miércoles, 18 de marzo de 2015

Capítulo XLVI


Con la mayor tranquilidad del mundo, Pieterf hizo que la camarera liara un envoltorio con los restos de la pizza -no había podido consumir todavía su mayor parte- y se levantó. Dejó la mesa con el paquete bajo el brazo y un gesto de contrariedad: le fastidiaba tener que interrumpir tan sabroso condumio, pero no había más remedio. Se dirigió hacia la ancha mesa que servía de barra, en donde también estaba instalado el ordenador de cobros, con la clara intención de pagar la cuenta antes de abandonar el local.

Acodado en ella, se hallaba el agente secreto. Este, al ver llegar a Pieterf, se volvió de espaldas, en un mal disimulado gesto de indiferencia o despreocupación.

Esa actitud arrancó una sonrisa -una mordaz mueca, más bien- en Pieterf al comprobar la imprudente bisoñez de su enemigo.

-¡Esto no se hace, hombre! -masculló, al tiempo que le propinaba un violento golpe en su desprotegida nuca.

El tipo cayó redondo al suelo, sin sentido. No era extraño: el brutal impacto, dado con el rígido, endurecido y bien adiestrado canto de la mano de Pieterf, podía resultar fatal. Mucho más, aplicado en aquella parte tan sensible y frágil del cuerpo.

La acción de Pieterf fue tan rápida e inesperada que nadie alcanzó a verla. La gente supo que algo raro sucedía al notar la aparatosa caída del hombre y escuchar la voz de Pieterf, que pedía ayuda para "el pobre señor que se había desmayado de repente", mientras se inclinaba sobre él, simulando socorrerle.

Se armó un buen revuelo. Acudieron las dos camareras, los cocineros y varios de los clientes más cercanos.

-¿Hay algún médico en la sala? -voceó uno de ellos.

Pieterf no esperó la llegada del compañero del caído y se introdujo en la zona de trabajo de los cocineros, tras la ancha mesa, aprovechando la confusión. Allí buscó una puerta trasera que le condujo hasta un oscuro patio. Saltó una tapia de no más de dos metros y se perdió entre las sombras de la apenas iluminada Seigel St. Cuatro cuadras más allá, en Cook St, cerca de Bushwick Ave, se hallaba uno de sus refugios. Nadie le buscaría en aquella especie de cubil, situado entre un caótico almacén de instalación y venta de baños, sanitarios y cocinas, y un destartalado parking al aire libre, embarrado en su mayor parte por la reiterada falta de embreado del pavimento.

No tenía llave, pero daba igual: no había cerradura que se le resistiera.

A pesar de la incomodidad del lugar, durmió bien, aunque poco...como de costumbre. A las cinco de la mañana, la mejor hora para transitar sin peligro por la ciudad, fue a encontrarse con sus amigos en Hempstead.

Allí dieron un último repaso al plan. Había que ultimar los detalles de las situaciones más críticas del mismo, porque no se les escapaba que aquel día, además de mostrarse como una peligrosa y movida jornada, debería resultar vital para el esclarecimiento de los delitos provocados por O´Connell. Necesitaban hacer acopio de pruebas que mostraran la inocencia de Pieterf de los falsos cargos que le imputaban, además de conseguir la retirada de la orden de eliminación decretada contra Bob Bryan. Y algo muy importante: lograr la satisfacción de Margaret al obtener la condena del asesino de su marido William y, al mismo tiempo, el cese de aquella sañuda persecución a la que se veía expuesta.

Partió primero Pieterf hacia Grymes Hill, en Staten Island, lugar donde se hallaba la sede del SSD. Conducía un coche facilitado por Bob, con el fusil y varios proyectiles incendiarios bien ocultos en el maletero. Debería enviar un WhatsApp tan pronto llegara sin novedad al apartamento elegido donde emplazar el arma. En ese momento, partirían hacia allí Margaret y Bob, presumiblemente disfrazados de bomberos de la FDNY, aunque en realidad lo harían enfundados en sus equipos de ocultación.

