lunes, 5 de enero de 2015

Capítulo XXXVII


Aquella noche Margaret durmió mal. Y no fue a causa de alguna carencia o defecto del lecho donde se acostó. En realidad, este era magnífico. Se podría calificar de inmejorable, sin necesidad de recurrir a ninguna exageración. Bob le había conseguido la coquetona, además de lujosa, suite Penthouse en el The Towers of Waldorf Astoria y su dormitorio principal poseía una monumental cama, bajo un fino y elegante dosel, que le hacía sentir la misma confortable sensación que pudiera percibir acostada sobre una vaporosa nube celestial.

Pero la preocupación por enfrentarse a su porfiado enemigo en la mañana siguiente le tenía desvelada. Este obsesivo y fastidioso desasosiego le obligó a levantarse varias veces durante la noche, interrupciones que aprovechó para prepararse una generosa infusión en la súper equipada cocina de la suite y leer algo con lo que facilitar la llegada del esquivo sueño.

Sin embargo, tras aquella mala noche, a las 6 y 10 de la mañana, Margaret se hallaba fresca, fragante, acicalada y vestida con su más elegante atuendo, que le otorgaba una look distinguida, en perfecta armonía con el refinado y selecto salón Astoria de la planta 26.

Aceptó la mesa ofrecida por el estirado Maître que le salió al paso. Nadie podía sospechar el nerviosismo que recorría su interior. A pesar de todo, su imagen se mantenía serena y firme, como correspondía a una mujer de mundo, dueña de poder y riqueza, acostumbrada a lograr sus objetivos y a disputarlos con fiereza a quienes trataran de arrebatárselos.

Diez minutos más tarde apareció O´Connell. Lanzó una mirada entre distraída e indiferente a su alrededor, sin detenerla en las cinco mesas ocupadas en aquel momento, y se dirigió a la suya. Estaba situada cerca de uno de los amplios ventanales del fondo, bellamente enmarcados por rojos cortinajes con suaves decorados de finos brocados en oro. La propia Margaret notó que la mirada del general pasaba sobre ella con el mismo desinterés que pudiera sentir por los muebles de la elegante estancia, harto de contemplarlos en sus diarias asistencias.

En ese momento, los nervios de Margaret desaparecieron y fueron sustituidos por un fuerte sentimiento de curiosidad y asombro. ¿Cómo era posible que aquel hombre menudo, hosco y gris, sin ningún atractivo personal, hubiera alcanzado tanto poder en un estamento oficial tan influyente y, sobre todo, fuese capaz de haber ocasionado tantos hechos delictivos, incluida la muerte de su marido, William, y de representar una segura e inmediata amenaza de muerte para su persona?

Pocas horas más tarde, comentaba su experiencia con Bob, arrellenados en el confortable sofá del Living de su encantadora Suite, rodeados por relucientes muebles de estilo y un suave decorado blanco, crema y azul. 

-La primera etapa está cumplida sin novedad -afirmó Margaret, aunque sin demasiada rotundidad y, desde luego, sin ninguna jactancia. Su timbre de voz delataba en ella una cierta vacilación o reparo.

-¿Algún problema? -preguntó Bob, que captó, de inmediato, aquella leve indecisión de sus palabras.

-No, ninguno. Tengo la hora exacta de su llegada al lounge, así como el lugar que ocupa cada día. He reservado la mesa que está a su lado, con la excusa de que me apetece desayunar contemplando el atractivo panorama que ofrece el Midtown. Estaré de espaldas a la parte lateral izquierda del asiento del general, para que ambas posiciones formen un ángulo recto. Así situados, la distancia entre el escáner y sus dispositivos de seguridad tendrá una longitud inferior al metro. Es nuestra única opción, cualquier otra posición me alejaría del recorrido útil del aparato.

-¿Entonces? -insistió Bob, que seguía intuyendo alguna duda en su amiga.

-No, no es que vea ningún problema, solo que me parece demasiado sencillo todo esto. Estoy preocupada ante la posibilidad de que, de repente, todo se complique o de que haya levantado sus sospechas. Además, ¿Estamos seguros de que no me reconocerá o de que ya me haya identificado? ¿No crees posible que ahora mismo esté maquinando mi muerte, de alguna refinada forma que parezca accidental?

