martes, 27 de enero de 2015

Capítulo XL


Rodríguez había tomado la iniciativa en el interrogatorio al mayordomo de los difuntos marqueses y ya no había quien le frenara. El comisario le veía hacer, apurado por las heterodoxas formas de su compañero, pero lo cierto era que estaba realizando un excelente trabajo, al apretar las clavijas al sujeto con muy buen oficio. En aquel momento, ya lo tenía acorralado y a punto de hacerle cantar hasta la copla de "La Lola se va a los Puertos" si se lo pidiera.

-¡Por favor, créanme! -suplicó- Yo soy un mayordomo decente y cumplidor. Hago mi trabajo con absoluta profesionalidad y no me ocupo de las actividades de mis jefes.

-¡Venga ya! ¡Menuda pieza estás tú hecho! ¿Me vas a decir que no has visto nada raro en esta casa? ¡A ver: qué hay de los chinos! Y no me vayas a contar milongas, ¿eh?

-Pueden creerme. Les aseguro que no tengo nada que ver con los posibles líos del marqués. Es verdad que por aquí pasa gente muy rara...y también chinos, pero ignoro por completo lo que se traen entre manos.

-Bueno, ya nos vamos entendiendo. Ahora dime: ¿Qué clase de gente rara es esa y con quién se entienden? ¿Les has visto traer algo sospechoso?

-Pues aquí llega de todo: personas trajeadas y zarrapastrosas. Y, sobre todo, mucho extranjero, tanto rubios y blanquiñosos europeos, sobre todo de Holanda, como anglos renegridos por el sol de África. Todos  con aspecto de amigos del riesgo. Y no, nunca les he visto traer paquetes.

-¿Y los chinos? -insistió Rodríguez, impacientándose.

-¡Ah, esos! Esos son los que tienen peor pinta. Dan miedo, de verdad. Siempre llegan con dos coches. Dos o tres se quedan en los vehículos y el resto sube a tratar con el jefe.

-Y, naturalmente, nunca se te ha ocurrido pegar la oreja a la puerta para saber qué negocian ¿no?

-¡Por Dios! ¡Jamás se me ocurriría! A parte de que soy un empleado fiel y discreto, como ya les he dicho, no quieran saber Vds. el respeto que me producían con su tremenda catadura de mafiosos, además de los nervios que me hacían padecer cada vez que aparecían por aquí.

-Bien, tendremos que creerte por esta vez. ¿Y quién les atendía? ¿Estaba con el marqués alguno de sus hijos? -terció el comisario.

-No, no. Sus hijos no intervenían en nada. De hecho, solo aparecen por aquí muy de tarde en tarde. Era el señorito Roberto, su sobrino, el que le ayudaba en todo. Por cierto que estuvo aquí la tarde antes del asesinato.

-Vaya, eso es muy interesante...-murmuró Rodríguez pensativo, aunque de inmediato volvió a la carga con el interrogatorio- Y no sabrás el motivo de la visita, claro.

-¡Cómo saberlo! Aunque algún motivo muy importante le debió traer, porque al momento se enzarzaron en una bronca tremenda. Parece ser que el Sr. Marqués recriminaba a su sobrino sobre alguna actuación mal hecha y el señorito Roberto se defendía muy enfadado de la acusación, atribuyendo al marqués la responsabilidad del desaguisado.

-¿Hubo amenazas? -preguntó el comisario.

-Hubo de todo. ¡Como que yo me apresuré a presentarme en el despacho del Sr. Marqués, pensando que podían llegar a las manos!

-¿Y cómo terminó la cosa? -insistió el comisario.

-Por fin, cuando yo llegué, seguido por el chofer y una sirvienta, el Sr. Marqués le ordenó callar muy serio y, entonces, el señorito Roberto salió de la casa terriblemente enojado y echando pestes.

-¿A qué hora? -preguntó Rodríguez.

-Se había hecho tarde ya. No serían menos de las ocho y media.

