miércoles, 18 de febrero de 2015

Capítulo XLII


Conforme Rodríguez iba recibiendo la información sobre el resultado oficial del enrevesado caso del asesinato de los marqueses de Puente Alto, por boca de su antiguo jefe, el comisario Casado, su interés crecía en intensidad, Al mismo tiempo, sin embargo, podía apreciarse cómo un velo de contrariedad iba cubriendo su ánimo, plasmando en su rostro un claro y marcado ceño de decepción y hasta de disgusto.

-Pero, por fin...¿cómo ha quedado reflejado el asesinato de los marqueses en el informe oficial de la encuesta? -preguntó Rodríguez, muy escamado.

-Ni más, ni menos de como la superioridad ordenó que se hiciera. Como había que tapar todo lo referente a la máscara y sus ladrones, se dispuso una historia medianamente creíble: el sobrino hizo matar a sus tíos, con el propósito de heredarles, mediante la ayuda de unos sicarios. Estos no quedaron satisfechos con el pago, al no ajustarse a lo prometido, y acabaron también con él. Lo importante para nosotros es que la red de contrabando ha sido desmantelada y ya no tenemos que preocuparnos por los asesinos chinos: Los agentes de su Gobierno van tras ellos y...francamente, no doy un ochavo moruno por su piel.

-De todas formas, ¡hay que fastidiarse, jefe! Para dos casos de verdadera importancia que tenemos la suerte de intervenir y resolver, llegan los señorones de arriba y nos los capan. ¡Y con el mismo descaro que si lo hubieran resuelto ellos! ¡Así se escribe la historia!

-Claro, Rodríguez, ¿Qué esperabas? ¿Una medalla, tal vez? ¿Por qué crees que hay más subordinados que jefes? Los que mandan saben muy bien cómo proteger sus intereses y limitar la competencia.

-¡Ah, comisario! Eso me lo sé yo de corrida. Hace poco pude leer las declaraciones de un Premio Nobel a la salida de una reunión de grandes "cerebros", en no sé qué ciudad, de un país que no recuerdo. Venía a decir que habían estado discurriendo sobre la reprobable situación en la  que se halla el mundo, en el que, a pesar de existir tantos gobiernos diferentes, tantas diversas ideologías políticas y teorías económicas, nadie ha podido evitar que haya muchos más pobres que ricos. Trataban de encontrar el motivo, antes de enunciar sus recomendaciones de cara a resolver la situación ¡Pero no lo hallaban! Pensé que sabrían mucho de lo suyo, pero en cosas de la vida real y corriente estaban "pez"

-¡Vaya por Dios, Rodríguez! ¡No me irás a decir que tú sí lo sabes!

-Elemental, querido jefe. No hay que rascarse mucho el cogote para saberlo: Hay más pobres que ricos, por la sencilla razón de que, por lo general, es mucho más fácil ser pobre que rico. Así que aplíquese esta misma regla al motivo por el que hay más subordinados que jefes.

La ocurrente salida de Rodríguez fue acogida por su antiguo jefe con abundantes y sonoras carcajadas, además de alguna que otra chirigota. Dejaron así a un lado los sinsabores propios de la profesión y encaminaron su charla por sendas mucho más animadas y placenteras.

-Por cierto, jefe ¿Qué fue de la orden internacional de búsqueda de la señora Márgara Fuster, alias Muriel Dallamore? -preguntó Rodríguez, al recordar de pronto a la protagonista de su anterior éxito internacional.

-Se anuló, al mismo tiempo que se echaba tierra sobre tu expediente. Ya sabes: había demasiado pez gordo envuelto en él.

En aquel preciso momento, al otro lado del proceloso Océano Atlántico, Margaret Foster, el verdadero nombre de Márgara, y Bob Bryant conversaban en su refugio de Hempstead. Planeaban su próximo movimiento en la batalla planteada para escapar de las temibles garras del general O´Connell.