-¡Listos! -comunicó Bob a Pieterf, en cuanto llegaron al punto previsto de observación, desde donde debían vigilar la entrada al edificio del SSD.

-¡OK! -respondió Pieterf, con esta lacónica exclamación.

A continuación disparó la granada incendiaria y lo comunicó a sus amigos:

-Operación en marcha. ¡Suerte!

Todavía tuvieron que esperar casi veinte minutos, hasta que apreciaron las primeras señales de alarma. Poco después, el humo del incendio hizo su aparición en las ventanas superiores del edificio. Al mismo tiempo, observaron la salida de varias personas hasta el pequeño jardín de la entrada, comentando detalles del suceso sin demasiada preocupación.

Pero el incendio debió alcanzar pronto un regular volumen, porque al rato se vio salir precipitadamente a la mayoría del personal. Era el momento que esperaban Margaret y Bob para entrar en el edificio. Al hacerlo pudieron escuchar, lejanas, las estridentes sirenas que anunciaban la llegada de los primeros efectivos de los FDNY.

Ahora tenían que aprovechar el poco tiempo disponible y trabajar con la mayor rapidez. Solo así lograrían el objetivo planeado.

Recorrieron a toda prisa el trayecto que conducía hasta el despacho del general, esquivando a varios agentes de seguridad rezagados, que corrían a situarse en lugar seguro. Sin embargo, en la tercera planta ya no quedaba nadie.

Atravesaron el pasillo anterior al despacho de O´Connell y entraron en él, oliendo a humo. Sin la menor vacilación, se dirigieron a la cámara acorazada. Teclearon la clave, introdujeron la tarjeta magnética en su ranura, aplicaron la reproducción de la huella del general y accionaron la llave, tras sacarla de su secreto escondrijo. Era el momento crucial de la operación.

-¡Bravo! -exclamó Margaret, al comprobar cómo la pesada puerta giraba sobre sus robustos goznes y se abría, dejando ante su vista la valiosa documentación atesorada por el general.

Un primer vistazo sobre el contenido dejó perplejo a Bob. Aquello se asemejaba a la cueva de Alí Babá referida a la información allí depositada. Al lado de un buen número de carpetas repletas de informes, se apilaban los más modernos dispositivos de almacenamiento de datos, junto a anticuadas duplicadoras y torres de grabación, además de una enorme colección de antiguos diskettes, casetes e incluso tarjetas y cintas perforadas. Y todo aquel ingente material se hallaba clasificado con absoluto rigor y en perfecto orden cronológico.

Pero fue un extraño y sofisticado pupitre, repleto de parpadeante luces, lo que hizo soltar una exclamación de estupor al sorprendido Bob.

-¡Será posible! ¡Este tío recibe información de Menwith Hill en este terminal! -y ante el gesto de incomprensión de Margaret, continuó- En ese lugar de Inglaterra existe una base espía de la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad, capaz de escuchar todas las comunicaciones del planeta. Es usada también, en parte, por Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. El muy canalla dispone información de todo el mundo y hasta puede que tenga las orejas puestas en la mismísima Casa Blanca.

-¡Bueno, venga! -urgió Margaret-. Ya me lo explicarás luego. Hagamos unas fotos de todo esto, cojamos tantas muestras como podamos y salgamos a toda pastilla de aquí.

Se hacía imposible verificar el contenido de todo aquel material. Y menos aun cargar con él, por lo que eligieron al azar unos cuantos elementos de distintas épocas y se dispusieron a abandonar el edificio.

Sin embargo, al tratar de salir al pasillo, lo hallaron ocupado por una densa humareda irrespirable y, algo peor, al fondo se adivinaba el resplandor de las llamas obstruyéndolo. ¡Estaban atrapados en una mortal ratonera!  

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