jueves, 16 de abril de 2015

Capítulo LII y último

Refugio de Pieterf en España.

Poco tiempo había pasado pero a Pietref, extrañamente aprensivo aquella mañana, se le antojaba que ahora Nueva York estaba muy, muy lejos de Laspuña. Más lejos que la última galaxia descubierta por el telescopio Hubble en sus veinticinco años de reportero del universo. Entre Casa Sidora y el Waldorf Astoria se había interpuesto toda una vida de distancia.

Con una repentina languidez, impropia de su carácter roqueño, Pietref pensó que quizá ambos lugares estaban separados por el abismo no de una vida sino de dos.

En hora tan temprana, inadecuada para muchas reflexiones,  en la terraza panorámica de Casa Sidora se había aposentado, sin avisar, un descarado frío medular que cosquilleaba con impertinencia el tuétano de los huesos. Ya no había pámpanos ni uvas en la parra sino desgastadas hojas amarillas, pocas, con sombras desteñidas en sepia. Aun buscando con dedos expertos tardó en descubrir, escondido en el olvido, un humilde racimo de escasas y ásperas uvas pasas, cuya vista hizo tintinear su inseguro ánimo.

Un año más el otoño se había adueñado, como siempre por sorpresa, de su querido valle, expulsando sin compasión a cuantos habían venido únicamente buscando el verano.

-La Peña Montañesa –rumió- ya vuelve a ser sólo nuestra…

Y reaccionando a la intempestiva ensoñación pidió en voz alta:

-Cristina, por favor, hazme un café largo que no sea americano. Ya sabes: doble de agua sí, pero con doble cantidad de café. Y muy caliente como siempre.

Casi tiritando subió a la habitación, al gustoso encuentro con el gorro de lana negra, su viejo tabardo de piel vuelta y sus aún más viejas botas. Confortablemente embutido en tan queridas prendas, compañeras fieles de algunos inviernos pretéritos, bajó de nuevo al bar, hizo un silencioso gesto de saludo a Cristina, y salió con el humeante tazón en la mano derecha y una magdalena en la izquierda,  dispuesto a ir a dar los buenos días a la Peña Montañesa.

Andando cuesta arriba, dando espaciados sorbos al café aun ardiente y saludando con afecto a vecinos que hacía “dos vidas” que no veía, se le coló enseguida en el cuerpo un calor amable.

Al quedarse sólo, ya rebasado el pueblo, aceleró el paso y sus zancadas hicieron crujir levemente la primera escarcha.

Y, como tantas otras veces, allí estaba esperándole la Peña Montañesa, erguida y rotunda, coronada en lo más alto por la niebla. Varios buitres, sin ayuda de compás, diseñaban perezosamente en el cielo curvas geométricamente perfectas. Un solitario alimoche adulto de pico amarillo y plumaje blanquecino, sin tales preocupaciones, se estaba despidiendo del lugar dispuesto ya a emprender el largo vuelo por etapas hasta Gibraltar, vía obligada hacia su destino invernal en el África subsahariana.

Fijó la atención en el alimoche que sin solemnidad, ufano de su plumaje desgarbado, se disponía a iniciar, con animoso descaro, su migración anual. En un arranque inesperado Pietref no pudo impedir que se desbordara el malestar acumulado que lo oprimía y, de golpe, decidió que él ya no emigraría nunca más, que jamás volvería, ni como turista, a Nueva York. Ni tan siquiera a Estados Unidos, remachó apretando los dientes, consciente de que estaba dejando atrás y para siempre, una vida y una profesión que hoy le parecían malgastadas.

Tres horas después con la guardia baja, hambriento, empapado por una lluvia fina y por el embrujo de la montaña, emprendió la vuelta a Casa Sidora. Atravesado el pueblo, colgando aun de su mano derecha el tazón vacio vio, al fondo de la última cuesta, a Cristina esperándole en la acera y detectó con alerta que, contra su costumbre, ella había permitido que un coche desconocido permaneciera aparcado delante del Hostal.

Al llegar a su altura la interrogó con los ojos y recibió inmediata respuesta por el mismo conducto a través de una mirada en la que bailaba un indescifrable mensaje optimista:

-Heer Adriaan, tiene una visita esperándole dentro.

Debido al frío la puerta del bar estaba cerrada. Al abrirla la vio enseguida. Margaret, con un grueso chaquetón de piel a su lado, permanecía sentada junto al fuego de la chimenea, acompañada por el perro y los dos gatos de la casa.

-Sabía que vendrías –es lo único que confusamente pensó Pietref sin llegar a abrir la boca.

Se acercó con pasos contenidos a la vez que Margaret,  vuelta hacia él se levantaba con una sonrisa franca. Ajenos a la lejana mirada curiosa de Cristina, se besaron ambas mejillas con la naturalidad y la alegría juvenil de dos universitarios adolescentes que vuelven al pueblo el fin de semana y se encuentran por fin en el bar.

Pietref, rompiendo el silencio, retocó seguro su frase:

-Margaret, he soñado que vendrías.

No hay comentarios:

Publicar un comentario