miércoles, 25 de febrero de 2015

Capítulo XLIII


Los dos amigos iniciaron una lenta progresión hacia el despacho del general O´Connell. A estas alturas, ambos sabían que sus equipos de ocultación distaban mucho de ser elementos de absoluta invisibilidad. En realidad, no podían ignorar que la esencia del fantástico invento de William no era más que un ingenioso juego de luces, junto a un adelantado y novedoso sistema de transmisión de imágenes. Y, a pesar de la sofisticación del concepto general de los dispositivos y la concienzuda e ingeniosa elaboración de sus componentes, cualquier foco luminoso incontrolado podía delatarles, haciendo visible su presencia.

Habían planificado el método que deberían emplear durante su avance por la intrincada sede del SSD. Era necesario: el más pequeño fallo provocaría la alarma general, el edificio quedaría sellado y ellos se verían atrapados en el siniestro cubil de su encarnizado enemigo.

Por tanto, avanzaban despacio, en absoluto silencio. Se movían con precaución, solo cuando no había nadie que pudiera alarmarse por las fluctuaciones visuales que, aunque débiles, se producían con su movimiento. Tampoco podían abrir puertas en presencia de alguna persona y, sobre todo, debían evitar tropezarse con algo o alguien.

Fue así como accedieron hasta la tercera planta, en la que estaba ubicado el despacho del general. Habían atravesado la planta baja, donde se hallaban los servicios de seguridad, con el puesto de observación permanente de las cámaras, dispuestas a lo largo y ancho de todo el edificio. Superaron el primer piso, ocupado por las oficinas de acopios, administración y documentación, y también el segundo, donde tenían instalada la central de comunicaciones, junto a los servicios de información. Llegados, por fin, a la tercera planta, lograron entrar sin dificultad en el despacho de O´Connell, no sin antes sortear la animada concurrencia de los agentes especiales que componían las distintas secciones de la central de operaciones, alojada en este mismo piso.

Pronto advirtieron la inviabilidad de instalar la cámara espía que llevaban:  era imposible camuflarla en el lugar adecuado, con el enfoque necesario para observar la apertura de la cámara acorazada.

-¡Maldita sea! -susurró Bob al oído de Margaret- Vamos a tener que esperar a la llegada del general y rezar para que se le ocurra abrir pronto la cámara.

-Bueno -replicó Margaret-, habrá que armarse de paciencia.

No tenían otra opción. Puestos a esperar, aprovecharon el tiempo para efectuar un minucioso registro de toda la estancia, aunque no hallaron nada aprovechable. Era evidente que O´Connell era un tipo cuidadoso.

Por suerte, el general apareció pronto, aunque portando un humor de mil diablos. Pieterf no se había presentado a la cita y él estaba convencido de que la operación había fallado a causa de que algún maldito soplón, integrante de su mismo departamento, había alertado a la presa.

-¡He de acabar con ese asqueroso traidor! -mascullaba entre dientes, al tiempo que repartía órdenes a diestro y siniestro, con grandes voces, llenando la estancia de imprecaciones y juramentos.

En realidad, tanto aquella pétrea firmeza suya de siempre, como la despótica determinación que le habían acompañado en todas y cada una de las circunstancias de su larga carrera, se estaban resquebrajando por momentos. La desaparición de Homer, así como los continuos fracasos cosechados en sus intentos de acabar con Pieterf, Margaret y Bryant le tenían entre sorprendido e inquieto. ¡Jamás le había ocurrido cosa igual!

Era como si una mano invisible, negra, opresiva y misteriosa moviera en su contra los hilos motrices de aquellos frustrados acontecimientos, para guiarlos hacia el fracaso. No creía en fantasmas, ni en nada que no se pudiera tocar, pero tantos reveses cobrados en tan poco tiempo, le estaban conduciendo a una situación incomprensible.

