martes, 26 de noviembre de 2013

Capítulo VIII


Puente de Brooklyn
 
Una vez concluida la presentación de Rodríguez en la comisaría del West Village, John Travis se dispuso a conducirle en su coche hasta el hotel que le habían reservado. A pesar de ser un modesto establecimiento, situado en el Downtown de Brooklyn, disponía de aceptables instalaciones, enmarcadas en un edificio con bastante buena presencia. Rodríguez ya les había advertido que necesitaba un hotel barato, aunque decente, y éste, uno de los que con frecuencia reservaban desde la comisaría para agentes visitantes, cumplía ambas condiciones con holgura.

Por su parte, Travis había recibido de sus superiores la orden, disfrazada de sugerencia, de que entretuviera al español cuanto más mejor y, sobre todo, procurara mantenerlo lejos de la comisaría tanto como le fuera posible.

Siguiendo la instrucción recibida, John distrajo a su huésped, dando un amplio rodeo por las avenidas de Manhattan, para luego entrar en Brooklyn por su famoso puente. Tras cruzarlo, aparcó el coche y acompañó a Rodríguez hasta el greenway del Parque del Puente.

Desde aquel lugar, la inmensa ciudad se mostraba en todo su admirable esplendor. Atardecía ya, y la imponente y quebrada Skyline que formaban, allá enfrente, los altaneros edificios de Manhattan, se recortaba sobre un inmenso azul que caía oscureciendo por oriente. Algunas madrugadoras luces comenzaban a brotar en las infinitas ventanas de la gran manzana, y sobre las quietas aguas del East River, rutilaban las blancas estelas de los ferrys y paquebotes, quebrándose en miles de diminutos y brillantes reflejos, que se propagaban, danzando, a lo largo y ancho del oscurecido río. Hasta la misma Estatua de La Libertad quiso sumarse al espectáculo, asomándose tras la Governor´s Island. Pero Rodríguez, que contemplaba absorto aquel magnífico panorama, solo acertó a exclamar:

-¡Hay que joderse, lo grande que es esto!

A la mañana siguiente, muy temprano, llamó al comisario Casado.

-Ya estoy aquí, jefe. MI hotel es el Sleep Inn. Brooklyn Downtown, en la 22nd St. Un auténtico chollo. 52 € desayuno incluido y creo que todavía me harán un descuento del 15%, al haberse hecho la reserva desde un organismo oficial.

-Eso está bien, Rodríguez, pero ¿qué hay de nuestro asunto?

-No hay mucho. Saben muy poco o nada. A esta gente, si les quitas los ordenadores, andan más despistados que un asno en el museo de la Tita. De la tal Márgara no tienen ni idea de su existencia y del crimen de su hijo opinan que ha sido realizado por un inversor cabreado. No he querido apuntarles nada, pero no hay que discurrir demasiado. Dinero más crimen igual a mafia. No hay más. ¡Pero si esto sale en todas las películas!

-Bueno, bueno. No te enrolles y trata de sacarles la mayor información de los asuntos del hijo de la Márgara y de ella misma. En lo demás allá ellos, no son temas de nuestra incumbencia.

Poco después de cerrar la comunicación con España, apareció en el hotel John Travis, que llegaba para conducirle a su comisaría de distrito.

-Debemos darnos prisa -dijo- parece que han localizado a la mujer que hizo en España la denuncia por la desaparición de su hijo Christopher. Nos esperan en comisaría para que confirmes su identidad.

En el West Village habían puesto a trabajar sus potentes computadoras. Ni rastro de Muriel Dallamore, pero habían encontrado a una Margaret Foster inscrita en el Hotel Plaza, en la horquilla de fechas que proporcionó Rodríguez. Habida cuenta de la similitud del nombre con el de Márgara Fuster, habían solicitado las cintas de las cámaras de seguridad del hotel y las de la municipalidad en la Grand Army Plaza, situada delante del Hotel.

Los técnicos informáticos habían "limpiado" las mejores imágenes y las más apropiadas para facilitar la identificación por parte de Rodríguez.

-Pues...podría ser... o podría no ser. -sentenció Rodríguez, lleno de dudas- Es que con esas enormes gafas oscuras, el amplio pañuelo del cuello y esa gran boina en la cabeza, podría ser cualquiera, hasta un tío. La pinta sí la tiene, pero...

