sábado, 8 de noviembre de 2014

Capítulo XXXI


Bob Bryan regresó a toda prisa al refugio de Hempstead, donde esperaba Margaret. Tan pronto llegó a la casa, ella le apremió para que detallara su propuesta de intervenir contra Rossano.

-¡Por fin! Estaba deseando entrar en acción de nuevo. Pero dime: ¿Qué propones?

-Vamos a dar un buen susto a ese bestia de Rossano. Es el momento ideal para aprovechar su merma de efectivos y sacar partido a su desastre en el Black Pearl. Hoy es nuestro día. Nunca será más vulnerable

-De acuerdo -asintió Margaret- ¿Cuándo vamos a por él?

-Ahora mismo, antes de que se reponga del descalabro de esta mañana. Revisamos a fondo los equipos de ocultación y nos largamos para allá a continuación.

Rossano se hallaba en una amplia, aunque algo destartalada, estancia de su cubil en Little Italy, en la que tenía instalado algo parecido a un despacho, uso que compartía con alguna que otra inconfesable actividad. A pesar de que disponía de una gran mansión en Sands Point, cerca de Port Washington, en Long Island, lugar donde residía gran parte de la gente con mayor fortuna de N.Y., era allí, en aquel abigarrado barrio, donde se sentía más a gusto y seguro.

Era su barrio, el lugar donde nació, protagonizó sus primeras pillerías y donde creció hasta llegar a reinar, con absoluto dominio, sobre las vidas y haciendas de sus habitantes. Gozaba con el ejercicio de aquel ilimitado poderío que le permitía experimentar una sensación tan intensamente embriagadora, como ninguna otra. No era mucho menor el placer que sentía al manejar con mano dura sus criminales negocios, empleándose con la misma férrea determinación del capitán de barco que dirige su arbolado navío, desafiando huracanes, bajíos, escollos y encalmadas, sin trabas que le frenaran, ni arredro por el daños sin cuento que ocasionaba.

Caminaba a grandes pasos por la habitación, nervioso y sofocado, hablando por teléfono a grandes voces, adornadas  con  gruesos improperios y airados aspavientos. La fallida expedición de castigo contra Grosseto le había dejado sin sus mejores hombres y trataba de reclutar nuevos pistoleros entre las "sucursales" de la Costa Este. Debía reforzar su tropa en la ciudad, a la mayor brevedad, antes de que aquel gordo del demonio intentara  golpearle de nuevo, aprovechando su actual debilidad.

De vez en cuando, empleaba el corto tiempo entre llamada y llamada para secarse el sudor de su frente y cuello, mediante bruscos y apresurados gestos, con el inmaculado pañuelo asomado al bolsillo superior del impecable traje que vestía, demasiado ajustado para resultar elegante .

Justo en el preciso momento, en el que Rossano alzaba, acalorado, sus voces más gruesas y una catarata de improperios caía sobre su interlocutor telefónico, tal vez por haberle contrapuesto algún "pero" a su demanda, algo muy extraño sucedió en aquella habitación.

De improviso, la base del inalámbrico que estaba usando salió disparado de la mesa en la que se asentaba y fue a estrellarse contra la pared de enfrente. La comunicación se interrumpió al hacerse añicos el aparato en cuestión.

-¡Pero que jo...! -el desconcierto impidió a Rossano concluir la frase.

Se acercó, indeciso, hasta donde habían quedado los restos de su flamante artefacto -el más caro que había en el mercado- y quedó allí, durante unos segundos, contemplándolos sin entender nada de lo que había sucedido.

En esa actitud se hallaba, cuando algo parecido a un velo le rozó el cogote. Se volvió, sobresaltado, pero allí no había nada ni nadie.

Su corazón, que ya había alterado su ritmo a causa de las anteriores broncas, comenzó a latir fuerte en sus sienes. Se dirigió hacia la mesa escritorio e, instintivamente, abrió el cajón donde guardaba una reluciente pistola automática. La empuñó, pero volvió a dejarla en el cajón. ¡Qué podía hacer con ella, si no había nadie en la estancia!