Poco a poco fue calmándose. Sacó de un armario un vaso y una botella de coñac francés y se sirvió un largo trago. Hecho esto, fue hacia la cámara y la abrió, para suerte de Margaret y Bob que presenciaban la escena inmóviles, pegados a una de las paredes y en el más riguroso silencio. Temían, y trataban de evitar, que hasta el rumor de su agitada respiración y el rítmico golpeteo de su acelerado corazón, provocados por aquel tenso trance, les delataran.

Pero valía la pena soportar aquel agobio. Gracias a la paciencia y osadía mostrados por ambos amigos, pudieron conocer las claves de apertura de la cámara blindada del general. Consistían en una combinación de letras y números, la introducción de su tarjeta personal en el alojamiento de control y algo más con lo que no contaban: una sofisticada llave que ocultaba en un lugar secreto del despacho y la huella dactilar de su dedo pulgar, colocada sobre un sensor del dispositivo de apertura.

A Margaret se le vino el cielo encima al ver esto último. Todo lo que habían planeado y hecho hasta el momento no había servido de nada. ¡Sin la huella del general, era imposible acceder a la cámara!

Pero Bob anduvo listo y en un momento, mientras el general reunía los documentos que había ido a buscar, se hizo con el vaso usado para su trago de coñac, lo guardó e hizo una seña a Margaret para salir huyendo a toda prisa.

Algo notó O´Connell porque volvió la cabeza y alcanzó a ver cómo la puerta de su despacho se cerraba sola.

-¿Qué demonios...? -masculló.

Sorprendido fue hasta la puerta, la abrió y miró hacia fuera. Pero en el corredor no había nadie y, aunque algo intrigado por la falta de una explicación coherente, retornó a su tarea en el interior de la cámara. Más tarde, se rompería la cabeza para tratar de recordar qué diablos había hecho con el vaso que faltaba y dónde demonios lo habría metido.

La retirada de Margaret y Bob no resultó tan "limpia" como su arribada. A la precipitación lógica por salir cuanto antes de aquella complicada y peligrosa madriguera, se le unió un desagradable defecto en el sistema de ocultación de Margaret: de repente, una de las cámaras dejó de emitir correctamente al producirse intermitencias en la emisión de las imágenes.

-No te preocupes. Pégate a mí -aconsejó Bob a Margaret, cuando ésta solicitó su ayuda, asustada ante aquel imprevisto. Más tarde sabrían que estaba producido por una baja carga de la batería-, aunque noten algo, mi equipo les despistará.

Consiguieron salir de allí con mucha suerte, sin descubrirse y sin que los pequeños percances que se produjeron, debido a los fallos en el equipo de Margaret, dieran lugar a que cundiera la alarma en el edificio.

Como dijo un agente a otro, al comentar alguna de las extrañas visiones que había presenciado:

-Se diría que un fantasma ha pasado por aquí. Pero si le digo esto al general me envía a barrer las cuadras de la policía metropolitana a caballo...en el mejor de los casos y si le pillo con buen humor.

-¡Ya le tenemos cogido! -exclamó Bob, tan pronto se vieron a salvo en su refugio de  Hempstead.

-Bueno, me tendrás que decir cómo vas a resolver el problema de la huella del general. Sin su dedo es imposible abrir la cámara.

-Eso es pan comido para el laboratorio de mis amigos. Si hay suficiente huella dactilar en el vaso que le hemos quitado, como espero, me fabricaran una réplica de silicona sobre un dedil de látex.

-¿Y si no hay suficiente huella -insistió Margaret.

-¡Caray, Margaret! ¡No seas gafe! En ese caso lo volveremos a intentar mañana mismo en The Towers of Waldorf ¿Te parece bien?  

miércoles, 18 de febrero de 2015

Capítulo XLII


Conforme Rodríguez iba recibiendo la información sobre el resultado oficial del enrevesado caso del asesinato de los marqueses de Puente Alto, por boca de su antiguo jefe, el comisario Casado, su interés crecía en intensidad, Al mismo tiempo, sin embargo, podía apreciarse cómo un velo de contrariedad iba cubriendo su ánimo, plasmando en su rostro un claro y marcado ceño de decepción y hasta de disgusto.