Después de esta última declaración del mayordomo, el comisario Casado y su fiel amigo y antiguo agente Rodríguez abandonaron el escenario del misterioso crimen, convencidos de que allí no había más tela que cortar y de que habían logrado saber todo cuanto se podía averiguar.

-Bueno, jefe. Parece que al fin tenemos un sospechoso -insinuó Rodríguez.

-En efecto. Ahora mismo voy a ordenar que interroguen al sobrinito este. Sería conveniente que mañana nos viéramos de nuevo. Yo tendré lista la declaración de este caballerete y tú te traes la traducción de la nota china, a ver si sacamos algo en claro de todo esto.

-Hecho, comisario. -contestó Rodríguez, despidiéndose de su antiguo jefe con un afectuoso y fuerte apretón de manos.

En la mañana siguiente, Helen llegaba, triunfante, a la oficina de la Agencia Rohen, con la traducción de la nota china en su cartera.

-Parece ser que está escrito en chino tradicional. Según me han dicho en el tugurio donde me lo han traducido, si hubieran empleado caracteres actuales, la nota estaría escrita así:

Zuì hӑo de shāokӑo jiàng.  Gĕi lӑobӑn.

-¡Caray! ¡Mira qué bien!. Así eso ya es otra cosa -exclamó, burlón, Rodríguez.

-¡Muy gracioso! -prosiguió Helen con un mohín de disgusto- Pero querrás saber qué significa ¿no? Pues agárrate bien al asiento, porque dice así la nota: "La mejor salsa para asados. Entregar al jefe"

-¡Me cagüen la leche! ¡Va a tener razón el comisario de que se trata de una simple etiqueta! Pero no... no puede ser. Aquí hay algo que no cuadra.

-¡Y tanto! -afirmó Helen- Luis, cariño, parece que hoy no te has despertado del todo. ¡Claro que no es una etiqueta! ¿Qué hace la etiqueta de una salsa china en la biblioteca de un marqués? Porque si de verdad fuera salsa ¿la entregarían al jefe -el marqués-, o al cocinero? Sabemos que este Sr. tenía frecuentes negocios con individuos chinos de una marcada catadura de mafiosos. ¿No podría ser droga esa dichosa salsa?

-¡Pues tienes razón! Eso debe estar escrito en clave. No van a poner: "Aquí le enviamos opio de la mejor especie. Saludos a su señora" ¡Venga! Hay que moverse rápido. Localízame a algún jefecillo de la comunidad china de Madrid. Si trafican con droga, ellos lo tienen que saber.

Se cumplía la media tarde ya, cuando Rodríguez pudo reunirse con el comisario Casado en su despacho.

-Problemas, Rodríguez -le espetó nada más verle- Ayer mi gente estuvo todo el día buscando al sobrino del marqués sin poder dar con él: había desaparecido. Sin pérdida de tiempo, emití una orden de busca y captura. Por desgracia, acabo de recibir la noticia de que han hallado su cadáver en un descampado. Tenía signos de mal trato y cuatro balas en el cuerpo.

-Me lo estaba temiendo. Esta gente estaba metida en lío gordo de tráfico ilegal y parece ser que algo les salió mal. Tan mal que desataron las iras de sus compinches y el entuerto les costó la vida. Así se explica que no faltara nada de valor en la casa.

En esto, Rodríguez recibió una llamada de Helen en la que le informaba de haber conseguido la cooperación de un confidente, capaz de ponerles en contacto con un importante empresario e importador chino, dueño de múltiples negocios, entre ellos, una cadena de restaurantes y otra de tiendas de bajo precio. Había concertado ya una cita y les esperaba en el cubil del notable negociante oriental en una hora.

Cuando llegaron allí el comisario y Rodríguez, hallaron a un trajeado, sonriente y ceremonioso, aunque hermético, auténtico chino de la China. Solo cuando el comisario le hizo ver las ventajas de colaborar con la justicia, se avino a satisfacer un tanto las demandas de los detectives.

