jueves, 26 de marzo de 2015

Capítulo XLVII


La situación de Margaret y Bob Bryant, no podía ser más comprometida. O´Connell había situado su despacho en una parte central de la tercera planta, sin ventanas al exterior, impulsado por la enfermiza obsesión de preservar su seguridad personal. Solo recibía algo de luz natural gracias a un pequeño tragaluz instalado en el techo de la sala.
-¡Rápido! ¡Tenemos que taponar todas las rendijas de la puerta! -acució Bob a Margaret, cuando ya el asfixiante humo del incendio comenzaba a invadir la sala, infiltrándose por entre ellas.
Consiguieron sellar la puerta utilizando varias toallas empapadas en agua que había en el servicio personal del general, además de pliegos de papel mojado y una cinta americana que hallaron entre su material de oficina.
-Con esto podremos resistir un tiempo -dijo Margaret- pero si el incendio llega hasta la puerta, servirá de bien poco.
-Todavía nos queda una oportunidad de salir de esta: en último caso, podremos refugiarnos dentro de la cámara acorazada -sugirió Bob.
-Sí, donde moriremos asfixiados o cocinados en esa hermética olla a presión, si no vienen a salvarnos antes -replicó Margaret, con desaliento- En cualquier caso, tanto si morimos, como si llega alguien a tiempo para rescatarnos, habremos perdido la batalla. O´Connell ha vencido y sus crímenes quedarán impunes para siempre.
-¡No te rindas, Margaret! -exclamó Bob, intentando animar a su decaída amiga- Mientras nos mantengamos vivos, ese hijo de perra no nos habrá ganado. Es el momento de no perder la esperanza.
-Tienes razón: Hay que resistir -concedió Margaret, algo más calmada- ¿Y si tratáramos de atravesar las llamas? Si lo conseguimos, lograremos escapar sin problemas, protegidos por nuestros equipos de ocultación.
-No creo que podamos. A pesar de lo poco que conozco de estos nano tejidos, sé que se inflaman de forma espontánea ante altas temperaturas. Seguro que arderíamos como la yesca si nos alcanzan las llamas.
-¿Y por qué no intentamos escapar a través de ese tragaluz? -volvió a sugerir Margaret.
-Ya he pensado en eso, pero tiene todo el aspecto de estar hecho con vidrio blindado.  Acércate hacia este lado y ponte detrás de mí, que voy a comprobarlo.
Bob sacó una pistola que llevaba enfundada tras el mono de ocultación  y efectuó tres disparos seguidos contra el vidrio del tragaluz. Como se temía, los proyectiles rebotaron, produciendo una ligera melladura en el cristal, apenas apreciable.
-De todos modos, no estaríamos mucho más seguros en el tejado. Lo más probable es que arda por completo: el fuego subirá hasta él abrasándolo. En fin, hemos tenido mala suerte y hay que apechugar con ella. Es evidente que el incendio ha sido mayor de lo que nos proponíamos.
En ese preciso instante, se escuchó una fuerte detonación que hizo temblar la estancia. Quizás había explosionado parte del arsenal almacenado en el edificio o, tal vez, las llamas habían alcanzado la instalación de gas. Poco importaba el origen de aquel fuerte estampido, en ambos casos, solo cabía esperar un empeoramiento de la ya terrible situación de los dos amigos.
Y, a pesar de que ambos habían intentado mantener encendida una débil luz de esperanza, la angustia y el desaliento les iban ganando el ánimo y con él las pocas esperanzas de salir con bien de aquel mal trance.   
De repente, la puerta del despacho se abrió con un estallido de tal descomunal intensidad, que provocó un violento sobresalto en los dos amigos. De su hueco, brotó una densa nube de humo y, al mismo tiempo, envuelto en ella, surgió la figura, coloreada por un vivo tono amarillo, de un bombero cargado con todo su equipamiento al completo. Además, acarreaba otros dos equipos autónomos de respiración.
-¡Pronto! -gritó el hombre- ¡Poneos esto! ¡Rápido!
-Esa voz...¡Tú eres Pieterf! ¿Cómo supiste...? -apenas pudo balbucear Margaret estas palabras.
-¿Creéis que nací ayer y me chupo el dedo? Luego os lo explico. Pero ahora,.. ¡Vamos, vamos, seguidme! ¡Rápido, corred tras de mí!
Pieterf, que vigilaba todos los movimientos del teatro de operaciones desde su elevada posición, comprobó que el coche de sus amigos no se movía cómo y cuándo debiera hacerlo e imaginó lo sucedido. Asaltó uno de los muchos vehículos de bomberos que se habían arremolinado en el lugar, robó el material necesario y entró en el edificio confundido con los equipos de extinción que luchaban con denuedo contra las llamas. Hacía lo que sus amigos habían dicho que harían en el plan previsto. Por suerte para ellos, el cambio en el plan no pasó inadvertido para el astuto Pieterf.
Una vez en el interior del edificio, buscó la forma de eludir el fuego que aislaba el despacho del general, rodeándolo. Destrozó varias mamparas y abrió un boquete, con explosivo plástico, en el tabique del pasillo que daba acceso al despacho del general, justo enfrente a su puerta.
El resto fue pan comido. Poco después, los tres amigos se reunían en el refugio de Hempstead a salvo y con los valiosos documentos en su poder
-¡Uf! Por poco no lo contamos -dijo Bob con un suspiro de alivio.
-Sí, y gracias a Pieterf -afirmó Margaret, mientras posaba una de sus manos en el hombro de su salvador- Hoy hemos contraído una deuda impagable contigo.
-No me lo agradezcáis -replicó Pieterf-, que si no fuera porque necesitaba las pruebas contra O´Connell para librarme de todas las policías del mundo, os hubiera dejado que os asarais allí, a fuego lento, por cabrones, por mentirme y por tenerme al margen de vuestros chanchullos, ocultándome los verdaderos planes.
