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Fachada y puerta de entrada de Roberta´s Pizza en Brooklyn |
Pieterf
abandonó el refugio de Hempstead y se sumergió en el claroscuro ambiente de
aquel atardecer tempranero, que el precipitado comienzo de un húmedo otoño
amenazaba con entibiarlo, algo más de lo pertinente y deseable.
No
era un buen lugar, este de Hempstead, para caminar en solitario. Al renunciar
al uso del coche, por seguridad ante los rastreadores del SSD, se obligaba a
desafiar a un nuevo peligro: resultaría sospechoso para la primera
patrulla de policía que pasara por allí y sus agentes no durarían, ni por un
momento, en darle el alto, interrogarle y controlar su documentación.
Por
eso, buscó la parada de bus más cercana y montó en el primero que pasó en
dirección a Manhattan. No tenía la intención de llegar hasta allí, pues el paso
de los puentes era el lugar preferido por los investigadores para identificar a
cuantos fugitivos los cruzaran. Había previsto pernoctar esa noche en Brooklyn,
donde podría mezclarse sin peligro con la incesante y concurrida población que
abarrotaba, día y noche, la mayoría de sus calles y locales públicos. Además,
en la zona de antiguos almacenes, conocía un par de lofts abandonados que le servirían
de buen refugio para pasar esa noche sin demasiados sobresaltos.
Cambió
de autobús en Bellerose. A pesar de que iba caracterizado con su atuendo
favorito -el de hombre mayor, desaliñado y vulgar, jubilado de un empleo sin
lustre o a punto de serlo- y que había esquivado con habilidad las cámaras
camufladas del bus, en su prontuario de experimentado espía había unas normas
escritas con gruesas letras: no permanecer mucho tiempo en el mismo lugar,
tener ojos en el cogote y no fiarse de nadie.
Ahora
viajaba por el Down Queens, territorio declarado en estado de alerta máxima,
que estaba siendo peinado por toda clase de agentes de la Ley, dedicados en
exclusiva a su captura. Y, aunque acostumbraba a llevar sus orejas de lobo
estepario bien tiesas, obligó a mantener sus sentidos en una mayor, persistente y
total atención, tan pronto subió a este segundo autobús. Si la suerte no le
abandonaba, en menos de una hora se hallaría a salvo en medio del ajetreado
cogollo de Brooklyn.
Pero
los hados no habían dispuesto que aquel fin de jornada se celebrara en paz y
concordia. En la siguiente parada del bus, subieron dos tipos que olían a bofia
desde una milla de distancia. Recorrieron el autobús de una punta a otra,
escudriñando, con poco disimulo por cierto, el aspecto de los viajeros. Pieterf
notó que la mirada de uno de ellos se detenía en él, algo más de lo normal.
Desde ese momento sabía que se hallaba en peligro. Lo comprobó al ceder su
asiento a una vieja y acercarse a una de las puertas: los dos agentes iniciaron
un discreto acercamiento, sin que Pieterf les quitara ojo, ni dejara de empuñar su arma,
oculta en el bolsillo del gabán.
Así
llegaron hasta Woodhaven. Las puertas del bus se abrieron una vez más, pero
Pietref no hizo el menor gesto por descender...hasta que iniciaron su cierre,
antes de arrancar y continuar la marcha por su recorrido habitual. En ese momento, Pieterf
dio un salto y se lanzó fuera, burlando con agilidad de felino, aunque a duras
penas, el apretón de las puertas al cerrarse.
Los
policías, pillados por sorpresa, urgieron a gritos al conductor para que
abriera las puertas de nuevo, pero cuando lo lograron, Pietref les había sacado
una preciosa ventaja. Corrió a todo lo que le daban las piernas en dirección al
Evergreen Cementery. Consiguió introducirse en él, cuando ya sonaban a su
espalda las detonaciones de las armas de sus perseguidores y los proyectiles
zumbaban a su alrededor, como mortales abejorros buscándole el cuerpo.
La
persecución continuó por entre tumbas, mausoleos y sepulturas, con abundante
intercambio de disparos, pero Pieterf había elegido un escenario ideal para
escapar de ella. El enorme cementerio -cuatro millas de los más variados obstáculos y
escondrijos- y la densa oscuridad que reinaba ya sobre aquel fúnebre escenario,
constituían unos aliados inmejorables.
Pronto
los agentes perdieron su pista. Tumbado tras un pequeño panteón y ahogando el
resuello para no delatarse, Pieterf les oyó pasar mientras avanzaban por entre
las blanquecinas lápidas, jadeantes también y desorientados por completo.