-Bien, señores. No puedo decirles lo que sé, solo hablaré de aquello que me está permitido decir.    

miércoles, 21 de enero de 2015

Capítulo XXXIX


-Te lo agradezco de veras, Rodríguez, pero ya te dije que no puedo admitir ayudas privadas. Esto es un organismo oficial y si llegara a oídos de las altas esferas que, en esta investigación, había intervenido un detective privado, ten por seguro que acabaría crucificado y con el cese en el bolsillo.

-¡Venga, jefe! Este asunto quedará entre Vd. y yo, además de Helen, claro. No creerá que el caso se va a resolver gracias al "parla puñaos" de Muñoz y su cuadrilla de zoquetes. Y con el revuelo que se ha levantado con esta historia, Vd. va a quedar con el ala bien tocada como no se aclare.

-¡Sí, sí. Si ya sé lo que me espera, pero no puedo saltarme las normas!

-¿Las normas? ¡Qué normas! ¿Las que machacaron mi investigación en Nueva York para proteger a unos cuantos peces gordos? ¡Se vayan a hacer puñetas todos! -clamó Rodríguez, enfadado de veras- Aquí cada uno va a lo suyo y el que no está en esa dinámica hace el primo.

-Vaya, Rodríguez. ¿Has desayunado tigre hoy o qué?

-¡Pero si es verdad, comisario! ¿O todavía no se ha enterado de que este es un país de chapuceros, caraduras, chorizos y gilipollas? Mire, jefe: no voy a permitir que le machaquen. De todas maneras, yo voy a investigar, pero lo haríamos antes y mejor si Vd. me acompañara.

-¡Uf! ¡Cuidado que eres pesado! Mira...no sé cómo te hago caso -dijo al fin el comisario Casado, después de un buen rato de vacilaciones- De acuerdo, pero me tienes que prometer que no te vas a pasar ni un milímetro de donde yo te indique.

-¡Hecho, jefe! ¿Por dónde empezamos?

-Lo primero será ir a revisar el escenario del crimen por si los encuestadores se han pasado algo por alto. Durante el trayecto te iré poniendo al corriente de los detalles del crimen y la situación actual de la investigación.

Dicho y hecho, allá se fueron los dos amigos, el comisario y su fiel antiguo ayudante, dispuestos a desentrañar el misterio del asesinato de los renombrados Marqueses de Puente Cerro.

-¡Coño, menuda choza! -exclamó Rodríguez ante la residencia de los marqueses.

-Pues ya verás por dentro. Es un auténtico palacio, repleto de obras de arte, muebles de estilo, construidos con las maderas más nobles, junto a toda clase de complementos ornamentales de un valor incalculable. Todo eso debe valer una auténtica millonada -aseguró el comisario.

-¿Qué hay de los familiares más allegados? -preguntó Rodríguez- Me refiero a los que salen beneficiados con la muerte de los marqueses.

-Hay dos hijos y un sobrino que heredan. Los estamos investigando, pero de momento no se ha visto nada sospechoso en ellos. Los tres tienen coartada y no hay antecedentes delictivos ni de vida irregular en ninguno.

-¿Y el servicio? -insistió Rodríguez.

-También se ha investigado sin ningún resultado positivo. Solo el mayordomo, que vive en un anexo de la mansión principal, es el único que no tiene coartada.

-¡Caray, jefe! No me irá a decir que, justo el mayordomo, es el único sospechoso que tiene -comentó Rodríguez con cierta guasa.

-No, no. Sospechosos tenemos todos y ninguno. Hemos interrogado al mayordomo, que por cierto es un poco raro, y parece que no sabe nada.

-¡Uy, uy, uy! Es cierto que los mayordomos solo en muy rara ocasión han resultado ser culpables de asesinar a sus patronos. Ellos viven muy bien con ese trabajo y con las sisas que quedan a sus alcances. Si los amos mueren, el chollo se les acaba. Pero, desde luego, lo saben todo...y lo que no saben se lo imaginan. Tendremos que hablar con él en cuanto terminemos el registro de la casa.