-¡Disculpa,  hombre! -trató de justificarse Bob- Ya te habrás dado cuenta de que se trataba de algo muy importante y, aunque Margaret estaba dispuesta a revelarte nuestro secreto, yo opinaba que no había llegado el momento de hacerlo. Pero puedes estar seguro de que, antes a después, acabaríamos desvelándotelo.
-No hay problema -contestó Pieterf, con un tono de voz que pretendía disimular su enfado, fingiendo desinterés-. Yo tampoco me fio de nadie.
-¿Pero, cómo lo supiste? -preguntó, admirada, Margaret.
-Sospechaba que me ocultabais algo, pero no podía ni imaginar que se tratara de un asunto tan espectacular e increíble. El apartamento desde donde disparé la granada incendiaria hace esquina con dos calles: unas ventanas dan a la fachada del SSD. y otras a la calle donde aparcasteis vuestro coche, a la espera de mi señal para actuar. Os vi llegar, seguí el plan previsto y me puse a vigilar vuestra entrada en el edificio. Entonces...
Pieterf meneó la cabeza con un gesto de incredulidad, al tiempo que elevaba los brazos sobre la cabeza en señal de admiración y desconcierto a la vez. Después prosiguió con su narración.
-¡Oh, demonios! Las puertas del coche se abrieron y cerraron, pero...¡no salió nadie! Miré por los prismáticos y...¡el coche estaba vacío! Cuando me repuse de la sorpresa, tomé de nuevo los prismáticos y, preso de una excitación desusada en mí, me lancé a examinar los más nimios detalles del trayecto entre vuestro vehículo y la entrada del SSD. No parecía haber nada, pero, de pronto, noté algo apenas perceptible: en la imagen de la acera se producía una extraña ondulación que avanzaba como una ola, hasta la entrada misma de la Agencia, en lo que supuse era vuestro paso. Sin entender cómo diablos habríais logrado ese mágico camuflaje, me dispuse a esperar vuestra salida. Pero el tiempo pasaba, mientras el incendio seguía aumentando. Por fin, al no veros aparecer, ni arrancar vuestro coche, imaginé que habíais quedado acorralados por las llamas. El resto ya lo conocéis: Fui a por vosotros y os libré de un buen lio.
De repente, Pieterf soltó una sonora carcajada.
-Ahora me estoy acordando del momento en el que nos cruzamos con aquellos dos bomberos, al bajar por la escalera de emergencia. ¿Recordáis el gesto de espanto que hicieron al verme pasar con dos equipos de respiración, viajando detrás de mí, solos y flotando en el aire? ¡Ja, ja, ja! Me pregunto qué habrán puesto en el informe. 
-Puede que no se hayan atrevido a informar. Sí, nuestros equipos de ocultación son una maravilla, pero sin tu ayuda lo hubiéramos pasado muy mal -asintió Margaret-. Sin embargo, no me extrañó demasiado tu aparición: estaba convencida de que podíamos confiar en ti.
-Ya, ya. Ya he visto cuanta era esa confianza -replicó Pieterf, visiblemente molesto- La verdad es que no lo esperaba de ti, Margaret.
-¡Venga hombre, ya está bien! -terció Bob- Ya te he dicho que era yo quien desconfié de tus verdaderas intenciones, cuando te uniste a nosotros. No me iras a decir que, con la fama e historial que te precede, puede resultar extraño o enojoso que alguien tome precauciones. Ahora, eso es agua pasada, estamos en deuda contigo y solo nos resta ponernos manos a la obra de colocarle una gruesa soga al cuello de ese mal bicho de O´Connell.
Tardaron un par de días en procesar toda la información recogida en la cámara acorazada del general. Aunque no había nada referido a los casos personales de Pieterf y Bob, sí hallaron indicios que podían esclarecer la muerte de William Foster, el marido de Margaret. Pero, además, allí había material para encausarle varias veces. Y lo más importante: aquella documentación daba pie a investigar el resto -la inmensa mayoría- que permanecía todavía en manos de O´Connell.
-¿Qué vas a hacer con todo esto? -preguntó Pieterf a Bob.
-Este es un asunto demasiado importante. Lo pondré en manos del Fiscal General. Él es el único en el podemos confiar para que se active una completa investigación que llegue a aclarar hasta los últimos detalles del caso. Solo así se podrán dirimir todas las responsabilidades. No olvidéis que hay gente implicada de muy alto nivel.
-Bueno, pues siendo así, yo doy por terminada mi misión. Dejaré el final de este asunto en vuestras manos y me retiraré a mi refugio favorito para disfrutar de un poco de calma, que bien me la merezco.
-¡Cómo! -exclamó Margaret, alarmada- ¿No vas a esperar a que se decrete tu exculpación? ¿Y si la policía te detiene antes? ¡No puedes dejarnos ahora, cuando ya tenemos esta meta tan peleada al alcance de la mano!
 -¡Ja, ja, ja! -rió Pieterf- ¿De verdad creíais que hay policía en el mundo capaz de echarme el guante? No. Desde mañana, seré un ciudadano holandés con toda su documentación en regla y una fisonomía que ni siquiera vosotros reconoceréis. Ambos contáis con una amistad muy firme y habéis conseguido lo que deseabais. Ahora yo aquí no pinto nada. Como ya os dije, soy un lobo solitario, acostumbrado a vivir solo, de un modo que me agrada y me llena. Así es mi vida y así quiero vivirla.
A pesar de las protestas de los dos amigos, Pieterf abandonó la casa, dejando un regusto amargo en Margaret, que sintió como si algo suyo se fuese con él. Tal vez, si Pieterf hubiera adivinado ese oculto sentimiento, quizás hubiese dilatado algo más su precipitada despedida.  

