lunes, 11 de noviembre de 2013

Capítulo VII


Cuando Pablo Picasso vivía su mirada era un pelotón de fusilamiento, un rayo laser que penetraba hasta el mismo umbral de la séptima puerta de las quintaesencias estéticas. Miraba todo con hambre amedrentadora, nada escapaba del barrido de su retina desafiante. Sus ojos, de durísimo azabache, anunciaban a los cuatro vientos su aplastante poder.

La mirada de Pieterf distraída, negligente, incluso aburrida, estaba en las antípodas de la de Picasso.

Sólo aparentemente.

A retaguardia de sus ojos amables y ligeramente deslumbrados se escondía, de forma natural, sin esfuerzo ni mérito alguno de su parte, una Hasselblad 200 MS humana capaz de captar instantes efímeros y de registrarlos en alta resolución.

Y allí, en el disco duro de su memoria, había quedado fielmente fotografiado el BMW que limpiamente le había birlado, en sus mismas narices, a Margaret.

Supuso que la matricula de Ohio podía ser falsa pero el modelo y el color eran infalsificables y la experta conducción secuencial de quien realizo el súbito acelerón hacía descartable el cambio automático. Estados Unidos es muy grande pero encontrar una berlina BMW M6 del año 2013 de color rojo, techo de carbono y cambio secuencial ya era tarea más que asequible para un investigador medianamente avezado y, desde luego, un  juego de niños para los recursos básicos de la Compañía. 

Sólo había un problema. ¿y si el coche era robado?. La vieja intuición de Pieterf descartaba, en esta ocasión, tal posibilidad por lo que puso en marcha la bien engrasada maquinaria sin dejar resquicio a la duda.

Y como siempre, la maquinaria funcionó con rapidez y precisión suiza. En 11 minutos conocía el nombre del dueño del vehículo, su domicilio, su teléfono y bastantes datos personales. Cinco horas más tarde el coche estaba físicamente localizado en donde nadie buscaría a alguien que quiere esconderse: en el Hotel Plaza en Fifth Avenue, junto al Central Park, en el mismo cogollo social de Manhattan.

Y, además, Margaret se había registrado en el hotel ¡con su propio nombre!.

Empezaba el consabido juego del ratón y el gato.

Pero Pieterf, gato viejo y escaldado, empezó a pensar que en el reparto de esta nueva comedia alguien le había asignado, por primera vez, el papel de ratón. 

Y en un rincón inexplorado de su ánimo de tungsteno cosquilleó un ligerísimo temblor.

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