Durante más de tres horas, Rodríguez y el comisario inspeccionaron la casa palmo a palmo sin encontrar nada reseñable. Estaban dando ya fin al examen del teatro del crimen, cuando Rodríguez acertó a ver una bolita de papel, arrugado y repleto de manchas, debajo de una de las butacas de la biblioteca. Lo desplegó con sumo cuidado y, al ver su contenido, soltó una sonora exclamación:

-¡La leche! ¡Fíjese en esto, comisario!      

Era un nota escrita en un idioma oriental que apenas podía leerse, de tantas manchas y arrugas como tenía, pero el comisario no le dio importancia.

-Bueno, parece chino. Será la etiqueta de algún producto de por allá -dijo.

-Eso ya se verá -aseguró Rodríguez- A mi no me parece una etiqueta. Sacaré una copia y se la daré a Helen para que la haga traducir. Vd. guarde el original, por si acaso. Ahora sería bueno hablar con el mayordomo.

Tan pronto Rodríguez vio llegar al estirado sirviente, se apresuró a lanzar un jocoso comentario al oído del comisario.

-¡Ostras! ¡Este tío es bujarreta! ¿No?

-¡Chisst, calla! No se te ocurra decir eso delante de nadie. Ahora este gente está de moda y goza de consideración, prestigio y del respaldo de las autoridades.

-No, ya. Ya sé. Así es como marcha todo -rezongó Rodríguez en voz baja, meneando la cabeza- Pero, venga: apriétele las tuercas de una vez.

Casado lo intentó, pero por más esfuerzos que hacía, no lograba que aquel hombre, de gestos y habla manifiestamente amanerados, mostrara la más mínima intención de recordar nada de nada.

-Bueno, bueno,..No sabes nada ¿eh? Vaya, vaya ¿Y qué me dices de los chinos? -soltó Rodríguez de improviso.

El mayordomo abrió los ojos como platos al escuchar la pregunta de Rodríguez. Era evidente que no esperaba ninguna interpelación sobre ese tema y, desde luego, estaba muy claro que el detective había dado de lleno en la diana.

-¿Los chinos? No, no. Yo...yo no sé nada de ningún chino -balbució, asustado.

-Mira majo -insistió Rodríguez, ante el espanto del comisario Casado, que veía como su compañero se adentraba por la senda del desmadre, alejándose a marchas forzadas de las normas establecidas-, necesitamos un culpable y tú nos vienes de perilla. No tienes coartada, cuentas con inmejorable oportunidad para cometer el crimen y tengo la impresión de que nos va a resultar muy sencillo hallar un móvil convincente en cuanto echemos un vistazo a tus cuentas.

-¡Soy inocente, lo juro! -exclamó el mayordomo con desesperación- ¡Yo soy incapaz de matar a una mosca!

-Bueno, quizás sea verdad que eres inocente y consigas salvarte de la acusación, pero con esa mancha en tu expediente, ya me dirás quién te va a contratar luego. ¡Se te acabó la buena vida y el chollo este de empleo! Así que ya puedes empezar a cantar, si no quieres comenzar a pasarlas canutas desde ahora mismo.

viernes, 16 de enero de 2015

Capítulo XXXVIII


A pesar de que, en efecto, Margaret había recibido unos cuantos golpes más de los deseados, en su desesperado intento por acercarse al general O´Connell, no eran tan fuertes ni dolorosos como ella trataba de hacer creer. Sus exagerados gestos de dolor, bien aderezados con algunos tenues gemidos, que aunque apagados, emitía con un aire ciertamente lastimero, tenían por objeto facilitar su salida del lounge, liberada de la más leve sospecha.