miércoles, 18 de marzo de 2015

Capítulo XLVI


Con la mayor tranquilidad del mundo, Pieterf hizo que la camarera liara un envoltorio con los restos de la pizza -no había podido consumir todavía su mayor parte- y se levantó. Dejó la mesa con el paquete bajo el brazo y un gesto de contrariedad: le fastidiaba tener que interrumpir tan sabroso condumio, pero no había más remedio. Se dirigió hacia la ancha mesa que servía de barra, en donde también estaba instalado el ordenador de cobros, con la clara intención de pagar la cuenta antes de abandonar el local.

Acodado en ella, se hallaba el agente secreto. Este, al ver llegar a Pieterf, se volvió de espaldas, en un mal disimulado gesto de indiferencia o despreocupación.

Esa actitud arrancó una sonrisa -una mordaz mueca, más bien- en Pieterf al comprobar la imprudente bisoñez de su enemigo.

-¡Esto no se hace, hombre! -masculló, al tiempo que le propinaba un violento golpe en su desprotegida nuca.

El tipo cayó redondo al suelo, sin sentido. No era extraño: el brutal impacto, dado con el rígido, endurecido y bien adiestrado canto de la mano de Pieterf, podía resultar fatal. Mucho más, aplicado en aquella parte tan sensible y frágil del cuerpo.

La acción de Pieterf fue tan rápida e inesperada que nadie alcanzó a verla. La gente supo que algo raro sucedía al notar la aparatosa caída del hombre y escuchar la voz de Pieterf, que pedía ayuda para "el pobre señor que se había desmayado de repente", mientras se inclinaba sobre él, simulando socorrerle.

Se armó un buen revuelo. Acudieron las dos camareras, los cocineros y varios de los clientes más cercanos.

-¿Hay algún médico en la sala? -voceó uno de ellos.

