Con
la mayor tranquilidad del mundo, Pieterf hizo que la camarera liara un
envoltorio con los restos de la pizza -no había podido consumir todavía su
mayor parte- y se levantó. Dejó la mesa con el paquete bajo el brazo y un gesto
de contrariedad: le fastidiaba tener que interrumpir tan sabroso condumio, pero
no había más remedio. Se dirigió hacia la ancha mesa que servía de barra, en
donde también estaba instalado el ordenador de cobros, con la clara intención
de pagar la cuenta antes de abandonar el local.
Acodado
en ella, se hallaba el agente secreto. Este, al ver llegar a Pieterf, se volvió
de espaldas, en un mal disimulado gesto de indiferencia o despreocupación.
Esa
actitud arrancó una sonrisa -una mordaz mueca, más bien- en Pieterf al
comprobar la imprudente bisoñez de su enemigo.
-¡Esto
no se hace, hombre! -masculló, al tiempo que le propinaba un violento golpe en
su desprotegida nuca.
El
tipo cayó redondo al suelo, sin sentido. No era extraño: el brutal impacto, dado
con el rígido, endurecido y bien adiestrado canto de la mano de Pieterf, podía
resultar fatal. Mucho más, aplicado en aquella parte tan sensible y frágil del
cuerpo.
La
acción de Pieterf fue tan rápida e inesperada que nadie alcanzó a verla. La
gente supo que algo raro sucedía al notar la aparatosa caída del hombre y escuchar
la voz de Pieterf, que pedía ayuda para "el pobre señor que se había
desmayado de repente", mientras se inclinaba sobre él, simulando
socorrerle.
Se
armó un buen revuelo. Acudieron las dos camareras, los cocineros y varios de
los clientes más cercanos.
-¿Hay
algún médico en la sala? -voceó uno de ellos.
Pieterf
no esperó la llegada del compañero del caído y se introdujo en la zona de
trabajo de los cocineros, tras la ancha mesa, aprovechando la confusión. Allí
buscó una puerta trasera que le condujo hasta un oscuro patio. Saltó una tapia
de no más de dos metros y se perdió entre las sombras de la apenas iluminada
Seigel St. Cuatro cuadras más allá, en Cook St, cerca de Bushwick Ave, se
hallaba uno de sus refugios. Nadie le buscaría en aquella especie de cubil,
situado entre un caótico almacén de instalación y venta de baños, sanitarios y
cocinas, y un destartalado parking al aire libre, embarrado en su mayor parte
por la reiterada falta de embreado del pavimento.
No
tenía llave, pero daba igual: no había cerradura que se le resistiera.
A
pesar de la incomodidad del lugar, durmió bien, aunque poco...como de
costumbre. A las cinco de la mañana, la mejor hora para transitar sin peligro
por la ciudad, fue a encontrarse con sus amigos en Hempstead.
Allí
dieron un último repaso al plan. Había que ultimar los detalles de las
situaciones más críticas del mismo, porque no se les escapaba que aquel día,
además de mostrarse como una peligrosa y movida jornada, debería resultar vital
para el esclarecimiento de los delitos provocados por O´Connell. Necesitaban
hacer acopio de pruebas que mostraran la inocencia de Pieterf de los falsos
cargos que le imputaban, además de conseguir la retirada de la orden de
eliminación decretada contra Bob Bryan. Y algo muy importante: lograr la
satisfacción de Margaret al obtener la condena del asesino de su marido William
y, al mismo tiempo, el cese de aquella sañuda persecución a la que se veía
expuesta.
Partió
primero Pieterf hacia Grymes Hill, en Staten Island, lugar donde se hallaba la
sede del SSD. Conducía un coche facilitado por Bob, con el fusil y varios
proyectiles incendiarios bien ocultos en el maletero. Debería enviar un
WhatsApp tan pronto llegara sin novedad al apartamento elegido donde emplazar
el arma. En ese momento, partirían hacia allí Margaret y Bob, presumiblemente
disfrazados de bomberos de la FDNY, aunque en realidad lo harían enfundados en
sus equipos de ocultación.
