza de un toro de lidia. Consiguió llegar hasta escasos metros de donde estaban parapetados sus enemigos, pero allí cayó acribillado a balazos.

Los cuatro pistoleros que habían quedado protegiendo la retirada de los suyos en las puertas fueron atacados por varios hombres de Capelo, surgidos de improviso por las otras dos puertas que habían hallado cerradas. Solo uno de ellos pudo eludir la agresión. A pesar de estar herido, corrió hacia los coches aparcados en Michel Pl., perseguido por dos contrarios. Estos llegaron antes de que pudieran escapar y acabaron a tiros con el herido y los dos chóferes.

Los dos conductores que esperaban en Martine Ave., al oír los disparos tan cerca y no ver aparecer a ninguno de los suyos, pusieron los coches en marcha y salieron de aquel lugar a todo el gas que daban sus máquinas. Rossano supo por ellos del nefasto resultado de aquella malograda incursión. En ella había perdido a sus mejores hombres.

Bob conoció la terrible contienda y el luctuoso resultado al finalizar la mañana de ese mismo día y le faltó tiempo para llamar a Margaret.

-Ha llegado el momento de que intervengamos también nosotros -dijo Bob, después de informar a Margaret con el mayor detalle que pudo.

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