Pieterf no esperó la llegada del compañero del caído y se introdujo en la zona de trabajo de los cocineros, tras la ancha mesa, aprovechando la confusión. Allí buscó una puerta trasera que le condujo hasta un oscuro patio. Saltó una tapia de no más de dos metros y se perdió entre las sombras de la apenas iluminada Seigel St. Cuatro cuadras más allá, en Cook St, cerca de Bushwick Ave, se hallaba uno de sus refugios. Nadie le buscaría en aquella especie de cubil, situado entre un caótico almacén de instalación y venta de baños, sanitarios y cocinas, y un destartalado parking al aire libre, embarrado en su mayor parte por la reiterada falta de embreado del pavimento.

No tenía llave, pero daba igual: no había cerradura que se le resistiera.

A pesar de la incomodidad del lugar, durmió bien, aunque poco...como de costumbre. A las cinco de la mañana, la mejor hora para transitar sin peligro por la ciudad, fue a encontrarse con sus amigos en Hempstead.

Allí dieron un último repaso al plan. Había que ultimar los detalles de las situaciones más críticas del mismo, porque no se les escapaba que aquel día, además de mostrarse como una peligrosa y movida jornada, debería resultar vital para el esclarecimiento de los delitos provocados por O´Connell. Necesitaban hacer acopio de pruebas que mostraran la inocencia de Pieterf de los falsos cargos que le imputaban, además de conseguir la retirada de la orden de eliminación decretada contra Bob Bryan. Y algo muy importante: lograr la satisfacción de Margaret al obtener la condena del asesino de su marido William y, al mismo tiempo, el cese de aquella sañuda persecución a la que se veía expuesta.

Partió primero Pieterf hacia Grymes Hill, en Staten Island, lugar donde se hallaba la sede del SSD. Conducía un coche facilitado por Bob, con el fusil y varios proyectiles incendiarios bien ocultos en el maletero. Debería enviar un WhatsApp tan pronto llegara sin novedad al apartamento elegido donde emplazar el arma. En ese momento, partirían hacia allí Margaret y Bob, presumiblemente disfrazados de bomberos de la FDNY, aunque en realidad lo harían enfundados en sus equipos de ocultación.

-¡Listos! -comunicó Bob a Pieterf, en cuanto llegaron al punto previsto de observación, desde donde debían vigilar la entrada al edificio del SSD.

-¡OK! -respondió Pieterf, con esta lacónica exclamación.

A continuación disparó la granada incendiaria y lo comunicó a sus amigos:

-Operación en marcha. ¡Suerte!

Todavía tuvieron que esperar casi veinte minutos, hasta que apreciaron las primeras señales de alarma. Poco después, el humo del incendio hizo su aparición en las ventanas superiores del edificio. Al mismo tiempo, observaron la salida de varias personas hasta el pequeño jardín de la entrada, comentando detalles del suceso sin demasiada preocupación.

Pero el incendio debió alcanzar pronto un regular volumen, porque al rato se vio salir precipitadamente a la mayoría del personal. Era el momento que esperaban Margaret y Bob para entrar en el edificio. Al hacerlo pudieron escuchar, lejanas, las estridentes sirenas que anunciaban la llegada de los primeros efectivos de los FDNY.

Ahora tenían que aprovechar el poco tiempo disponible y trabajar con la mayor rapidez. Solo así lograrían el objetivo planeado.

Recorrieron a toda prisa el trayecto que conducía hasta el despacho del general, esquivando a varios agentes de seguridad rezagados, que corrían a situarse en lugar seguro. Sin embargo, en la tercera planta ya no quedaba nadie.

Atravesaron el pasillo anterior al despacho de O´Connell y entraron en él, oliendo a humo. Sin la menor vacilación, se dirigieron a la cámara acorazada. Teclearon la clave, introdujeron la tarjeta magnética en su ranura, aplicaron la reproducción de la huella del general y accionaron la llave, tras sacarla de su secreto escondrijo. Era el momento crucial de la operación.

-¡Bravo! -exclamó Margaret, al comprobar cómo la pesada puerta giraba sobre sus robustos goznes y se abría, dejando ante su vista la valiosa documentación atesorada por el general.

Un primer vistazo sobre el contenido dejó perplejo a Bob. Aquello se asemejaba a la cueva de Alí Babá referida a la información allí depositada. Al lado de un buen número de carpetas repletas de informes, se apilaban los más modernos dispositivos de almacenamiento de datos, junto a anticuadas duplicadoras y torres de grabación, además de una enorme colección de antiguos diskettes, casetes e incluso tarjetas y cintas perforadas. Y todo aquel ingente material se hallaba clasificado con absoluto rigor y en perfecto orden cronológico.