Fue así como abandonó el Astoria Lounge, cojeando y sostenida por el descomunal waiter que le había atropellado, mientras el solemne maître les abría paso, componiendo ostensibles gestos de pesar, al tiempo que salmodiaba una interminable letanía de disculpas.

La operación fue llevada con tal maestría, por parte de Margaret, que el general no sospechó nada, aunque su innata desconfianza le llevó a palparse los bolsillos hasta asegurarse de que todas sus pertenencias seguían en ellos.

Poco después, tras recomponer su elegante figura, alterada por el accidentado encuentro con O´Connell, anunció su repentina marcha a la conserjería.  De inmediato, unos discretos golpes en la entrada de la suite anunciaron la llegada de la directora de relaciones públicas del Hotel. Venía para ofrecerle sus más fervientes disculpas y, sobre todo, para asegurarse de que el abandono de The Towers, por parte de aquella distinguida señora, no se producía a causa del enojoso incidente sufrido.

Margaret justificó su precipitada marcha asegurando que un importante e inesperado evento reclamaba su presencia en Paris. Al mismo tiempo, restó relieve al incidente, asegurando que era ella quien había provocado aquel enojoso percance, a causa de una imperdonable falta de atención. Además de asumir toda la responsabilidad del suceso, tuvo la delicadeza de ensalzar el impecable trabajo del servicio y rogarle que transmitiera a sus componentes su gratitud por las numerosas atenciones recibidas.

En el espléndido Hall del Waldorf le esperaba el director de The Towers portando un monumental ramo de flores y una invitación VIP para la exclusiva fiesta de The Spring Party of Waldorf Astoria. También Bob le aguardaba con una impresionante limusina y un chofer ataviado con tan refulgente uniforme que para sí lo deseara el almirante más laureado.

Cuando, por fin, se halló en el interior del lujoso automóvil, a solas con Bob, Margaret emitió un profundo suspiro y respiró tranquila.

-¡Al fin solos, Bob! -exclamó aliviada y sonriente.

-Y a salvo, Margaret -prosiguió él, con su misma sensación de alivio, ante el final de la exitosa actuación de su amiga.

-¿Y ahora qué? ¿Cuál es el siguiente paso de tu plan? -preguntó Margaret

-Antes que nada, llevaré el escáner a mis amigos para que materialicen los datos obtenidos en el soporte adecuado. Después, sin pérdida de tiempo, deberemos ocuparnos en obtener la combinación de la cámara acorazada de O´Connell.

-¡Vaya, y lo dices así, tan tranquilo! ¡Cómo si fuera la cosa más sencilla del mundo! -exclamó Margaret, entre sorprendida y disgustada.

-¿He dicho que fuese fácil? No, no lo es, pero lo haremos -aseguró Bob con firmeza- Verás: Con nuestros equipos de ocultación y los duplicados de los dispositivos de seguridad de O´Connell podemos llegar hasta su mismo despacho. Aprovecharemos una ausencia del general para instalar una micro cámara en él, de manera que podamos visualizar la apertura de la sala acorazada y copiar sus claves. Cuento con la colaboración de Pieterf para alejar de allí a O´Connell, durante el tiempo necesario.

-¡Eres sorprendente, Bob! ¡Hay qué ver lo fácil que ves todo! ¿Ya estás seguro de que podrás colocar la cámara en el sitio adecuado para que se vea la operación de apertura por completo, sin ningún obstáculo de visión y sin que nadie la descubra?

-¡Ja, ja! -rió Bob, ante la incredulidad de Margaret- Eso espero, porque si no podemos instalar la cámara, este asunto se va a poner muy desagradable. Imagina lo que nos espera si nos falla esa opción: Deberemos permanecer en el despacho, con él dentro, sin rechistar, sin hacer el menor ruido, ni satisfacer ninguna necesidad fisiológica, si queremos pasar desapercibidos. Y eso, tanto tiempo como tarde el señor general en decidirse a abrir su inexpugnable cámara acorazada.

-Estas de broma ¿no?