-No podemos perder más tiempo -aseguró Bob- He recibido el soplo de que los esbirros del general están peinando, casa por casa, todos los barrios de Queens. Tarde o temprano llegarán hasta aquí y tenemos que adelantarnos.

-Lo que tú digas -replicó Margaret- Yo estoy preparada.

-Bien. Haremos que esta misma noche, Pieterf vuelva a interrogar a nuestro prisionero Homer, para confirmar los datos que nos suministró sobre la disposición de las estancias y sistemas de seguridad de la sede de la SSD. Estudiaremos los itinerarios más adecuados y mañana entraremos allí con nuestros equipos de ocultación y los duplicados de los dispositivos de pase y apertura de O´Connell

-¿Sigues con la idea de no revelar nuestro secreto a Pieterf?

-Así es. De momento no lo considero conveniente. Tiempo habrá para hacerlo, si llega el caso. Seguro que sospecha que le ocultamos algo. Es demasiado astuto como para que no se dé cuenta, pero ya se me ocurrirá algo que explique nuestra facilidad para movernos en territorio enemigo. Cuento con él para hacer salir al general de su despacho, citándole en un lugar convenientemente apartado, con el pretexto de arreglar la situación entre ellos. O´Connell irá, seguro, acompañado por una fuerte escolta, con la intención de eliminarle. Así podremos acceder al despacho del general y, al mismo tiempo, movernos por el edificio con mayor facilidad, al faltar el personal movilizado para su encuentro con Pieterf.

-De acuerdo -concedió Margaret- me parece que es un buen plan. Solo necesitaremos que haya un poco de suerte y consigamos encontrar un lugar adecuado donde colocar nuestra cámara espía.

A media mañana del día siguiente, Margaret y Bob se hallaban en las inmediaciones de la entrada a la sede del SSD. Esperaban el aviso de Pietref en el interior del potente automóvil de Bob, enfundados ya en sus equipos de ocultación y dispuestos a poner en práctica el plan que habían estudiado, hasta el último detalle, el día anterior. El objetivo era muy claro: conseguir las claves de apertura de la cámara acorazada del general. Cualquier otro resultado sería un rotundo fracaso difícil de enmendar, pero estaban decididos a que esto no sucediera, aun en el peor de los supuestos.

Unos minutos más tarde, recibieron la comunicación de Pietref: la acción se había puesto en marcha.

Casi de inmediato, los dos amigos observaron un agitado movimiento de coches y personas en la entrada del SSD. Era su turno, pensaron. Pieterf había llamado al general desde el punto de encuentro solicitado y, en su diálogo con O´Connell, concedió justo el tiempo necesario para su localización. De ese modo, reforzaba su imagen de sincera disposición para llegar a un acuerdo conciliatorio con el general, que solventara sus diferencias.

Margaret y Bob pudieron observar como cuatro coches, repletos de agentes, salían disparados en dirección a Bayonne Bridge. Desde ese momento disponían de una hora, como mínimo, para completar la operación, pero la tenían que aprovechar hasta el último segundo.

-¡Rápido, apresúrate! ¡Tenemos que entrar antes de que vuelvan a cerrar la verja de entrada! -urgió Bob a Margaret.

Aunque disponían del dispositivo de apertura, estimaba Bob que no era conveniente usarlo en un principio. De hacerlo, podrían levantar las sospechas de los guardias de la entrada, al ver abrirse la verja sin su intervención, con el consiguiente riesgo de que, inquietos ante ese extraño hecho, pusieran el edificio en estado de alerta.

-¡Espera Bob! ¡Algo no funciona! ¡Ahora mismo te estoy viendo! -exclamó Margaret, alarmada.

-¡Tranquila, Margaret! Yo también, pero no te preocupes -trató de calmarla Bob-, estamos al aire libre y los reflejos del sol producen esos raros efectos en las cámaras. Pero esas difusas imágenes son suficientes para permitirnos pasar desapercibidos. Pégate a la pared y así el impacto visual será menor.

A pesar de este inconveniente, los dos amigos lograron introducirse en la guarida de su encarnizado enemigo sin más complicaciones.

   

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