Pero fue un extraño y sofisticado pupitre, repleto de parpadeante luces, lo que hizo soltar una exclamación de estupor al sorprendido Bob.

-¡Será posible! ¡Este tío recibe información de Menwith Hill en este terminal! -y ante el gesto de incomprensión de Margaret, continuó- En ese lugar de Inglaterra existe una base espía de la NSA, la Agencia Nacional de Seguridad, capaz de escuchar todas las comunicaciones del planeta. Es usada también, en parte, por Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. El muy canalla dispone información de todo el mundo y hasta puede que tenga las orejas puestas en la mismísima Casa Blanca.

-¡Bueno, venga! -urgió Margaret-. Ya me lo explicarás luego. Hagamos unas fotos de todo esto, cojamos tantas muestras como podamos y salgamos a toda pastilla de aquí.

Se hacía imposible verificar el contenido de todo aquel material. Y menos aun cargar con él, por lo que eligieron al azar unos cuantos elementos de distintas épocas y se dispusieron a abandonar el edificio.

Sin embargo, al tratar de salir al pasillo, lo hallaron ocupado por una densa humareda irrespirable y, algo peor, al fondo se adivinaba el resplandor de las llamas obstruyéndolo. ¡Estaban atrapados en una mortal ratonera!  

viernes, 13 de marzo de 2015

Capítulo XLV

Fachada y puerta de entrada de Roberta´s Pizza en Brooklyn

 
Pieterf abandonó el refugio de Hempstead y se sumergió en el claroscuro ambiente de aquel atardecer tempranero, que el precipitado comienzo de un húmedo otoño amenazaba con entibiarlo, algo más de lo pertinente y deseable.

No era un buen lugar, este de Hempstead, para caminar en solitario. Al renunciar al uso del coche, por seguridad ante los rastreadores del SSD, se obligaba a desafiar a un nuevo peligro: resultaría sospechoso para la primera patrulla de policía que pasara por allí y sus agentes no durarían, ni por un momento, en darle el alto, interrogarle y controlar su documentación.

Por eso, buscó la parada de bus más cercana y montó en el primero que pasó en dirección a Manhattan. No tenía la intención de llegar hasta allí, pues el paso de los puentes era el lugar preferido por los investigadores para identificar a cuantos fugitivos los cruzaran. Había previsto pernoctar esa noche en Brooklyn, donde podría mezclarse sin peligro con la incesante y concurrida población que abarrotaba, día y noche, la mayoría de sus calles y locales públicos. Además, en la zona de antiguos almacenes, conocía un par de lofts abandonados que le servirían de buen refugio para pasar esa noche sin demasiados sobresaltos.

Cambió de autobús en Bellerose. A pesar de que iba caracterizado con su atuendo favorito -el de hombre mayor, desaliñado y vulgar, jubilado de un empleo sin lustre o a punto de serlo- y que había esquivado con habilidad las cámaras camufladas del bus, en su prontuario de experimentado espía había unas normas escritas con gruesas letras: no permanecer mucho tiempo en el mismo lugar, tener ojos en el cogote y no fiarse de nadie.

Ahora viajaba por el Down Queens, territorio declarado en estado de alerta máxima, que estaba siendo peinado por toda clase de agentes de la Ley, dedicados en exclusiva a su captura. Y, aunque acostumbraba a llevar sus orejas de lobo estepario bien tiesas, obligó a mantener sus sentidos en una mayor, persistente y total atención, tan pronto subió a este segundo autobús. Si la suerte no le abandonaba, en menos de una hora se hallaría a salvo en medio del ajetreado cogollo de Brooklyn.

Pero los hados no habían dispuesto que aquel fin de jornada se celebrara en paz y concordia. En la siguiente parada del bus, subieron dos tipos que olían a bofia desde una milla de distancia. Recorrieron el autobús de una punta a otra, escudriñando, con poco disimulo por cierto, el aspecto de los viajeros. Pieterf notó que la mirada de uno de ellos se detenía en él, algo más de lo normal. Desde ese momento sabía que se hallaba en peligro. Lo comprobó al ceder su asiento a una vieja y acercarse a una de las puertas: los dos agentes iniciaron un discreto acercamiento, sin que Pieterf les quitara ojo, ni dejara de empuñar su arma, oculta en el bolsillo del gabán.

Así llegaron hasta Woodhaven. Las puertas del bus se abrieron una vez más, pero Pietref no hizo el menor gesto por descender...hasta que iniciaron su cierre, antes de arrancar y continuar la marcha por su recorrido habitual. En ese momento, Pieterf dio un salto y se lanzó fuera, burlando con agilidad de felino, aunque a duras penas, el apretón de las puertas al cerrarse.