-Pero, por fin...¿cómo ha quedado reflejado el asesinato de los marqueses en el informe oficial de la encuesta? -preguntó Rodríguez, muy escamado.

-Ni más, ni menos de como la superioridad ordenó que se hiciera. Como había que tapar todo lo referente a la máscara y sus ladrones, se dispuso una historia medianamente creíble: el sobrino hizo matar a sus tíos, con el propósito de heredarles, mediante la ayuda de unos sicarios. Estos no quedaron satisfechos con el pago, al no ajustarse a lo prometido, y acabaron también con él. Lo importante para nosotros es que la red de contrabando ha sido desmantelada y ya no tenemos que preocuparnos por los asesinos chinos: Los agentes de su Gobierno van tras ellos y...francamente, no doy un ochavo moruno por su piel.

-De todas formas, ¡hay que fastidiarse, jefe! Para dos casos de verdadera importancia que tenemos la suerte de intervenir y resolver, llegan los señorones de arriba y nos los capan. ¡Y con el mismo descaro que si lo hubieran resuelto ellos! ¡Así se escribe la historia!

-Claro, Rodríguez, ¿Qué esperabas? ¿Una medalla, tal vez? ¿Por qué crees que hay más subordinados que jefes? Los que mandan saben muy bien cómo proteger sus intereses y limitar la competencia.

-¡Ah, comisario! Eso me lo sé yo de corrida. Hace poco pude leer las declaraciones de un Premio Nobel a la salida de una reunión de grandes "cerebros", en no sé qué ciudad, de un país que no recuerdo. Venía a decir que habían estado discurriendo sobre la reprobable situación en la  que se halla el mundo, en el que, a pesar de existir tantos gobiernos diferentes, tantas diversas ideologías políticas y teorías económicas, nadie ha podido evitar que haya muchos más pobres que ricos. Trataban de encontrar el motivo, antes de enunciar sus recomendaciones de cara a resolver la situación ¡Pero no lo hallaban! Pensé que sabrían mucho de lo suyo, pero en cosas de la vida real y corriente estaban "pez"

-¡Vaya por Dios, Rodríguez! ¡No me irás a decir que tú sí lo sabes!

-Elemental, querido jefe. No hay que rascarse mucho el cogote para saberlo: Hay más pobres que ricos, por la sencilla razón de que, por lo general, es mucho más fácil ser pobre que rico. Así que aplíquese esta misma regla al motivo por el que hay más subordinados que jefes.

La ocurrente salida de Rodríguez fue acogida por su antiguo jefe con abundantes y sonoras carcajadas, además de alguna que otra chirigota. Dejaron así a un lado los sinsabores propios de la profesión y encaminaron su charla por sendas mucho más animadas y placenteras.

-Por cierto, jefe ¿Qué fue de la orden internacional de búsqueda de la señora Márgara Fuster, alias Muriel Dallamore? -preguntó Rodríguez, al recordar de pronto a la protagonista de su anterior éxito internacional.

-Se anuló, al mismo tiempo que se echaba tierra sobre tu expediente. Ya sabes: había demasiado pez gordo envuelto en él.

En aquel preciso momento, al otro lado del proceloso Océano Atlántico, Margaret Foster, el verdadero nombre de Márgara, y Bob Bryant conversaban en su refugio de Hempstead. Planeaban su próximo movimiento en la batalla planteada para escapar de las temibles garras del general O´Connell.

-No podemos perder más tiempo -aseguró Bob- He recibido el soplo de que los esbirros del general están peinando, casa por casa, todos los barrios de Queens. Tarde o temprano llegarán hasta aquí y tenemos que adelantarnos.

-Lo que tú digas -replicó Margaret- Yo estoy preparada.

-Bien. Haremos que esta misma noche, Pieterf vuelva a interrogar a nuestro prisionero Homer, para confirmar los datos que nos suministró sobre la disposición de las estancias y sistemas de seguridad de la sede de la SSD. Estudiaremos los itinerarios más adecuados y mañana entraremos allí con nuestros equipos de ocultación y los duplicados de los dispositivos de pase y apertura de O´Connell

-¿Sigues con la idea de no revelar nuestro secreto a Pieterf?

