miércoles, 25 de febrero de 2015

Capítulo XLIII


Los dos amigos iniciaron una lenta progresión hacia el despacho del general O´Connell. A estas alturas, ambos sabían que sus equipos de ocultación distaban mucho de ser elementos de absoluta invisibilidad. En realidad, no podían ignorar que la esencia del fantástico invento de William no era más que un ingenioso juego de luces, junto a un adelantado y novedoso sistema de transmisión de imágenes. Y, a pesar de la sofisticación del concepto general de los dispositivos y la concienzuda e ingeniosa elaboración de sus componentes, cualquier foco luminoso incontrolado podía delatarles, haciendo visible su presencia.

Habían planificado el método que deberían emplear durante su avance por la intrincada sede del SSD. Era necesario: el más pequeño fallo provocaría la alarma general, el edificio quedaría sellado y ellos se verían atrapados en el siniestro cubil de su encarnizado enemigo.

Por tanto, avanzaban despacio, en absoluto silencio. Se movían con precaución, solo cuando no había nadie que pudiera alarmarse por las fluctuaciones visuales que, aunque débiles, se producían con su movimiento. Tampoco podían abrir puertas en presencia de alguna persona y, sobre todo, debían evitar tropezarse con algo o alguien.

Fue así como accedieron hasta la tercera planta, en la que estaba ubicado el despacho del general. Habían atravesado la planta baja, donde se hallaban los servicios de seguridad, con el puesto de observación permanente de las cámaras, dispuestas a lo largo y ancho de todo el edificio. Superaron el primer piso, ocupado por las oficinas de acopios, administración y documentación, y también el segundo, donde tenían instalada la central de comunicaciones, junto a los servicios de información. Llegados, por fin, a la tercera planta, lograron entrar sin dificultad en el despacho de O´Connell, no sin antes sortear la animada concurrencia de los agentes especiales que componían las distintas secciones de la central de operaciones, alojada en este mismo piso.

Pronto advirtieron la inviabilidad de instalar la cámara espía que llevaban:  era imposible camuflarla en el lugar adecuado, con el enfoque necesario para observar la apertura de la cámara acorazada.

-¡Maldita sea! -susurró Bob al oído de Margaret- Vamos a tener que esperar a la llegada del general y rezar para que se le ocurra abrir pronto la cámara.

-Bueno -replicó Margaret-, habrá que armarse de paciencia.

No tenían otra opción. Puestos a esperar, aprovecharon el tiempo para efectuar un minucioso registro de toda la estancia, aunque no hallaron nada aprovechable. Era evidente que O´Connell era un tipo cuidadoso.

Por suerte, el general apareció pronto, aunque portando un humor de mil diablos. Pieterf no se había presentado a la cita y él estaba convencido de que la operación había fallado a causa de que algún maldito soplón, integrante de su mismo departamento, había alertado a la presa.

-¡He de acabar con ese asqueroso traidor! -mascullaba entre dientes, al tiempo que repartía órdenes a diestro y siniestro, con grandes voces, llenando la estancia de imprecaciones y juramentos.

En realidad, tanto aquella pétrea firmeza suya de siempre, como la despótica determinación que le habían acompañado en todas y cada una de las circunstancias de su larga carrera, se estaban resquebrajando por momentos. La desaparición de Homer, así como los continuos fracasos cosechados en sus intentos de acabar con Pieterf, Margaret y Bryant le tenían entre sorprendido e inquieto. ¡Jamás le había ocurrido cosa igual!

Era como si una mano invisible, negra, opresiva y misteriosa moviera en su contra los hilos motrices de aquellos frustrados acontecimientos, para guiarlos hacia el fracaso. No creía en fantasmas, ni en nada que no se pudiera tocar, pero tantos reveses cobrados en tan poco tiempo, le estaban conduciendo a una situación incomprensible.

Poco a poco fue calmándose. Sacó de un armario un vaso y una botella de coñac francés y se sirvió un largo trago. Hecho esto, fue hacia la cámara y la abrió, para suerte de Margaret y Bob que presenciaban la escena inmóviles, pegados a una de las paredes y en el más riguroso silencio. Temían, y trataban de evitar, que hasta el rumor de su agitada respiración y el rítmico golpeteo de su acelerado corazón, provocados por aquel tenso trance, les delataran.

Pero valía la pena soportar aquel agobio. Gracias a la paciencia y osadía mostrados por ambos amigos, pudieron conocer las claves de apertura de la cámara blindada del general. Consistían en una combinación de letras y números, la introducción de su tarjeta personal en el alojamiento de control y algo más con lo que no contaban: una sofisticada llave que ocultaba en un lugar secreto del despacho y la huella dactilar de su dedo pulgar, colocada sobre un sensor del dispositivo de apertura.

A Margaret se le vino el cielo encima al ver esto último. Todo lo que habían planeado y hecho hasta el momento no había servido de nada. ¡Sin la huella del general, era imposible acceder a la cámara!

Pero Bob anduvo listo y en un momento, mientras el general reunía los documentos que había ido a buscar, se hizo con el vaso usado para su trago de coñac, lo guardó e hizo una seña a Margaret para salir huyendo a toda prisa.

Algo notó O´Connell porque volvió la cabeza y alcanzó a ver cómo la puerta de su despacho se cerraba sola.

-¿Qué demonios...? -masculló.

Sorprendido fue hasta la puerta, la abrió y miró hacia fuera. Pero en el corredor no había nadie y, aunque algo intrigado por la falta de una explicación coherente, retornó a su tarea en el interior de la cámara. Más tarde, se rompería la cabeza para tratar de recordar qué diablos había hecho con el vaso que faltaba y dónde demonios lo habría metido.

La retirada de Margaret y Bob no resultó tan "limpia" como su arribada. A la precipitación lógica por salir cuanto antes de aquella complicada y peligrosa madriguera, se le unió un desagradable defecto en el sistema de ocultación de Margaret: de repente, una de las cámaras dejó de emitir correctamente al producirse intermitencias en la emisión de las imágenes.

-No te preocupes. Pégate a mí -aconsejó Bob a Margaret, cuando ésta solicitó su ayuda, asustada ante aquel imprevisto. Más tarde sabrían que estaba producido por una baja carga de la batería-, aunque noten algo, mi equipo les despistará.

Consiguieron salir de allí con mucha suerte, sin descubrirse y sin que los pequeños percances que se produjeron, debido a los fallos en el equipo de Margaret, dieran lugar a que cundiera la alarma en el edificio.

Como dijo un agente a otro, al comentar alguna de las extrañas visiones que había presenciado:

-Se diría que un fantasma ha pasado por aquí. Pero si le digo esto al general me envía a barrer las cuadras de la policía metropolitana a caballo...en el mejor de los casos y si le pillo con buen humor.

-¡Ya le tenemos cogido! -exclamó Bob, tan pronto se vieron a salvo en su refugio de  Hempstead.

-Bueno, me tendrás que decir cómo vas a resolver el problema de la huella del general. Sin su dedo es imposible abrir la cámara.

-Eso es pan comido para el laboratorio de mis amigos. Si hay suficiente huella dactilar en el vaso que le hemos quitado, como espero, me fabricaran una réplica de silicona sobre un dedil de látex.

-¿Y si no hay suficiente huella -insistió Margaret.

-¡Caray, Margaret! ¡No seas gafe! En ese caso lo volveremos a intentar mañana mismo en The Towers of Waldorf ¿Te parece bien?  

No hay comentarios:

Publicar un comentario