-¡Listos!
-comunicó Bob a Pieterf, en cuanto llegaron al punto previsto de observación,
desde donde debían vigilar la entrada al edificio del SSD.
-¡OK!
-respondió Pieterf, con esta lacónica exclamación.
A
continuación disparó la granada incendiaria y lo comunicó a sus amigos:
-Operación
en marcha. ¡Suerte!
Todavía
tuvieron que esperar casi veinte minutos, hasta que apreciaron las primeras
señales de alarma. Poco después, el humo del incendio hizo su aparición en las
ventanas superiores del edificio. Al mismo tiempo, observaron la salida de
varias personas hasta el pequeño jardín de la entrada, comentando detalles del
suceso sin demasiada preocupación.
Pero
el incendio debió alcanzar pronto un regular volumen, porque al rato se vio
salir precipitadamente a la mayoría del personal. Era el momento que esperaban
Margaret y Bob para entrar en el edificio. Al hacerlo pudieron escuchar,
lejanas, las estridentes sirenas que anunciaban la llegada de los primeros
efectivos de los FDNY.
Ahora
tenían que aprovechar el poco tiempo disponible y trabajar con la mayor
rapidez. Solo así lograrían el objetivo planeado.
Recorrieron
a toda prisa el trayecto que conducía hasta el despacho del general, esquivando a
varios agentes de seguridad rezagados, que corrían a situarse en lugar seguro. Sin embargo, en la tercera planta
ya no quedaba nadie.
Atravesaron
el pasillo anterior al despacho de O´Connell y entraron en él, oliendo a humo.
Sin la menor vacilación, se dirigieron a la cámara acorazada. Teclearon la
clave, introdujeron la tarjeta magnética en su ranura, aplicaron la reproducción
de la huella del general y accionaron la llave, tras sacarla de su secreto
escondrijo. Era el momento crucial de la operación.
-¡Bravo!
-exclamó Margaret, al comprobar cómo la pesada puerta giraba sobre sus robustos
goznes y se abría, dejando ante su vista la valiosa documentación atesorada por
el general.
Un
primer vistazo sobre el contenido dejó perplejo a Bob. Aquello se asemejaba a
la cueva de Alí Babá referida a la información allí depositada. Al lado de un
buen número de carpetas repletas de informes, se apilaban los más modernos
dispositivos de almacenamiento de datos, junto a anticuadas duplicadoras y
torres de grabación, además de una enorme colección de antiguos diskettes,
casetes e incluso tarjetas y cintas perforadas. Y todo aquel ingente material se
hallaba clasificado con absoluto rigor y en perfecto orden cronológico.
Pero
fue un extraño y sofisticado pupitre, repleto de parpadeante luces, lo que hizo
soltar una exclamación de estupor al sorprendido Bob.
-¡Será
posible! ¡Este tío recibe información de Menwith Hill en este terminal! -y ante
el gesto de incomprensión de Margaret, continuó- En ese lugar de Inglaterra
existe una base espía de la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad, capaz de
escuchar todas las comunicaciones del planeta. Es usada también, en parte, por
Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. El muy canalla dispone
información de todo el mundo y hasta puede que tenga las orejas puestas en la
mismísima Casa Blanca.
-¡Bueno,
venga! -urgió Margaret-. Ya me lo explicarás luego. Hagamos unas fotos de todo
esto, cojamos tantas muestras como podamos y salgamos a toda pastilla de aquí.
Se
hacía imposible verificar el contenido de todo aquel material. Y menos aun
cargar con él, por lo que eligieron al azar unos cuantos elementos de distintas
épocas y se dispusieron a abandonar el edificio.
Sin
embargo, al tratar de salir al pasillo, lo hallaron ocupado por una densa
humareda irrespirable y, algo peor, al fondo se adivinaba el resplandor de las
llamas obstruyéndolo. ¡Estaban atrapados en una mortal ratonera!
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