-Míralo como quieras, pero solo tenemos esas dos alternativas. Y ruega para que podamos resolverlo con la primera de ellas.

Margaret recibió las palabras de Bob con un abatido gesto de desánimo. Empezaba a sentir un abrumador cansancio por todo aquello. Sus antiguas y vigorosas ansias de venganza comenzaban a flaquear ¿Cuándo acabaría aquella interminable sucesión de episodios, a cual más agitado y penoso? Y, sin embargo, Pieterf estaba en lo cierto cuando aseguraba que se hallaban ante un lance a vida o muerte, del que ninguno de sus protagonistas podía retirarse: ellos acababan con O´Connell, o este acabaría con ellos. En ese momento, Margaret suspiró y recordó con añoranza los felices años vividos en España, contrariados apenas por la vorágine de los negocios arriesgados, en los que ella sabía moverse con admirable soltura y total eficacia y en los que poder quemar adrenalina representaba su mayor gozo.

Ambos dejaron la limusina en el Aeropuerto Internacional J.F. Kennedy y se trasladaron a Hempstead en uno de los coches de Bob.

-Mira Bob: Si hay algo que me revienta de este asunto es tener que alimentar a este bestia de Homer -dijo Margaret nada más llegar a su refugio donde le tenían prisionero- ¡Dios, qué ganas tengo de perderlo de vista!

En ese preciso instante, a varios miles de Kilómetros de allí, en el castizo barrio de Chamberí de la capital de España, el flamante detective Luis Rodríguez -Agencia Rohen: Detectives Privados-  se disponía a realizar una visita de cortesía a su antiguo jefe, el comisario Casado.

-¿Qué hay de bueno, comisario? -saludó Rodríguez, inundando de cordialidad el despacho del funcionario.

-¡Hombre, Rodríguez! ¡Qué bueno volverle a ver! -exclamó el comisario, mientras se daban la mano con verdadera efusión -¿Cómo le va el negocio?

-No nos podemos quejar, la verdad. Al principio tuvimos que apretarnos el cinturón, pero ya nos hemos hecho un huequecillo en el negocio y ahora la cosa ya marcha como debe. Pero...cuénteme: ¿Qué tal por aquí?

-Pues a medias, como siempre. Unas veces mal, otras regular y muy pocas bien. Ahora mismo me pillas en un momento malo. Tengo entre manos un caso que no me deja dormir.

-¡No me diga, jefe! ¿De qué se trata...si no es indiscreción?

-¡Qué va! Seguramente habrás oído hablar de él, porque ha salido en toda la prensa. Se trata del asesinato de los Marqueses de Puente Cerro.

-¡Joder, menudo muerto le ha caído! -exclamó Rodríguez- Claro que lo conocía, pero no sabía que hubiera sucedido en su jurisdicción.

-Sí, sí. Su residencia, donde se produjo el asesinato, se halla a cuatro manzanas de aquí. Dada la resonancia del caso me han enviado tres detectives de la Central como refuerzo, pero a mí me ha caído de lleno la responsabilidad de la investigación. Muñoz Alonso dirige las primeras diligencias.

-¡Me cagüen la leche! ¡Pues va Vd. listo con este elemento! Es un artista del bla bla, pero inepto como él solo. Aparte de gorrino, que apesta a tabaco barato, coñac de garrafón y mayonesa.

-Ya, ya, Rodríguez, pero es lo que hay -respondió el comisario resignado.

-Bueno, mire. No se apure, jefe. Vd. y yo vamos a resolver este caso.  

lunes, 5 de enero de 2015

Capítulo XXXVII


Aquella noche Margaret durmió mal. Y no fue a causa de alguna carencia o defecto del lecho donde se acostó. En realidad, este era magnífico. Se podría calificar de inmejorable, sin necesidad de recurrir a ninguna exageración. Bob le había conseguido la coquetona, además de lujosa, suite Penthouse en el The Towers of Waldorf Astoria y su dormitorio principal poseía una monumental cama, bajo un fino y elegante dosel, que le hacía sentir la misma confortable sensación que pudiera percibir acostada sobre una vaporosa nube celestial.