-Así es. De momento no lo considero conveniente. Tiempo habrá para hacerlo, si llega el caso. Seguro que sospecha que le ocultamos algo. Es demasiado astuto como para que no se dé cuenta, pero ya se me ocurrirá algo que explique nuestra facilidad para movernos en territorio enemigo. Cuento con él para hacer salir al general de su despacho, citándole en un lugar convenientemente apartado, con el pretexto de arreglar la situación entre ellos. O´Connell irá, seguro, acompañado por una fuerte escolta, con la intención de eliminarle. Así podremos acceder al despacho del general y, al mismo tiempo, movernos por el edificio con mayor facilidad, al faltar el personal movilizado para su encuentro con Pieterf.

-De acuerdo -concedió Margaret- me parece que es un buen plan. Solo necesitaremos que haya un poco de suerte y consigamos encontrar un lugar adecuado donde colocar nuestra cámara espía.

A media mañana del día siguiente, Margaret y Bob se hallaban en las inmediaciones de la entrada a la sede del SSD. Esperaban el aviso de Pietref en el interior del potente automóvil de Bob, enfundados ya en sus equipos de ocultación y dispuestos a poner en práctica el plan que habían estudiado, hasta el último detalle, el día anterior. El objetivo era muy claro: conseguir las claves de apertura de la cámara acorazada del general. Cualquier otro resultado sería un rotundo fracaso difícil de enmendar, pero estaban decididos a que esto no sucediera, aun en el peor de los supuestos.

Unos minutos más tarde, recibieron la comunicación de Pietref: la acción se había puesto en marcha.

Casi de inmediato, los dos amigos observaron un agitado movimiento de coches y personas en la entrada del SSD. Era su turno, pensaron. Pieterf había llamado al general desde el punto de encuentro solicitado y, en su diálogo con O´Connell, concedió justo el tiempo necesario para su localización. De ese modo, reforzaba su imagen de sincera disposición para llegar a un acuerdo conciliatorio con el general, que solventara sus diferencias.

Margaret y Bob pudieron observar como cuatro coches, repletos de agentes, salían disparados en dirección a Bayonne Bridge. Desde ese momento disponían de una hora, como mínimo, para completar la operación, pero la tenían que aprovechar hasta el último segundo.

-¡Rápido, apresúrate! ¡Tenemos que entrar antes de que vuelvan a cerrar la verja de entrada! -urgió Bob a Margaret.

Aunque disponían del dispositivo de apertura, estimaba Bob que no era conveniente usarlo en un principio. De hacerlo, podrían levantar las sospechas de los guardias de la entrada, al ver abrirse la verja sin su intervención, con el consiguiente riesgo de que, inquietos ante ese extraño hecho, pusieran el edificio en estado de alerta.

-¡Espera Bob! ¡Algo no funciona! ¡Ahora mismo te estoy viendo! -exclamó Margaret, alarmada.

-¡Tranquila, Margaret! Yo también, pero no te preocupes -trató de calmarla Bob-, estamos al aire libre y los reflejos del sol producen esos raros efectos en las cámaras. Pero esas difusas imágenes son suficientes para permitirnos pasar desapercibidos. Pégate a la pared y así el impacto visual será menor.

A pesar de este inconveniente, los dos amigos lograron introducirse en la guarida de su encarnizado enemigo sin más complicaciones.

   

jueves, 5 de febrero de 2015

Capítulo XLI

Sudario de jade del emperador Zhao Mo


 
Rodríguez torció el gesto tras la esquiva respuesta del magnate chino a sus preguntas. Aquel tipo era un auténtico hueso y daba la impresión de que no iba a resultar nada fácil sacarle algo útil.

-Mire, sabemos muy bien cómo funciona esto y no vamos a pedirle que nos diga nada que afecte a su seguridad personal, pero necesitamos de Vd. alguna información de carácter general que nos permita avanzar en nuestra investigación -aseguró el comisario Casado- ¿Qué nos puede decir del tráfico de droga desde China Continental a España?