-Olvídalo. Él te conoció hace veinte años, seguro. Pero puedes tener la completa certeza de que no dispone de una fotografía actual tuya. Han pasado muchos años, tú has cambiado y con los arreglos que te has hecho para esta operación, puedes estar bien segura de que no te va a identificar. De todas formas, estos dos días vamos a estar muy alertas. Ahora, más que nunca, debemos mantener la guardia bien alta.

-Bueno, eso espero. Dios quiera que estés en lo cierto.

Durante un tiempo, los dos amigos continuaron su discusión sobre algunos otros detalles de la delicada actuación, que Margaret debía llevar acabo al día siguiente y, más tarde, acudieron a su refugio en Hempstead, no sin tomar mil y una precauciones a lo largo de todo el recorrido.

De nuevo, Margaret volvió a dormir en The Towers. Y de nuevo tuvo que sufrir los mismos inconvenientes de la noche anterior. De poco le sirvió la experiencia adquirida ese día: sus nervios no solo se rebelaban contra su voluntad, sino que además crecían, conforme se acercaba el momento de su delicada intervención. Solo entonces, al descender las 15 plantas que le separaban del Astoria Lounge, y entrar en él, echó mano de su firme carácter y logró dominarlos.     

Tomó asiento en la mesa elegida y solicitó un abundante full English breakfast al amable camarero que le atendió. El Lounge disponía de un variado, selecto y apetecible buffet, pero Margaret necesitaba disponer del mayor tiempo posible, además de darse un toque de distinción, alejándose de los habituales desayunos neoyorquinos.

A las 6 y veinte, en punto, apareció el general O´Connell por la puerta del Astoria Lounge. Allí le aguardaba otro servicial camarero, impecablemente vestido como todos ellos, que le acompañó a su mesa, mientras le saludaba con sumo respeto y le hacía la misma pregunta de cada día: "¿Tomará lo de siempre el señor?"

Margaret siguió, con oído atento, el movimiento de ambos hombres sin desviar la mirada del plato, en donde consumía unos apetecibles huevos revueltos. Así pudo sentir cómo el general se acomodaba a su espalda y cómo el camarero iba sirviéndole lo acostumbrado y le proveía de varios diarios.

Había llegado el momento y no había tiempo que perder. Puso en marcha el dispositivo de copia escondido en su bolso y prosiguió con su desayuno.

De pronto, algo raro notó que le obligo a girar ligeramente la cabeza y mirar de reojo hacia la situación del general. Y...¡Horror! ¡O´Connell se había sentado en el asiento opuesto al de su habitual posición! ¡El aparato estaba fuera de alcance! Todo el plan se venía abajo. Quizás el hosco y misógino militar había considerado un ataque a su intimidad la cercanía de aquella impertinente señora y había decidido cambiar de asiento, con gran fastidio, sin duda, al ver alteradas sus costumbres.

Margaret trataba de encontrar, desesperadamente, una solución sin hallarla. Cualquier intento de acercamiento sería interpretado por el desconfiado general como algo sospechoso. ¡Ni siquiera podía intentar el femenino recurso de la seducción!

De repente, vio llegar al waiter que servía al general. Era un auténtico armario con brazos, de 1,90 de alto y no menos de 280 libras de peso. No lo pensó más. Margaret se levantó al llegar a su lado y se interpuso en su majestuosa marcha. El buen hombre, que ni la vio, tropezó con ella y le propinó tal empellón que la hizo volar hasta aterrizar en el aterrado regazo de O´Connell. La fuerza del impacto volcó su asiento y ambos dieron con sus cuerpos en el suelo, revueltos y doloridos.

"Uno, dos, tres..." contaba los segundos Margaret, mientras apretaba su brillante bolso de mano azul contra su pecho y se agarraba al general con la otra. "Cuatro, cinco, seis.." seguía calculando, al tiempo que el fornido camarero, el maître y algunos de los presentes acudían en su ayuda.

Cuando, por fin, lograron levantarles, Margaret había alcanzado su objetivo.         

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