Los policías, pillados por sorpresa, urgieron a gritos al conductor para que abriera las puertas de nuevo, pero cuando lo lograron, Pietref les había sacado una preciosa ventaja. Corrió a todo lo que le daban las piernas en dirección al Evergreen Cementery. Consiguió introducirse en él, cuando ya sonaban a su espalda las detonaciones de las armas de sus perseguidores y los proyectiles zumbaban a su alrededor, como mortales abejorros buscándole el cuerpo.

La persecución continuó por entre tumbas, mausoleos y sepulturas, con abundante intercambio de disparos, pero Pieterf había elegido un escenario ideal para escapar de ella. El enorme cementerio -cuatro millas de los más variados obstáculos y escondrijos- y la densa oscuridad que reinaba ya sobre aquel fúnebre escenario, constituían unos aliados inmejorables.

Pronto los agentes perdieron su pista. Tumbado tras un pequeño panteón y ahogando el resuello para no delatarse, Pieterf les oyó pasar mientras avanzaban por entre las blanquecinas lápidas, jadeantes también y desorientados por completo. Después de un tiempo prudencial, volvió sobre sus pasos y tomó el primer metro que llegó a la estación de Aberdeen St, justo en la entrada del cementerio. Iba en dirección a Williamsburg East, en la parte norte de Brooklyn. No era lo que hubiera deseado, paro le venía bien, pensó.

Dejó el metro en la estación de Morgan St. Sabía que no podía ir mucho más allá. A estas horas, todas la línea estaría en curso de ser investigada y sus estaciones tomadas por agentes. Acertó por segundos. Nada más traspasar la puerta del apeadero, vio llegar dos coches a toda velocidad. Eran vehículos de la policía camuflados.

Caminó a buen paso por la Morgan St. con dirección sur, aunque se vio obligado a abandonar su primera idea de llegar hasta centro de Brooklyn: quedaba demasiado lejos para andar a pie por aquel barrio de industrias abandonadas y en semi ruina, sin levantar sospechas. Por suerte, uno de los lofts disponibles como refugio se hallaba a solo un par de cuadras de allí. Otro día con poca o ninguna cena, se dijo. Y aunque ya estaba acostumbrado a comer cualquier cosa, a horas por demás extrañas, y solía pasar muchos días durmiendo mal y poco, empezaba a odiar aquella aperreada vida y a desear que aquella historia acabara de una vez por todas.

De repente, al llegar a la esquina con Bogart St, se topó con un raro local.

Tenía aspecto de un miserable chamizo, pero al leer el rótulo que lucía sobre la puerta de la extraña fachada principal, Roberta´s, recordó haber oído hablar de las famosas pizzas de Roberta. ¿Sería posible que aquel antro fuera el renombrado y popular lugar de peregrinación de los amantes de este plato y cita obligada para los visitantes internacionales de Brooklyn?

Lo era. Lo supo nada más traspasar la puerta de entrada. Se trataba de una antigua nave industrial reconvertida en restaurante con un perfil desenfadado y hippy. El local estaba abarrotado de gente con los pelajes más variados y pintorescos, entre los que Pieterf, con toda seguridad, podría pasar desapercibido sin ningún problema, Acomodados en largas mesas de madera, los bullangueros clientes consumían los apetitosos platos que tres magos de los fogones cocinaban en presencia de su clientela. Estaban separados de ella por otra espaciosa mesa que cruzaba el ancho de la nave, de lado a lado, y servía de mostrador, mesa de trabajo, barra, ordenador de demandas y caja de cobro.
La Pizza Mágica de Roberta´s

Pieterf dudó qué pedir, ante la solicitud de una de las camareras que, en ropa normal de calle y sin ningún aditamento propio del gremio, se acercó a ofrecer el servicio de la casa. Tras un corto titubeo, y después de pasear la vista por los multicolores carteles con ofertas y sugerencias, la fijó en un ingenioso y atrayente grabado. En él, un mago, revestido con todos los atributos de su oficio, aparecía mostrando una reluciente pizza, con la misma expresión de haberla hecho brotar de la nada. Sea pues, se dijo, comamos esa pizza y veamos si es tan mágica como anuncian.

En eso andaba, cuando un nuevo sobresalto echó por tierra el disfrute de aquel buen momento que el excelente plato le estaba deparando: dos hombres, con un evidente aspecto de policías de paisano, entraron en el local echando miradas a diestro y siniestro.