-Muy poco. El comercio ilegal del opio con Occidente acabó hace años y en la actualidad se puede decir que es inexistente. Vds., mejor que nadie, saben que en su país confluyen las dos vías más importantes de penetración de la droga en Europa: la africana y la americana.

Los dos detectives se miraron un tanto decepcionados por la respuesta de su interlocutor, pero Rodríguez no estaba dispuesto a abandonar su teoría al primer tropiezo e insistió.

-Sabemos, sin ningún género de duda, que existe un comercio ilegal con China y Vd. debe estar al corriente de esta realidad, dada su destacada posición en el trafico de importaciones y exportaciones entre China y España.

-Estoy seguro de que han investigado mis negocios antes de venir a verme y de que habrán comprobado que todos ellos se realizan bajo la más estricta legalidad. Por tanto, no voy a considerar sus palabras como la sombra de una duda a mi honorabilidad -advirtió con gran ceremonia aquel hombre singular, de rasgados ojos y sonrisa esculpida en un rostro azafranado e impenetrable.

Durante un momento observó los inmediatos gestos, tanto de negación como de disculpa, de los dos investigadores y, en seguida, reanudó su discurso con la misma digna parsimonia oriental que hasta entonces.

-Esto es solo una hipótesis: Si yo quisiera dedicarme a realizar un tráfico ilegal de alguna mercancía valiosa, elegiría los diamantes. El consumo de estas piedras preciosas se incrementa año tras año en China y la cifra de importación en mi país ya ha superado a la de Japón, para colocarse en el segundo puesto del ranking mundial, tras los EEUU. Se espera que en el año 2016, China le superará para alcanzar el primer lugar. Este floreciente negocio ha generado un constante alza de precios, con gran regocijo de las compañías que, como De Beers, dominan el comercio mundial. Pero al mismo tiempo, esta situación ha dado lugar a un próspero negocio de tráfico ilegal. Gemas procedentes de robos o depósitos incontrolados entran y se venden ilegalmente en China con pingües beneficios.

-Y, siguiendo con esas suposiciones -se apresuró a intervenir Rodríguez con renovado interés, ante el nuevo cariz que tomaba el asunto tras las palabras del potentado chino-, ¿cómo procedería Vd. para llevar a cabo ese comercio?

-¡Bien! Si yo fuera un comerciante ilegal de diamantes, ¡Kŏngzǐ -traducido Maestro Kong o Confucio- no lo permita!, reuniría en España, quizás en Madrid, las vías de tráfico provenientes de las extracciones ilegales de África y también de las ocasionadas por "extravíos" en los depósitos europeos, sobre todo de los Países Bajos. En España hay una importante colonia china, que goza de unas leyes bastante permisivas y pueden camuflar la valiosa mercancía entre el comercio de menudeo, cada vez más intenso aquí. La ruta de entrada ilegal de los diamantes en China es conocida por todas las autoridades: Entran por Hong Kong para llegar a Cantón con absoluta facilidad. Desde allí, se distribuyen por toda China.

-Naturalmente, Vd. no tiene ni la más remota idea de quién realiza este tráfico en España -dejó caer Rodríguez la frase, como quien no está demasiado interesado en recibir una respuesta precisa.

-¡Ah, señores! Por nada del mundo les privaría del placer de averiguarlo por Vds. mismos -dijo el astuto chino con la mejor de sus sonrisas.

"Menudo cabronazo está hecho el chino este" pensaba Rodríguez mientras se despedían de él con la mayor cordialidad del mundo. Sin embargo, la reunión no podía haber sido más fructífera. Gracias a las explicaciones del comerciante, ahora ya disponían de una pista consistente.

