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Refugio de Pieterf en España. |
Poco
tiempo había pasado pero a Pietref, extrañamente aprensivo aquella mañana, se
le antojaba que ahora Nueva York estaba muy, muy lejos de Laspuña. Más lejos
que la última galaxia descubierta por el telescopio Hubble en sus veinticinco
años de reportero del universo. Entre Casa Sidora y el Waldorf Astoria se había
interpuesto toda una vida de distancia.
Con
una repentina languidez, impropia de su carácter roqueño, Pietref pensó que
quizá ambos lugares estaban separados por el abismo no de una vida sino de dos.
En
hora tan temprana, inadecuada para muchas reflexiones, en la terraza panorámica de Casa Sidora se
había aposentado, sin avisar, un descarado frío medular que cosquilleaba con
impertinencia el tuétano de los huesos. Ya no había pámpanos ni uvas en la
parra sino desgastadas hojas amarillas, pocas, con sombras desteñidas en sepia.
Aun buscando con dedos expertos tardó en descubrir, escondido en el olvido, un
humilde racimo de escasas y ásperas uvas pasas, cuya vista hizo tintinear su
inseguro ánimo.
Un
año más el otoño se había adueñado, como siempre por sorpresa, de su querido
valle, expulsando sin compasión a cuantos habían venido únicamente buscando el
verano.
-La
Peña Montañesa –rumió- ya vuelve a ser sólo nuestra…
Y
reaccionando a la intempestiva ensoñación pidió en voz alta:
-Cristina,
por favor, hazme un café largo que no sea americano. Ya sabes: doble de agua
sí, pero con doble cantidad de café. Y muy caliente como siempre.
Casi
tiritando subió a la habitación, al gustoso encuentro con el gorro de lana
negra, su viejo tabardo de piel vuelta y sus aún más viejas botas.
Confortablemente embutido en tan queridas prendas, compañeras fieles de algunos
inviernos pretéritos, bajó de nuevo al bar, hizo un silencioso gesto de saludo
a Cristina, y salió con el humeante tazón en la mano derecha y una magdalena en
la izquierda, dispuesto a ir a dar los
buenos días a la Peña Montañesa.
Andando
cuesta arriba, dando espaciados sorbos al café aun ardiente y saludando con
afecto a vecinos que hacía “dos vidas” que no veía, se le coló enseguida en el
cuerpo un calor amable.
Al
quedarse sólo, ya rebasado el pueblo, aceleró el paso y sus zancadas hicieron
crujir levemente la primera escarcha.
Y,
como tantas otras veces, allí estaba esperándole la Peña Montañesa, erguida y
rotunda, coronada en lo más alto por la niebla. Varios buitres, sin ayuda de
compás, diseñaban perezosamente en el cielo curvas geométricamente perfectas.
Un solitario alimoche adulto de pico amarillo y plumaje blanquecino, sin tales
preocupaciones, se estaba despidiendo del lugar dispuesto ya a emprender el
largo vuelo por etapas hasta Gibraltar, vía obligada hacia su destino invernal
en el África subsahariana.
Fijó
la atención en el alimoche que sin solemnidad, ufano de su plumaje desgarbado,
se disponía a iniciar, con animoso descaro, su migración anual. En un arranque
inesperado Pietref no pudo impedir que se desbordara el malestar acumulado que
lo oprimía y, de golpe, decidió que él ya no emigraría nunca más, que jamás
volvería, ni como turista, a Nueva York. Ni tan siquiera a Estados Unidos,
remachó apretando los dientes, consciente de que estaba dejando atrás y para
siempre, una vida y una profesión que hoy le parecían malgastadas.
Tres
horas después con la guardia baja, hambriento, empapado por una lluvia fina y
por el embrujo de la montaña, emprendió la vuelta a Casa Sidora. Atravesado el
pueblo, colgando aun de su mano derecha el tazón vacio vio, al fondo de la
última cuesta, a Cristina esperándole en la acera y detectó con alerta que,
contra su costumbre, ella había permitido que un coche desconocido permaneciera
aparcado delante del Hostal.
Al
llegar a su altura la interrogó con los ojos y recibió inmediata respuesta por
el mismo conducto a través de una mirada en la que bailaba un indescifrable
mensaje optimista:
-Heer
Adriaan, tiene una visita esperándole dentro.
Debido
al frío la puerta del bar estaba cerrada. Al abrirla la vio enseguida.
Margaret, con un grueso chaquetón de piel a su lado, permanecía sentada junto
al fuego de la chimenea, acompañada por el perro y los dos gatos de la casa.
-Sabía
que vendrías –es lo único que confusamente pensó Pietref sin llegar a abrir la
boca.
Se
acercó con pasos contenidos a la vez que Margaret, vuelta hacia él se levantaba con una sonrisa
franca. Ajenos a la lejana mirada curiosa de Cristina, se besaron ambas
mejillas con la naturalidad y la alegría juvenil de dos universitarios
adolescentes que vuelven al pueblo el fin de semana y se encuentran por fin en
el bar.
-Margaret,
he soñado que vendrías.
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