Mal asunto. A estas horas, todos sus perseguidores  disponían de  su actual descripción. Era cosa de tiempo, y no demasiado, que estos tipos consiguieran descubrirle. La tela de araña tejida por el odioso general O´Connell se estaba cerrando sobre él.

Eso es lo que había. Al poco tiempo, uno de los policías salió a la calle. No se trataba de un movimiento extraño para Pieterf. Era evidente que lo hacía para pedir refuerzos de una manera discreta, sin producir alarma en el sospechoso. Estaba claro que le habían localizado, a pesar de sus esfuerzos por pasar inadvertido. O, al menos, tenían fundadas sospechas de que se había refugiado allí y planeaban realizar un registro en toda regla.

Si pretendía salir de aquel atolladero, debía adelantarse a la llegada de más efectivos de la policía, tomar la iniciativa y deshacerse de estos dos tipos.                              

viernes, 6 de marzo de 2015

Capítulo XLIV


Margaret no las tenía todas consigo. No dejaba de ser curioso que, siendo tan buenos amigos y llevándose ambos tan bien, mostraran tanta diferencia en sus respectivos caracteres: Bob jamás, o en muy raras ocasiones, encontraba dificultades insalvables en las acciones que planeaban, mientras que Margaret, por el contrario, se debatía en un mar de dudas en cada una de ellas.

Pero era esta una circunstancia natural. Bob Bryant había bregado siempre con asuntos tanto o más enrevesados que estos, desde que ingresó como agente secreto del gobierno hasta su reciente jubilación. Y no solo estaba dispuesto a ayudar a Margaret como pago o deber de amistad, sino que gozaba con ello y sentía rejuvenecerse en cuerpo y espíritu.

-No pretenderás que vuelva a representar la comedia de gran dama en The Towers -se quejó Margaret-. De aquella historia todavía guardo algunos moratones en mi cuerpo.

-Tengo la impresión de que no será necesario -respondió Bob-, pero no temas, si tuviéramos que volver por allí, lo haríamos con mayor seguridad y con plena garantía de éxito.

Por suerte, no fue necesario recurrir a más andanzas para conseguir la huella del pulgar de O´Connell, necesaria condición para completar las claves de apertura de su cámara acorazada: el laboratorio de los amigos de Bob había conseguido reproducir la huella del general. Ya solo restaba poner en marcha el operativo que permitiera acceder, cuanto antes, al lugar donde guardaba la documentación secreta de sus fechorías, a fin de mostrarlas a la justicia y hacérselas pagar.

Tras varias horas de conversaciones y alguna que otra discusión, ambos amigos llegaron a un acuerdo en la forma de plantear el acceso a la sede del SSD y a la cámara acorazada del general, situada en su despacho. Como ya había adelantado Bob, en el plan previsto se hacía necesaria la activa colaboración de Pieterf, por lo que se apresuraron a contactar con él y recabar su apoyo al proyecto.

-¡Uf! Me ha costado llegar hasta aquí -dijo al aparecer por el refugio de Hempstead- Ahora mismo, todo Queens está abarrotado de policía. Calculo que en menos de una semana se presentarán por aquí. Resolvemos pronto este negocio o ya podéis empezar a buscaros otro refugio.

-Por eso te hemos llamado -aseguró Bob- La situación se está haciendo insostenible. Y supongo que tú estarás en una posición parecida. Ya no podemos esperar más. Tenemos que entrar en el SSD y sacar las pruebas que incriminen a O´Connell.

-My God! ¡La verdad es que sois bien brutos! -exclamó Pieterf, realmente enfadado- ¿No os he dicho que eso es imposible? Hay que buscar una solución rápida y contundente, porque también el cerco que han tendido sobre mí se va estrechando día a día y no sé durante cuánto tiempo podré seguir evadiéndolo. Pero ha de ser una acción realista, no una quimera como la que pretendéis.

-Escucha a Bob, por favor -intervino Margaret-, luego das tu opinión.

-Dejaos de historias -continuó Pieterf, sin dar su brazo a torcer- He llegado a la conclusión de que va a resultar muy complicado resolver este asunto, a no ser que liquidemos a O´Connell: muerto el perro, muerta la rabia. Y de esto puedo encargarme yo sin ningún problema.

-Te equivocas -replicó Bob- Su muerte, nos vendría bien a Margaret y a mí, pero para ti solo representaría un nuevo cargo que añadir a los que ahora acumulas. Si ya ahora te persiguen como a un perro rabioso y te obligan a una existencia de sobresalto y eterna huida, imagina después.

