El comisario Casado
revisaba, aburrido, expediente tras expediente con tediosa parsimonia. Desde
que Rodríguez abandonó el cuerpo, aquella comisaría ya no era la misma. Le
faltaba la sal y pimienta que su buen subalterno imprimía en el cotidiano
desempeño detectivesco, sin que nunca faltaran en sus acciones el desenfado, la
gracia y el acierto que le caracterizaban. Echaba en falta, sobre todo, su
inagotable y contagioso buen humor,
cualidad escasa en aquellas severas y adustas estancias de la comisaría
No
era extraño, por consiguiente, que el comisario recibiera con agrado el anuncio
de la visita de Rodríguez.
-¡Coño
Rodríguez, dichosos los ojos! -exclamó, al tiempo que estrechaba su mano con verdadera efusión y afecto- Pero, siéntese hombre y dígame: ¿Qué
es de su vida?
-Pues
por allí andamos, jefe -para él, el comisario Casado sería siempre su jefe-,
haciendo lo que se puede -contestó, alargando un brazo para dejar al alcance
del comisario una tarjeta de visita.
El
comisario la tomó y pudo leer:
Agencia
Rohen
Luis
Rodríguez y Helen MacAdden
Detectives
privados
(Direcciones
y teléfonos)
-¡Estupendo! ¡Cuánto me alegro! Pero
oye, esta tal Helen...no será tu enlace en Nueva York ¿eh?
-En efecto, jefe: la misma que viste y
calza. Vino de vacaciones a verme y le gustó tanto España que decidió
quedarse...Entre nosotros, y sin presunción por mi parte, le diré que también
yo algo tuve que ver en su decisión.
-¡Ja, Ja! -rió de buena gana el
comisario- de eso tampoco yo tengo la menor duda. Pero, cuéntame cómo fue que
montasteis este negocio y qué tal os va.
-Pues todo vino rodado. Helen es una
excelente detective y yo...¡pa qué decirle! Ya me conoce. El caso es que
hablamos, discutimos y después de pensarlo mucho, nos establecimos. Sopesamos las opciones de hacerlo en los EE.UU o en
España y por fin decidimos abrir la agencia en Madrid. De momento el negocio
nos va bien aquí. No sé...quizás más adelante hagamos una prueba en América,
pero por el momento estamos contentos de cómo se va desarrollando el negocio en
España.
-Muy bien, Rodríguez, aunque tendrás que
advertir a tu socia que aquí las cosas de la profesión son bastante diferentes
a las de su país. Por cierto, noto que vas armado. Ten mucho cuidado con soltar
un tiro porque te puedes meter en un lío enorme.
-¡Qué me va a contar, jefe! En este
puñetero país las armas solo están bien vistas en las manos de los bandidos. Y
la gente decente que se fastidie y quede a su merced. Pero no se preocupe:
tengo licencia de armas, aunque ésta -dijo mostrándola- es simulada, solo para
impresionar
-Haces bien. Pero dime ¿qué clase de
clientes tienes?
-De todo un poco. Trabajamos mucho con
las compañías de seguros, bancos, laborales, e informes personales. Nada
importante. Pero escuche jefe, si Vd. tiene algún caso que le trae de
coronilla, llámeme que yo se lo resuelvo.
-¡Ay Rodríguez! Si mis jefes se enteran
que he dado un caso a una agencia privada, me echan de aquí a patadas. Dirían:
¡Privatizar un servicio público como este! ¡A dónde vamos a parar!
-¡Ah, no! Eso sería entre Vd. y yo. A
los demás les pueden dar mucho por donde Vd. ya sabe. No, no. Mire, de verdad,
con toda confianza, en cuanto tenga un caso que le escueza, me llama que yo le
ayudo a resolverlo.
-Bueno, bueno. agradezco tu ofrecimiento.
Lo que me extraña que no te hayas decidido a marchar a Nueva York, con lo bien
que te lo pasaste allí.
-Pues mire jefe, tentaciones no faltaron,
pero la verdad es que como en España no se vive en ningún sitio, a pesar de que
haya tantos hijos de mala madre que traten de estropearla. Esta mañana, sin ir
más lejos, pasaba por delante de "El
Brillante" de Atocha y se me ha ocurrido entrar. Me he arreado un
bocata de calamares que no se lo salta un gitano ¡Divino, oiga: una gozada! ¡Cosas
como estas, de verdad, no las hay en el mundo entero! Y no le cuento el gustazo
que se dio Helen, hace poco, ante el maravilloso espectáculo de un monumental
cocido de tres vuelcos en "La
Taberna". Se puso como el hijo del esquilador de mi pueblo.
Rodríguez y su antiguo jefe continuaron
con su animada charla durante una hora, bien cumplida, antes de afrontar
la inevitable despedida. Lo hicieron con la misma efusión e idéntico afecto con
que se saludaron en su reencuentro. Quizás el caprichoso destino les obligue a
unirse de nuevo en algún futuro episodio, atrapados ambos en el misterio de un
enrevesado y peligroso lance. ¿Quién sabe...?
Mientras, New York ardía a causa de una cruenta
guerra entre clanes del crimen organizado.
Franky Rossano se hallaba a punto de
reventar de ira, tras recibir la noticia del asalto a su transporte de dinero.
Era el segundo ataque directo que recibía, antes de darle tiempo a dar adecuada
respuesta al primero, y algo así no le había sucedido nunca en su larga vida de
matón. Franky se había encumbrado en el oscuro mundo de la prostitución, la
droga y el juego, apoyándose en la fuerza bruta, la represión más sanguinaria y
el crimen, mucho más que en otras
cualidades más sutiles, como la astucia o la inteligencia, habilidades de las
que andaba bastante escaso.
Su fiel compinche y lugarteniente Marko
no le iba a la zaga, en cuanto a crueldad y salvajismo.
-Jefe, no podemos dejar sin castigo este
nuevo ataque de los hombres de Grosseto. Y tenemos que hacerlo ya, sin pérdida
de tiempo, si queremos que se nos respete.
-¡Maldita sea tu estampa, Marko! ¡Solo
me faltas tú para encenderme aun más! -gritó Rossano- ¡Pero estás seguro de que
todo esto es obra de Grosseto!
-¿Quién si no? Aquí ya no queda nadie
más que pueda hacernos sombra.
-¡Joder, joder! ¡No, joder! En el Red Lion, la mayor parte de los disparos
partieron de los balconcillos de arriba y los hombres de Grosseto se hallaban
en las mesas de abajo. ¡Te dije que investigaras ese asunto del fantasma que vio
Oscar!
-Mire jefe, hay que dejarse de
historias. Estoy seguro que todo esto es cosa de Grosseto. Lo primero es acabar
con estos hijos de perra y luego ya se verá.
A Marko le costó muy poco convencer a
Franky para organizar una expedición de castigo al cubil de Grosseto en New
York: el Night-club The Black Pearl,
en Mamaroneck, regentado por Tony Capelo.
Sin embargo, en este caso, la fuerza bruta
no iba a ser suficiente. La oronda figura de Grosseto -era poseedor de una
hermosa panza que hacía buen honor a su nombre- enmascaraba a una personalidad
colmada de astucia, viveza e ingenio, que le habían conducido a moverse con
soltura por entre las intrincadas sendas de los negocios al margen de la ley, o
en su frontera, hasta llegar a dominarlos. Y su acólito Capelo era un alumno
muy aventajado.
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