-Bien, no perdamos más tiempo -concluyó el comisario-, vayan al Hotel Plaza de la 5th Avenue y compruébenlo.
Lobby del Hotel Plaza en la 5th Avenue de New York

Allá se fueron John y Rodríguez. Aparcaron en una esquina de la Army y penetraron en el lujoso hotel. El estirado y ceremonioso conserje les informó de que Ms. Margaret había salido. Sin embargo, había dejado la indicación de que volvía enseguida y, en el mismo aviso, rogaba a quien preguntara por ella que tuviera la amabilidad de esperarla unos minutos.

Los dos policías decidieron aguardar su llegada en el suntuoso lobby, dominando la conserjería, admirados por el esplendor de la elegante decoración y la riqueza del mobiliario, ambos de marcado estilo francés.

No había transcurrido un minuto desde que tomaron asiento, cuando Rodríguez volvió bruscamente la cabeza y alcanzó a ver las figuras de dos encapuchados que venían hacia ellos, alzaban sus armas y las disponían en situación de disparo.

Rodríguez dio un grito de aviso a su compañero, al tiempo que volcaba la mesa y se parapetaba tras el refinado sofá, después de dar el mayor salto de su vida. Escuchó tres o cuatro detonaciones seguidas y notó el impacto de varios proyectiles al incrustarse en su improvisado parapeto. Casi de inmediato, sonaron a su espalda varios disparos de su compañero repeliendo el ataque. Respiró aliviado: no habían conseguido alcanzarle.

Y era una suerte también para Rodríguez que no portaba armas, como era preceptivo, y de nada le hubiera servido mantenerse acurrucado tras aquel mueble, si su compañero hubiera caído.

El caso es que los asaltantes, al ver fallido el intento de acabar con ellos a quemarropa y recibir el fuego de John, se dieron a la fuga.

-Creo que le he dado a uno -comentó excitado John, que se limpiaba la sangre de la rozadura de una bala en su mejilla, después de llamar a la central pidiendo refuerzos- Menos mal que los has visto llegar, si no, nos fríen como a conejos.

-No me preguntes cómo lo he sabido. Llámalo intuición, si quieres. Quizás algún reflejo extraño en los cristales de enfrente me ha dado la alarma. No sé. Lo cierto es que solo un instante más y nos vamos derechos al otro barrio.

-Dímelo a mí. Dos dedos más cerca de mi cabeza y me dejan más tieso que un palo -advirtió John- Hoy es nuestro día de suerte.

Mientras tanto, en el hall del hotel se había formado un inmenso alboroto. Todo allí era confusión y escenas de histeria, que se incrementaron con la llegada de unos cuantos coches de la policía con sus sirenas a toda marcha y una docena de agentes irrumpiendo en el hotel, arma en mano.

Solo en un rincón del lobby, un hombre se mantenía en calma. Era Pieterf. Sabía que allí se había preparado una trampa y acababa de obtener la confirmación a sus sospechas. Por otra parte, era el único que conocía que aquel funesto cepo estaba destinado a él. Había llegado el momento de jugar sus cartas y buscar el modo de cubrirse las espaldas.

En la comisaría de distrito se dispararon todas las alarmas. Un ataque a dos agentes, uno de ellos extranjero, era algo inconcebible. Las llamadas telefónicas recorrieron todos los escalones de mando y todas las teorías, aun las más peregrinas, fueron enunciadas.

Cuando el comisario Casado supo por boca de Rodríguez que habían sufrido un atentado, no le dio importancia.

-¡Joder, jefe! ¡Qué casi me matan! -protestó Rodríguez.

-¡Pero hombre, piensa un poco! ¿Quién coños va querer matar a dos pipiolos como vosotros que, además, no saben nada de nada de lo que allí se cuece? En ese hotel había preparada una trampa para alguien y vosotros caísteis en ella porque pasabais por allí. Ten cuidado y no te metas en líos. Te recuerdo que tu misión es recabar información de los negocios del finado y de su puñetera madre, por si hay implicaciones aquí en España. Se trata de cerrar el caso lo antes posible. Y punto.

Sí, leches -pensó para sí Rodríguez-. Para una vez que me toca un caso interesante me voy a mantener al margen. ¡Se lo habrá creído! De aquí no me saca el comisario ni con fórceps.

Margaret, mientras tanto, todavía con el falso nombre de Muriel Dallamore y ajena por completo a todo aquel gran lío que se había formado alrededor de su persona, se hallaba reunida con Bob Bryant, un antiguo agente secreto, ya retirado, amigo de su marido William, que había ayudado a este en alguna de sus investigaciones.

Recordaban los viejos tiempos y cavilaban el modo de dar forma a los deseos de venganza de Margaret.

 

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