-O quizás no. Muerto O´Connell se abrirá su cámara acorazada y aparecerá toda la mierda que acumula en ella. Recordad que Homer nos confesó que allí conserva a buen recaudo las grabaciones de todas las conversaciones que ha mantenido, tanto telefónicas como las realizadas a viva voz en su mismo despacho.

-¿Y estás seguro de que esas grabaciones saldrán a la luz, en el supuesto de que el general muera? ¿Quién lo haría? ¿Sus hombres, que están tan involucrados como él en esos delitos? ¿Los peces gordos que aparezcan implicados en ellas? Olvídate. Si no somos capaces de rescatarla, toda esa información quedará enterrada en el más absoluto silencio.

-Bueno, puede ser...aunque todavía nos quedará el testimonio de Homer.

-¡Ni lo sueñes! -rebatió Bob al momento- Homer hablará ante un juez siempre que pueda descargar su responsabilidad sobre otra persona: su jefe. Pero si acabas con O´Connell y no consigues pruebas irrefutables de su culpabilidad, dejas a Homer en la primera fila de la acusación y no le sacarás ni media palabra. Recuerda que en un tribunal no podrás torturarle como has hecho aquí.

-¡Lo que tú digas! -exclamó Pietref, molesto, encarándose a Bob- Si no me propones algo mejor, me cargo al general, a Homer y a quien se me ponga por delante. Me sobran recursos para escapar sin ser detectado de este jodido país. Y, además, cuento con varios lugares, tan secretos como seguros, repartidos en cada uno de los cinco continentes. En ellos podría refocilarme con una plácida jubilación el resto de mis encabronados días.

-Desearía que no llegáramos a ese extremo -intervino Margaret-. Cálmate, por favor, y escucha, por un momento, el plan de Bob.

Todavía hubo de transcurrir un tiempo para que Pieterf se calmara y atendiera el ruego de Margaret. Pero, al fin, Bob pudo exponer su plan.

-Lo haremos Margaret y yo, mañana, a plena luz del día. Durante la noche es absolutamente imposible. En esto tienes razón: la enorme cantidad y variedad de alarmas instaladas lo hacen inviable. En cambio, por el día es otra cosa: los sistemas de alarma deben desconectarse  para permitir el desarrollo normal del trabajo del personal.

-Estoy deseando saber cómo diablos os las arreglaréis para operar dentro de aquel avispero, sin que os den pasaporte para el otro mundo -dijo Pieterf, sin renunciar a su escéptica posición ante aquel absurdo asunto que le proponían.

-Muy sencillo -continuó Bob-. Tú te instalarás en una de las casas de enfrente al edificio del SSD, donde hemos comprobado que hay un apartamento sin habitar. Desde allí, provisto de un rifle con bocacha lanza granadas, dispararás un proyectil incendiario sobre una de las ventanas del edificio que corresponde a un archivo de poco movimiento. La distancia no pasará de 40 metros, así que no puedes fallar el tiro. Dentro de ese cuarto se iniciará un incendio que tardarán en descubrir. Cuando lo hagan ya habrá tomado cuerpo y tendrán que evacuar el edificio. Llegarán los bomberos y entonces entraremos nosotros dos disfrazados con el equipo al completo que ellos utilizan, máscaras incluidas. Nadie sabrá quienes somos.

Margaret y Bob habían vuelto a discutir sobre la oportunidad de revelar su secreto equipo de ocultación, pero, de nuevo, Bob impuso su criterio e inventó el ardid de los bomberos para justificar ante Pieterf la facilidad con qué podían moverse por el interior del edificio.

-No está mal pensado -concedió Pieterf-, aunque os va a resultar bastante difícil lograr abrir la cámara de O´Connell. Tened en cuenta que vais a disponer de muy poco tiempo para esa complicada operación.

-No hay cuidado -contestó Bob-. Tenemos las claves de apertura, aunque no me preguntes cómo las hemos obtenido. Dispongo de muy buenos amigos que nos ayudan, pero no puedo revelar su identidad.

Pieterf tuvo que admitir que aquello que parecía imposible, tenía un cierto margen de posibilidad y que, aunque con bastante riesgo, podría hacerse.

-Quizás fuera bueno que esta noche durmieras aquí con nosotros -sugirió Margaret- Así evitaríamos cualquier contingencia negativa que pudiera complicar la operación.

-Gracias Margaret, pero soy un lobo libre y solitario que goza siéndolo. Y  no te preocupes por mí: sé cuidarme.