Cuatro
potentes y veloces automóviles partieron de Little Italy y enfilaron la FDR
Drive. Estaban ocupados por los doce pistoleros más fieros y sanguinarios del
capo Rossano, además de los cuatro conductores y su lugarteniente Marko al
mando.
Llegados
al Bronx, tomaron la Bronx River Pkwy que habría de conducirles, directamente,
hasta White Plains, donde Grosseto había instalado su central neoyorkina de
negocios: el Night-club The Black Pearl,
en el 107 de Mamaroneck.
El
astuto Danny Grosseto no había elegido este local al azar. Muy al contrario, lo
había seleccionado en una zona muy próxima a los límites de los Estados de New
Yersey y de Connecticut. Esta situación le proporcionaba un buen escape, en
caso de necesidad, además de una aceptable conexión con Philadelphia, a través
de la Interestatal 95, una ruta segura, rápida y discreta.
Era
temprano, las siete de la mañana, cuando la tropa de Marko llegó a las
inmediaciones del Black Pearl. Era una buena hora para sorprender a los
sicarios de Capelo, uno de los lugartenientes de Grosseto y el encargado de sus
negocios en la ciudad de los rascacielos. En aquel momento las puertas de
servicio se abrirían al personal de limpieza, mientras que los pistoleros de guardia
estarían desperezándose. El resto continuaría durmiendo aun, arrullados por el exceso
de alcohol en su cuerpo, debido a los reiterados tragos ingeridos durante su
bronca labor de vigilancia y mantenimiento del orden, en las locas noches del
Night-club. Además, habría que añadir, sin duda, el probable sueño perdido en
atender los favores de una o varias de las golfas que revoloteaban por el
local.
El
Pearl disponía de un amplio parquin en una plazoleta interior, pero su entrada
y salida se realizaban por un mismo estrecho callejón lateral, muy fácil de bloquear,
por lo que decidieron dejar los coches aparcados en las dos calles trasversales
anteriores al club, por seguridad y para no llamar la atención: dos en Martine
Ave. y otros dos en Michel Pl.
Hecho
esto, los trece hombres se fueron acercando al local enemigo en grupos de dos o tres individuos, con precaución y sigilo, tratando de pasar inadvertidos,
tanto a los hombres del club como a los transeúntes. Aunque estos, en aquella
hora y dado lo alejado del lugar, con muy pocas casas de vecinos, eran escasos
o inexistentes en la práctica.
Dos
de los asaltantes se colaron con rapidez por una estrecha puerta de servicio
que permanecía abierta del todo. No tardaron en aparecer para indicar que
habían encontrado vía libre y, en cuanto vieron la señal, los restantes miembros de la banda
descubrieron sus armas y se introdujeron en el edificio con la ferocidad y virulencia de
fieras sedientas de sangre.
Aquella
entrada conducía a tres puertas, a través de un estrecho pasillo. Dos de ellas
estaban cerradas y daban acceso a la bodega y a la cocina, lugares donde la
actividad comenzaría mucho más tarde. Con toda seguridad, no antes del mediodía. La
tercera comunicaba con un amplio y alargado hall, donde estaba situado el
guardarropa y un pequeño puesto para la venta de tabaco, algunos complementos
para fumadores y unos cuantos objetos variados para recuerdo de turistas. En él se hallaba la
puerta principal, adornada con abundante neón multicolor, que en ese preciso
momento se encontraba cerrada y con sus llamativas luces apagadas. Al fondo,
otra amplia puerta de batientes daba paso al salón principal.
Ya
en el salón, una escalera descendía hacia el sótano, donde se hallaba instalada
una discoteca con pista de baile, bar, algunas mesas y varios reservados. Otra
escalera ascendía hasta la planta superior. En ella se encontraba la dirección
del local y las habitaciones de los empleados, además de algunas otras
estancias destinadas a distintos usos para el mantenimiento y adecuado
funcionamiento del local.
Rossano
había enviado varios hombres a espiar el Black Pearl la noche anterior, con el
fin de conocer con detalle la distribución del local. Había que pillar
desprevenidos a aquellos hijos de perra, condición primordial para conseguir
dar el escarmiento que merecía el traidor y descarado Grosseto y frenar su atrevimiento, de
manera tal, que nunca jamás lo pudiera olvidar.