-¡Claro! Ahora me explico la variedad de razas y aspecto de los visitantes de la casa. Unos, los blancos, traían la mercancía y otros, los chinos, la trasladaban a su país -aseguró Rodríguez- Por eso, el mayordomo nunca pudo observar movimiento de paquetes: una bolsa de diamantes se lleva en cualquier bolsillo -y añadió- Jefe, tenemos que volver a la casa. Allí tiene que haber, por fuerza, un buen escondite para las piedras.

-De acuerdo -aceptó el comisario Casado-, pero tengo que hacerme con otro mandamiento. Sin él, lo que hallemos allí no servirá como prueba.

Así lo hicieron. De nuevo les recibió el mayordomo, a pesar de que ya estaba haciendo las maletas, preparándose para abandonar la casa. Los herederos habían rescindido su contrato, con la intención de encargar el cuidado de la finca a una agencia.

-No se le ocurra dejar la ciudad hasta que la encuesta esté terminada por completo -se apresuró a advertir el comisario, al tiempo que anotaba su nueva dirección- Ahora necesitamos que nos diga el lugar donde el marqués guardaba sus efectos más reservados.

-Hasta donde yo sé, el Sr. Marqués guardaba sus papeles en la caja fuerte. Si buscan algo concreto, lo podrán ver en la lista del contenido que hizo el notario al proceder a su apertura.

-No, no. Nos referimos a algún lugar secreto, capaz de ocultar productos o documentos de excepcional importancia, que no quisiera dar a conocer ni a su misma familia -precisó Rodríguez.

-Si tenía algo así, lo desconozco, la verdad. Pero...sí, algo sorprendente había en aquellas extrañas visitas. En cada ocasión, tras despedir a los visitantes, el Sr. Marqués se encerraba con llave en la biblioteca y no permitía que nadie le molestara. Ahora pienso que si disponía de algún sitio oculto y desconocido para el resto de la familia, tenía que ser allí, en la biblioteca.

-¡Tiene razón, jefe! ¡Es allí donde encontramos la nota china! -exclamó Rodríguez.

Llegado a este punto, los dos hombres se aprestaron a realizar un minucioso registro de la habitación. Indagaron con ahínco por muebles, suelos, techos y paredes. Sin embargo, a pesar del entusiasmo y esfuerzo con que ambos se emplearon en la búsqueda, esta se mostró baldía, aun después de más de tres horas de ininterrumpido trabajo.

Desanimados por el fracaso, estaban ya dispuestos a tirar la toalla y abandonar la investigación, cuando a Rodríguez se le ocurrió llamar a su compañera Helen. Fue un acierto. En cuanto ella llegó y se puso al corriente de la actuación de los dos hombres, tomó una cinta métrica y fue anotando medidas de la biblioteca y de las salas contiguas. Pronto descubrió que detrás de una enorme estantería repleta de libros de todo tipo, había un desfase de más de medio metro. Allí estaba el escondrijo.

Pero había que encontrar el sistema de apertura, porque ya los dos hombres habían sospechado esa posibilidad y tenían  escudriñada hasta la más mínima rendija, sin hallarlo.

-¡Nada, hay que hacer astillas este mueble! -exclamó decidido Rodríguez.

-No seas bárbaro, hombre -replicó el comisario- Este mueble debe costar un ojo de la cara. No podemos hacer eso: los herederos se nos iban a echar encima. Y con razón.

Al final tuvieron que hacer algún destrozo parcial en el mueble, ya que, por más intentos que hicieron, les fue imposible dar con el sistema de apertura del secreto hueco. Mereció la pena el esfuerzo: allí, en aquella oculta cavidad, encontraron dos bolsas con unos trescientos diamantes, además de un raro objeto, dentro de un delicado envoltorio de terciopelo.

Se trataba de una hermosa máscara hecha con brillantes piezas de jade multicolor, unidas entre sí mediante un grueso hilo de oro. La relumbrante finura de la primorosa pieza hizo proferir una cadena de exclamaciones de admiración y sorpresa al bueno de Rodríguez:

-¡Madre mía! ¡Qué maravilla! ¿Se da cuenta, jefe, del descubrimiento que hemos hecho? Ahora mismo tiene que llamar al comerciante chino para que nos proporcione un experto en piezas antiguas de su país.