De pronto, unos toscos trazos de pintura roja, que asemejaba sangre, fueron apareciendo misteriosamente en la pared que había frente a él, hasta componer la palabra MURDERER.

Ahora sí. Aterrado, echó mano a la pistola y dio un salto atrás, haciendo caer la silla al suelo, mientras apuntaba su arma en todas direcciones. Duró poco en su mano. Un fuerte golpe en ella le obligó a soltarla, arrancándole, a su vez, un grito de dolor.

-¡Maldita sea! ¡Quién eres y qué diablos quieres de mí! -exclamó Rossano, al sospechar que aquellos misteriosos hechos estaban provocados por un mismo extraño ser, de índole sobrenatural y quizás de otro mundo.

En la misma pared, con idénticos trazos e igual pintura, fue apareciendo, letra a letra, este otro mensaje: REMEMBER CHRISTOPHER KEANE

Era ese el falso nombre que Joe Foster, el asesinado hijo de Margaret, usaba en New York.

Difícil recordar en ese momento a uno de los muchos tipos que había hecho matar, además de tantos otros que él mismo envió al otro barrio, pero una inmediata y copiosa corriente de adrenalina le ayudó a evocar la ejecución de aquel jovenzuelo que se pasó de listo y trató de engañarle.

No había duda. Se trataba de la misma ánima errante que presintió Oscar, el encargado del Red Lion. Ahora venía a por él con la intención de vengar su muerte.

Pero ¿por qué? -su cerebro trabajaba a la máxima presión y actividad- Sí, le había hecho matar, pero él se hizo merecedor de aquel castigo por su deslealtad y exceso de ambición. Además había sido una muerte rápida, sin causarle el más mínimo sufrimiento. ¿Qué podía tener este hombre contra él, para que quisiera vengarse, cuando no lo habían hecho ninguna de sus otras muchas víctimas?

Estos pensamientos le ocuparon apenas un par de segundos, porque, de repente, un chorro de pintura roja, la misma con la que se escribieron los dos rótulos y con su mismo aspecto de sangre humana, cayó sobre su pecho. Apareció de ningún sitio, de la nada, como por una aparente generación espontanea. Cubrió por completo la pechera de su traje, le salpicó el rostro y fue escurriéndose hasta caer goteando al suelo.

Horrorizado, trató de pedir auxilio a grandes voces, pero estas se quebraban en su garganta, atenazada por el terror que sentía, y no pudieron ser oídas por sus hombres. Y si las escucharon no hicieron caso. No era extraño. Durante toda la tarde, Rossano había estado dando gritos por teléfono y sus sicarios sabían muy bien que, cuando su jefe levantaba la voz de aquella manera, la prudencia aconsejaba guardar la mayor distancia posible con él.

Intentaba dirigirse hacia la puerta del despacho para huir por ella, cuando sintió como si un acerado puño le estrujara el pecho y un vivísimo e insoportable dolor se instaló en él. El espanto se adueñó de su rostro. Sus ojos se agrandaron hasta alcanzar un desmesurado tamaño y abrió su boca tanto como pudo, en un desesperado intento de aspirar el aire que faltaba en sus pulmones. Todavía trastabilló unos pasos en dirección a la puerta. Por fin, tras producir un ronco estertor de moribundo, dobló sus rodillas y cayó al suelo fulminado.

-¡Oye, este tío se ha muerto! -la voz de Margaret, que se mantenía por completo invisible, sonó en la estancia, revelando la identidad humana de aquella fantasmal ánima vengadora.

-Sí, sí -asintió Bob, poseído con  la misma invisibilidad que Margaret, después de un breve reconocimiento del cadáver- Está frito del todo. Parece que ha sufrido un infarto agudo de miocardio y ha palmado.

-Bien -concluyó Margaret- Su muerte ha evitado manchar mis manos con la sangre de este asesino. De cualquier forma, Joe, mi querido hijo, ha sido vengado.        

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