Sus
secuaces, con Marko a la cabeza, se deslizaron con sigilo por el hall. Dos de
ellos quedaron guardando la pequeña puerta de entrada, mientras otros dos se
apostaron en la puerta de batientes que conducía al salón principal. Los nueve
restantes se fueron introduciendo en él, portando potentes linternas con las que alumbrarse, en
busca de los previsibles pistoleros de guardia, para neutralizarlos y acceder,
sin ruido, a la planta superior donde acabar con el resto de la banda.
Avanzaban
despacio, silenciosos y con extrema cautela por entre unas cuantas mesas que
rodeaban a un escenario lateral, cuidando de no tropezar con ningún obstáculo
que pudiera alarmar a sus contrincantes.
Se
hallaban ya en el centro de la extensa sala, cuando, de pronto, varios potentes
focos se encendieron a la vez, convergiendo sus deslumbrantes luces sobre los
asaltantes. Al mismo tiempo, una nube de proyectiles cayó sobre ellos, provocando
un infernal estruendo con el estampido de sus detonaciones, portadoras de un
aterrador mensaje de muerte.
Con
la primera descarga, 4 ó 5 intrusos cayeron al suelo muertos o heridos de
gravedad. El resto trató de hallar, con frenética desesperación, algún cobijo
que les protegiera de aquella implacable ensalada de tiros.
Pero
no era tarea fácil. Tony Capelo, tan astuto o más que su jefe Grosseto, sabía
que los hombres de Rossano vendrían a por él y tenía preparado el lugar del
encuentro con esmerado detalle. Había permitido la llegada de los asaltantes
hasta el lugar dispuesto para la encerrona y allí, en el salón, instaló cuatro
potentes focos para cegarles, mientras sus hombres, parapetados, les esperaban
con sus armas automáticas listas. Además, había ordenado retirar la mayor parte
del mobiliario, dejando solo el imprescindible para no levantar sospechas
entre los asaltantes.
-¡Disparad
a los focos! -ordenó Marko a sus hombres, con un potente grito.
Poco
caso pudieron hacerle. Los disparos llegaban desde todas direcciones y,
aquellos que habían logrado parapetarse detrás de alguna mesa, notaban tan cerca el roce
de las balas, que estaban obligados a pegarse al suelo como lapas y agachar la cabeza
contra él, al tiempo que trataban de protegerla con sus brazos.
Era
un esfuerzo inútil. Uno a uno fueron cayendo muertos o malheridos. Solo Marko
quiso vender cara su vida. Dio un salto fuera de la somera protección donde
había hallado refugio y, dando un poderoso rugido, se lanzó a ciegas contra los
pistoleros que tenía en frente. Disparaba como enloquecido su metralleta,
mientras avanzaba con el ímpetu y la fiereza de un toro de lidia. Consiguió
llegar hasta escasos metros de donde estaban parapetados sus enemigos, pero
allí cayó acribillado a balazos.
Los
cuatro pistoleros que habían quedado protegiendo la retirada de los suyos en
las puertas fueron atacados por varios hombres de Capelo, surgidos de improviso
por las otras dos puertas que habían hallado cerradas. Solo uno de ellos
pudo eludir la agresión. A pesar de estar herido, corrió hacia los coches aparcados
en Michel Pl., perseguido por dos contrarios. Estos llegaron antes de que
pudieran escapar y acabaron a tiros con el herido y los dos chóferes.
Los
dos conductores que esperaban en Martine Ave., al oír los disparos tan cerca y
no ver aparecer a ninguno de los suyos, pusieron los coches en marcha y
salieron de aquel lugar a todo el gas que daban sus máquinas. Rossano supo por
ellos del nefasto resultado de aquella malograda incursión. En ella había
perdido a sus mejores hombres.
Bob
conoció la terrible contienda y el luctuoso resultado al finalizar la mañana de
ese mismo día y le faltó tiempo para llamar a Margaret.
-Ha
llegado el momento de que intervengamos también nosotros -dijo Bob, después de
informar a Margaret con el mayor detalle que pudo.
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