Tal como lo pensaron se hizo. Al día siguiente se presentó en la comisaría de Chamberí el dicho comerciante, acompañado por un anciano compatriota. Este, tan pronto vio la máscara, lanzó un gemido de angustia, dio dos pasos atrás, mientras extendía sus brazos como si tratara de defenderse de un terrible mal, al tiempo que un torrente de voces, totalmente ininteligibles para los dos detectives, se escapaba de su boca.

-¡Coño! ¡Qué leches dice este tío! -exclamó, sorprendido, Rodríguez.

El comerciante estuvo dialogando durante un tiempo con el aterrado anciano y después se avino a traducir sus palabras con un marcado tono de preocupación.

-Dice que esta máscara, que tiene un valor incalculable, es parte del sudario de jade del emperador Zhao Mo que murió 211 a. C. Su tumba fue descubierta en el año 1983. Junto a él se enterraron a 15 servidores vivos para que le cuidaran, ya que existía la creencia de que el sudario de jade aseguraba la inmortalidad. Al mismo tiempo se propagó la existencia de una terrible maldición, que aseguraba una horrible muerte para quien profanara la tumba, como también para quienes tuvieran en su poder alguna de las piezas despojadas. Hace tres años, se produjo el robo de la máscara en el mausoleo de Nanyue en Guangzhou y, desde entonces, agentes del Gobierno Chino la están buscando por todo el mundo. Asegura que deben desprenderse cuanto antes de la máscara, si no quieren sufrir los terribles daños de la maldición. En cualquier caso, no desea estar aquí por más tiempo y ruega que se le deje marchar de inmediato, pues quiere evitar que la maldición le alcance también a él.

En cuanto los dos chinos abandonaron la comisaría, el comisario Casado se apresuró a tomar las medidas pertinentes a la gravedad del asunto.

-Bueno Rodríguez, esto se escapa de nuestra competencia. Ahora mismo me voy a la Dirección General con la dichosa pieza y una buena escolta. Ya te diré en qué queda todo este lío.

-Macanudo, jefe. Lléveles la máscara a los jefazos, a ver si la maldición "cuaja" a unos cuantos de ellos -insinuó Rodríguez con tono socarrón, provocando en Casado un resignado meneo de cabeza, como reprimenda.

Unos días más tarde, el comisario pudo relatar a su fiel ex agente el final de la historia.

-Por fortuna, el caso ha quedado resuelto. La más alta instancia de la policía ha ordenado su cierre y mantener todas las diligencias dentro del más estricto secreto, para evitar posibles conflictos diplomáticos. El gobierno chino había guardado en el mayor secreto el robo de la máscara y hacerlo público ahora sería considerado como un acto hostil a la República Popular. La valiosa pieza se entregó a la Embajada de la República Popular China, con enorme satisfacción por su parte. Gracias a la colaboración de sus agentes, pudimos conocer la historia completa: La máscara fue robada por los contrabandistas chinos  de diamantes. Estos la trajeron a España y entraron en tratos con Roberto, el sobrino de los Marqueses de Puente Cerro, socio y mano derecha de su tío en el negocio ilegal de los diamantes, sin su conocimiento. El marqués, que no tenía un pelo de tonto, lo supo y envió a un par de sicarios para apoderarse de la valiosa pieza. Cuando los contrabandistas exigieron a Roberto el dinero acordado, este les confesó que le habían robado la máscara y que, por tanto, la operación quedaba anulada.

-No siga, jefe. Los "pájaros" se cabrearon y le dieron matarile, después de hacerle cantar sobre la identidad de la persona que le había robado. Hecho esto, fueron a casa de los marqueses y se los cargaron. Pero...oiga jefe. ¿Por qué no pusieron la casa patas arriba, en busca de la máscara?

-Muy fácil. Los agentes del gobierno chino les seguían los pasos. Llegaron poco después de haber liquidado a los marqueses, pero los asesinos les vieron llegar y salieron huyendo a toda prisa, sin tiempo para nada.