Pero la preocupación por enfrentarse a su porfiado enemigo en la mañana siguiente le tenía desvelada. Este obsesivo y fastidioso desasosiego le obligó a levantarse varias veces durante la noche, interrupciones que aprovechó para prepararse una generosa infusión en la súper equipada cocina de la suite y leer algo con lo que facilitar la llegada del esquivo sueño.

Sin embargo, tras aquella mala noche, a las 6 y 10 de la mañana, Margaret se hallaba fresca, fragante, acicalada y vestida con su más elegante atuendo, que le otorgaba una look distinguida, en perfecta armonía con el refinado y selecto salón Astoria de la planta 26.

Aceptó la mesa ofrecida por el estirado Maître que le salió al paso. Nadie podía sospechar el nerviosismo que recorría su interior. A pesar de todo, su imagen se mantenía serena y firme, como correspondía a una mujer de mundo, dueña de poder y riqueza, acostumbrada a lograr sus objetivos y a disputarlos con fiereza a quienes trataran de arrebatárselos.

Diez minutos más tarde apareció O´Connell. Lanzó una mirada entre distraída e indiferente a su alrededor, sin detenerla en las cinco mesas ocupadas en aquel momento, y se dirigió a la suya. Estaba situada cerca de uno de los amplios ventanales del fondo, bellamente enmarcados por rojos cortinajes con suaves decorados de finos brocados en oro. La propia Margaret notó que la mirada del general pasaba sobre ella con el mismo desinterés que pudiera sentir por los muebles de la elegante estancia, harto de contemplarlos en sus diarias asistencias.

En ese momento, los nervios de Margaret desaparecieron y fueron sustituidos por un fuerte sentimiento de curiosidad y asombro. ¿Cómo era posible que aquel hombre menudo, hosco y gris, sin ningún atractivo personal, hubiera alcanzado tanto poder en un estamento oficial tan influyente y, sobre todo, fuese capaz de haber ocasionado tantos hechos delictivos, incluida la muerte de su marido, William, y de representar una segura e inmediata amenaza de muerte para su persona?

Pocas horas más tarde, comentaba su experiencia con Bob, arrellenados en el confortable sofá del Living de su encantadora Suite, rodeados por relucientes muebles de estilo y un suave decorado blanco, crema y azul. 

-La primera etapa está cumplida sin novedad -afirmó Margaret, aunque sin demasiada rotundidad y, desde luego, sin ninguna jactancia. Su timbre de voz delataba en ella una cierta vacilación o reparo.

-¿Algún problema? -preguntó Bob, que captó, de inmediato, aquella leve indecisión de sus palabras.

-No, ninguno. Tengo la hora exacta de su llegada al lounge, así como el lugar que ocupa cada día. He reservado la mesa que está a su lado, con la excusa de que me apetece desayunar contemplando el atractivo panorama que ofrece el Midtown. Estaré de espaldas a la parte lateral izquierda del asiento del general, para que ambas posiciones formen un ángulo recto. Así situados, la distancia entre el escáner y sus dispositivos de seguridad tendrá una longitud inferior al metro. Es nuestra única opción, cualquier otra posición me alejaría del recorrido útil del aparato.

-¿Entonces? -insistió Bob, que seguía intuyendo alguna duda en su amiga.

-No, no es que vea ningún problema, solo que me parece demasiado sencillo todo esto. Estoy preocupada ante la posibilidad de que, de repente, todo se complique o de que haya levantado sus sospechas. Además, ¿Estamos seguros de que no me reconocerá o de que ya me haya identificado? ¿No crees posible que ahora mismo esté maquinando mi muerte, de alguna refinada forma que parezca accidental?

