Aquella
noche Margaret durmió mal. Y no fue a causa de alguna carencia o defecto del
lecho donde se acostó. En realidad, este era magnífico. Se podría calificar de
inmejorable, sin necesidad de recurrir a ninguna exageración. Bob le había
conseguido la coquetona, además de lujosa, suite Penthouse en el The Towers of
Waldorf Astoria y su dormitorio principal poseía una monumental cama, bajo un
fino y elegante dosel, que le hacía sentir la misma confortable sensación que
pudiera percibir acostada sobre una vaporosa nube celestial.
Pero
la preocupación por enfrentarse a su porfiado enemigo en la mañana siguiente le
tenía desvelada. Este obsesivo y fastidioso desasosiego le obligó a levantarse
varias veces durante la noche, interrupciones que aprovechó para prepararse una generosa infusión en la
súper equipada cocina de la suite y leer algo con lo que facilitar la llegada
del esquivo sueño.
Sin
embargo, tras aquella mala noche, a las 6 y 10 de la mañana, Margaret se hallaba
fresca, fragante, acicalada y vestida con su más elegante atuendo, que le
otorgaba una look distinguida, en perfecta armonía con el refinado y selecto
salón Astoria de la planta 26.
Aceptó
la mesa ofrecida por el estirado Maître que le salió al paso. Nadie podía
sospechar el nerviosismo que recorría su interior. A pesar de todo, su imagen
se mantenía serena y firme, como correspondía a una mujer de mundo, dueña de
poder y riqueza, acostumbrada a lograr sus objetivos y a disputarlos con
fiereza a quienes trataran de arrebatárselos.
Diez
minutos más tarde apareció O´Connell. Lanzó una mirada entre distraída e
indiferente a su alrededor, sin detenerla en las cinco mesas ocupadas en aquel
momento, y se dirigió a la suya. Estaba situada cerca de uno de los amplios
ventanales del fondo, bellamente enmarcados por rojos cortinajes con suaves
decorados de finos brocados en oro. La propia Margaret notó que la mirada del
general pasaba sobre ella con el mismo desinterés que pudiera sentir por los
muebles de la elegante estancia, harto de contemplarlos en sus diarias asistencias.
En
ese momento, los nervios de Margaret desaparecieron y fueron sustituidos por un
fuerte sentimiento de curiosidad y asombro. ¿Cómo era posible que aquel hombre
menudo, hosco y gris, sin ningún atractivo personal, hubiera alcanzado tanto
poder en un estamento oficial tan influyente y, sobre todo, fuese capaz de
haber ocasionado tantos hechos delictivos, incluida la muerte de su marido,
William, y de representar una segura e inmediata amenaza de muerte para su
persona?
Pocas
horas más tarde, comentaba su experiencia con Bob, arrellenados en el
confortable sofá del Living de su encantadora Suite, rodeados por relucientes
muebles de estilo y un suave decorado blanco, crema y azul.
-La
primera etapa está cumplida sin novedad -afirmó Margaret, aunque sin demasiada
rotundidad y, desde luego, sin ninguna jactancia. Su timbre de voz delataba en
ella una cierta vacilación o reparo.
-¿Algún
problema? -preguntó Bob, que captó, de inmediato, aquella leve indecisión de
sus palabras.
-No,
ninguno. Tengo la hora exacta de su llegada al lounge, así como el lugar que
ocupa cada día. He reservado la mesa que está a su lado, con la excusa de que
me apetece desayunar contemplando el atractivo panorama que ofrece el Midtown.
Estaré de espaldas a la parte lateral izquierda del asiento del general, para
que ambas posiciones formen un ángulo recto. Así situados, la distancia entre
el escáner y sus dispositivos de seguridad tendrá una longitud inferior al
metro. Es nuestra única opción, cualquier otra posición me alejaría del
recorrido útil del aparato.
-¿Entonces?
-insistió Bob, que seguía intuyendo alguna duda en su amiga.
-No,
no es que vea ningún problema, solo que me parece demasiado sencillo todo esto.
Estoy preocupada ante la posibilidad de que, de repente, todo se complique o de
que haya levantado sus sospechas. Además, ¿Estamos seguros de que no me
reconocerá o de que ya me haya identificado? ¿No crees posible que ahora mismo
esté maquinando mi muerte, de alguna refinada forma que parezca accidental?