Después de un tiempo prudencial, volvió sobre sus pasos y tomó el primer metro
que llegó a la estación de Aberdeen St, justo en la entrada del cementerio. Iba
en dirección a Williamsburg East, en la parte norte de Brooklyn. No era lo que
hubiera deseado, paro le venía bien, pensó.
Dejó
el metro en la estación de Morgan St. Sabía que no podía ir mucho más allá. A
estas horas, todas la línea estaría en curso de ser investigada y sus
estaciones tomadas por agentes. Acertó por segundos. Nada más traspasar la
puerta del apeadero, vio llegar dos coches a toda velocidad. Eran vehículos de
la policía camuflados.
Caminó
a buen paso por la Morgan St. con dirección sur, aunque se vio obligado a
abandonar su primera idea de llegar hasta centro de Brooklyn: quedaba demasiado
lejos para andar a pie por aquel barrio de industrias abandonadas y en semi
ruina, sin levantar sospechas. Por suerte, uno de los lofts disponibles como
refugio se hallaba a solo un par de cuadras de allí. Otro día con poca o
ninguna cena, se dijo. Y aunque ya estaba acostumbrado a comer cualquier cosa,
a horas por demás extrañas, y solía pasar muchos días durmiendo mal y poco,
empezaba a odiar aquella aperreada vida y a desear que aquella historia acabara
de una vez por todas.
De
repente, al llegar a la esquina con Bogart St, se topó con un raro local.
Tenía
aspecto de un miserable chamizo, pero al leer el rótulo que lucía sobre la
puerta de la extraña fachada principal, Roberta´s,
recordó haber oído hablar de las famosas pizzas de Roberta. ¿Sería posible
que aquel antro fuera el renombrado y popular lugar de peregrinación de los amantes
de este plato y cita obligada para los visitantes internacionales de Brooklyn?
Lo
era. Lo supo nada más traspasar la puerta de entrada. Se trataba de una antigua
nave industrial reconvertida en restaurante con un perfil desenfadado y hippy.
El local estaba abarrotado de gente con los pelajes más variados y pintorescos,
entre los que Pieterf, con toda seguridad, podría pasar desapercibido sin
ningún problema, Acomodados en largas mesas de madera, los bullangueros
clientes consumían los apetitosos platos que tres magos de los fogones
cocinaban en presencia de su clientela. Estaban separados de ella por otra
espaciosa mesa que cruzaba el ancho de la nave, de lado a lado, y servía de
mostrador, mesa de trabajo, barra, ordenador de demandas y caja de cobro.
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La Pizza Mágica de Roberta´s |
Pieterf
dudó qué pedir, ante la solicitud de una de las camareras que, en ropa normal
de calle y sin ningún aditamento propio del gremio, se acercó a ofrecer el
servicio de la casa. Tras un corto titubeo, y después de pasear la vista por
los multicolores carteles con ofertas y sugerencias, la fijó en un ingenioso y
atrayente grabado. En él, un mago, revestido con todos los atributos de su
oficio, aparecía mostrando una reluciente pizza, con la misma expresión de
haberla hecho brotar de la nada. Sea
pues, se dijo, comamos esa pizza y
veamos si es tan mágica como anuncian.
En
eso andaba, cuando un nuevo sobresalto echó por tierra el disfrute de aquel
buen momento que el excelente plato le estaba deparando: dos hombres, con un evidente
aspecto de policías de paisano, entraron en el local echando miradas a diestro
y siniestro.
Mal
asunto. A estas horas, todos sus perseguidores disponían de su actual
descripción. Era cosa de tiempo, y no demasiado, que estos tipos consiguieran
descubrirle. La tela de araña tejida por el odioso general O´Connell se estaba cerrando sobre él.
Eso es lo que había. Al poco tiempo, uno de los policías salió a la calle. No se trataba de un movimiento extraño para Pieterf. Era
evidente que lo hacía para pedir refuerzos de una manera discreta, sin producir
alarma en el sospechoso. Estaba claro que le habían localizado, a pesar de sus
esfuerzos por pasar inadvertido. O, al menos, tenían fundadas sospechas de que
se había refugiado allí y planeaban realizar un registro en toda regla.
Si
pretendía salir de aquel atolladero, debía adelantarse a la llegada de más efectivos
de la policía, tomar la iniciativa y deshacerse de estos dos tipos.
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