-Olvídalo. Él te conoció hace veinte años, seguro. Pero puedes tener la completa certeza de que no dispone de una fotografía actual tuya. Han pasado muchos años, tú has cambiado y con los arreglos que te has hecho para esta operación, puedes estar bien segura de que no te va a identificar. De todas formas, estos dos días vamos a estar muy alertas. Ahora, más que nunca, debemos mantener la guardia bien alta.

-Bueno, eso espero. Dios quiera que estés en lo cierto.

Durante un tiempo, los dos amigos continuaron su discusión sobre algunos otros detalles de la delicada actuación, que Margaret debía llevar acabo al día siguiente y, más tarde, acudieron a su refugio en Hempstead, no sin tomar mil y una precauciones a lo largo de todo el recorrido.

De nuevo, Margaret volvió a dormir en The Towers. Y de nuevo tuvo que sufrir los mismos inconvenientes de la noche anterior. De poco le sirvió la experiencia adquirida ese día: sus nervios no solo se rebelaban contra su voluntad, sino que además crecían, conforme se acercaba el momento de su delicada intervención. Solo entonces, al descender las 15 plantas que le separaban del Astoria Lounge, y entrar en él, echó mano de su firme carácter y logró dominarlos.     

Tomó asiento en la mesa elegida y solicitó un abundante full English breakfast al amable camarero que le atendió. El Lounge disponía de un variado, selecto y apetecible buffet, pero Margaret necesitaba disponer del mayor tiempo posible, además de darse un toque de distinción, alejándose de los habituales desayunos neoyorquinos.

A las 6 y veinte, en punto, apareció el general O´Connell por la puerta del Astoria Lounge. Allí le aguardaba otro servicial camarero, impecablemente vestido como todos ellos, que le acompañó a su mesa, mientras le saludaba con sumo respeto y le hacía la misma pregunta de cada día: "¿Tomará lo de siempre el señor?"

Margaret siguió, con oído atento, el movimiento de ambos hombres sin desviar la mirada del plato, en donde consumía unos apetecibles huevos revueltos. Así pudo sentir cómo el general se acomodaba a su espalda y cómo el camarero iba sirviéndole lo acostumbrado y le proveía de varios diarios.

Había llegado el momento y no había tiempo que perder. Puso en marcha el dispositivo de copia escondido en su bolso y prosiguió con su desayuno.

De pronto, algo raro notó que le obligo a girar ligeramente la cabeza y mirar de reojo hacia la situación del general. Y...¡Horror! ¡O´Connell se había sentado en el asiento opuesto al de su habitual posición! ¡El aparato estaba fuera de alcance! Todo el plan se venía abajo. Quizás el hosco y misógino militar había considerado un ataque a su intimidad la cercanía de aquella impertinente señora y había decidido cambiar de asiento, con gran fastidio, sin duda, al ver alteradas sus costumbres.

Margaret trataba de encontrar, desesperadamente, una solución sin hallarla. Cualquier intento de acercamiento sería interpretado por el desconfiado general como algo sospechoso. ¡Ni siquiera podía intentar el femenino recurso de la seducción!

De repente, vio llegar al waiter que servía al general. Era un auténtico armario con brazos, de 1,90 de alto y no menos de 280 libras de peso. No lo pensó más. Margaret se levantó al llegar a su lado y se interpuso en su majestuosa marcha. El buen hombre, que ni la vio, tropezó con ella y le propinó tal empellón que la hizo volar hasta aterrizar en el aterrado regazo de O´Connell. La fuerza del impacto volcó su asiento y ambos dieron con sus cuerpos en el suelo, revueltos y doloridos.

"Uno, dos, tres..." contaba los segundos Margaret, mientras apretaba su brillante bolso de mano azul contra su pecho y se agarraba al general con la otra. "Cuatro, cinco, seis.." seguía calculando, al tiempo que el fornido camarero, el maître y algunos de los presentes acudían en su ayuda.

Cuando, por fin, lograron levantarles, Margaret había alcanzado su objetivo.