-Olvídalo.
Él te conoció hace veinte años, seguro. Pero puedes tener la completa certeza
de que no dispone de una fotografía actual tuya. Han pasado muchos años, tú has
cambiado y con los arreglos que te has hecho para esta operación, puedes estar
bien segura de que no te va a identificar. De todas formas, estos dos días
vamos a estar muy alertas. Ahora, más que nunca, debemos mantener la guardia
bien alta.
-Bueno,
eso espero. Dios quiera que estés en lo cierto.
Durante
un tiempo, los dos amigos continuaron su discusión sobre algunos otros detalles
de la delicada actuación, que Margaret debía llevar acabo al día siguiente y,
más tarde, acudieron a su refugio en Hempstead, no sin tomar mil y una
precauciones a lo largo de todo el recorrido.
De
nuevo, Margaret volvió a dormir en The Towers. Y de nuevo tuvo que sufrir los
mismos inconvenientes de la noche anterior. De poco le sirvió la experiencia
adquirida ese día: sus nervios no solo se rebelaban contra su voluntad, sino
que además crecían, conforme se acercaba el momento de su delicada
intervención. Solo entonces, al descender las 15 plantas que le separaban del
Astoria Lounge, y entrar en él, echó mano de su firme carácter y logró
dominarlos.
Tomó
asiento en la mesa elegida y solicitó un abundante full English breakfast al
amable camarero que le atendió. El Lounge disponía de un variado, selecto y
apetecible buffet, pero Margaret necesitaba disponer del mayor tiempo posible,
además de darse un toque de distinción, alejándose de los habituales desayunos
neoyorquinos.
A
las 6 y veinte, en punto, apareció el general O´Connell por la puerta del
Astoria Lounge. Allí le aguardaba otro servicial camarero, impecablemente
vestido como todos ellos, que le acompañó a su mesa, mientras le saludaba con
sumo respeto y le hacía la misma pregunta de cada día: "¿Tomará lo de siempre el señor?"
Margaret
siguió, con oído atento, el movimiento de ambos hombres sin desviar la mirada del plato, en donde
consumía unos apetecibles huevos revueltos. Así pudo sentir cómo el general se
acomodaba a su espalda y cómo el camarero iba sirviéndole lo acostumbrado y le
proveía de varios diarios.
Había
llegado el momento y no había tiempo que perder. Puso en marcha el dispositivo
de copia escondido en su bolso y prosiguió con su desayuno.
De
pronto, algo raro notó que le obligo a girar ligeramente la cabeza y mirar de
reojo hacia la situación del general. Y...¡Horror! ¡O´Connell se había sentado
en el asiento opuesto al de su habitual posición! ¡El aparato estaba fuera de
alcance! Todo el plan se venía abajo. Quizás el hosco y misógino militar había
considerado un ataque a su intimidad la cercanía de aquella impertinente señora
y había decidido cambiar de asiento, con gran fastidio, sin duda, al ver
alteradas sus costumbres.
Margaret
trataba de encontrar, desesperadamente, una solución sin hallarla. Cualquier
intento de acercamiento sería interpretado por el desconfiado general como algo
sospechoso. ¡Ni siquiera podía intentar el femenino recurso de la seducción!
De
repente, vio llegar al waiter que servía al general. Era un auténtico armario
con brazos, de 1,90 de alto y no menos de 280 libras de peso. No lo pensó más.
Margaret se levantó al llegar a su lado y se interpuso en su majestuosa marcha.
El buen hombre, que ni la vio, tropezó con ella y le propinó tal empellón que
la hizo volar hasta aterrizar en el aterrado regazo de O´Connell. La fuerza del
impacto volcó su asiento y ambos dieron con sus cuerpos en el suelo, revueltos
y doloridos.
"Uno,
dos, tres..." contaba los segundos Margaret, mientras apretaba su
brillante bolso de mano azul contra su pecho y se agarraba al general con la
otra. "Cuatro, cinco, seis.." seguía calculando, al tiempo que el
fornido camarero, el maître y algunos de los presentes acudían en su ayuda.
Cuando,
por fin, lograron levantarles, Margaret había alcanzado su objetivo.
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