El
asiento era amplio y cómodo. Es lo mínimo que se puede pedir a un vuelo en
clase business, pensó Pieterf mientras se distraía clasificando a los demás
viajeros, según su apariencia, conforme iban entrando en aquel exclusivo
recinto del avión y se acomodaban en sus respectivos asientos.
Cuando
era más joven, solía viajar en clase turista, no por falta de pasta, sino para
pasar más desapercibido. Ahora, el pelo había empezado a blanquearse y a
clarear, el cuerpo a ganar algunos kilos, mientras que en su rostro comenzaba
un irrefrenable descuelgue en alguna de sus partes más notables.
Su
aspecto se había aburguesado y había tomado la presencia de un destacado
profesional de la industria, el comercio o la banca. Así pues, era en business
donde llamaba menos la atención de cualquier mirada indiscreta o peligrosa.
De
pronto, dio un respingo en su asiento. ¿No era Margaret Foster aquella mujer
que venía caminando hacia él por el pasillo del avión?
Sí,
sí, era ella. No había duda. Los años le habían cambiado algo el cuerpo. Además
ocultaba parte del rostro mediante unas amplias gafas oscuras, pero jamás se le
olvidaba una cara a poco que la hubiera visto. Era parte de su oficio y una
garantía de supervivencia.
¡Vaya
con la señora Margaret! Años tras ella, intentando localizarla sin éxito, y
allí estaba, volando hacia New York en su mismo vuelo. ¡Qué pequeño es el
mundo!, se dijo.
Debió
morir junto a su marido William. Una casualidad, provocada por una compra
imprevista de última hora, evitó que se encontrara en el coche donde fue
ametrallado su marido. Después desapareció y no volvimos a saber nada de ella.
La
estuvieron buscando durante mucho tiempo. Pasaron los años y, por fin, lograron descubrir la
identidad de su hijo Joe, que se hacía
llamar Christopher Keane. Esperaban dar con ella, sometiendo a Joe a una
estrecha vigilancia, pero su reciente muerte había trastocado los planes de la
organización.
¿Estaría
la competencia detrás del crimen? Quizás fuese debido a una mera venganza
personal... Había que averiguarlo. Pero como Pieterf no se fiaba ni de su sombra
y aun menos de sus jefes de la organización, decidió dejar su refugio de las montañas
pirenaicas, cinco días antes de lo anunciado.
Por
su parte, Margaret, al sentir descubierta su verdadera identidad, tras la
misteriosa llamada telefónica de Barcelona, ignoró la cita en la tienda Coronel
Tapioca y decidió trasladarse a New York, con una nueva identidad. Allí
activaría sus muchos contactos y trataría de encontrar a su desaparecido hijo.
En
Mirador de la Reina nº4, sede de la comisaría de Fuencarral, el comisario
Casado recibía un abultado informe del inspector Rodríguez.
-¡Ni
rastro, jefe! La tal Márgara Fuster usa la identidad de una mujer muerta la
tira de años y ha desaparecido sin dejar la menor huella. En su oficina me han
dicho que ha salido de viaje. No saben a dónde ni por cuánto tiempo. Ha vaciado
la caja fuerte de documentos, se ha llevado la agenda de la compañía y tan solo
ha dejado una cuenta bancaria activa. He revisado todas las salidas de avión y
no he podido encontrar a ninguna Márgara Fuster.
-Pues
el informe de Interpol aclara poco este asunto. Han conseguido localizar a
Christopher Keane, según la señora Márgara hijo de su primer matrimonio, en la
Morgue, muerto de tres disparos. Lo curioso del caso es que, también el tal
Christopher, vivía con documentación falsa y no tienen ni puñetera idea de
quién es.
-Esto
me huele muy mal, jefe. ¿No le parece que aquí hay gato encerrado?
-Me
lo parece, Rodríguez. Y le diré una cosa: estos son los casos que a mí me
gustan.
-¡Y
a mí también! -se apresuró a declarar Rodríguez- Dígame
por donde empezamos que allá me voy de cabeza.
-Investigue
a todas las mujeres que hayan viajado solas en avión durante los últimos días.
Revise con especial atención los vuelos dirigidos a Nueva York.
-¡Ostras,
comisario! Me ha puesto tarea para una semana, por lo menos.
-Pues
la tendrás que hacer en dos días -advirtió el comisario- Tengo pensado
solicitar autorización para enviar un agente a Nueva York, pasado mañana, con
el fin de trabajar junto con los de allí, en el esclarecimiento de de este
asunto. Así que tú verás.
-¡Joder,
jefe! No será capaz de hacerme la putada de dejarme fuera del caso. ¡Con lo que
yo he trabajado en él desde un principio!
-Y
las ganas que tienes de conocer Nueva York ¿verdad? Pues mira, si no
conseguimos establecer la nueva identidad de esta señora, no habrá caso. Así
que espabila.
Al
día siguiente, Rodríguez entró en el despacho del comisario como una
exhalación, agitando en su mano, elevada por encima de su cabeza, unos cuantos
folios escritos.
-¡Ya
lo tengo, comisario! Me ha costado trabajar toda la noche pero aquí está. Ahora
se hace llamar Muriel Dallamore.
-¿Está
seguro? -el comisario cambiaba el tuteo por el tratamiento, siempre que sentía
la necesidad de reforzar su autoridad o cuando debía soltar alguna regañina. En
otras ocasiones lo hacía sin darse cuenta, de una manera refleja, sin
premeditación ni menosprecio- Mire que si este asunto llega a las altas esferas
y se internacionaliza, nos la jugamos como metamos la pata.
-Tranquilo,
jefe. He revisado el 100% de los nombres y solo en este no tenemos referencias.
Es la mujer que buscamos. No hay duda.
-Bien,
en ese caso voy a hacer el informe para la Subdirección y a preparar tu
acreditación y todo el papeleo de tu viaje. En este asunto hay que obrar con
rapidez. En dos días deberás estar en Nueva York, trabajando con nuestros
colegas de allí. Pero escúcheme bien: necesito resultados de inmediato. No se
me ande por las ramas, que mi olfato me dice que aquí debe haber algo muy
gordo.
-Confíe
en mí, comisario. Haya lo que haya en este asunto, le juro que lo descubriré
-aseguró Rodríguez muy serio- Pero, dígame: me pondrá unas buenas dietas ¿eh?
que no es lo mismo viajar a Nueva York que a Galapagar.
-Las
dietas serán las estipuladas. En Administración te dirán. Y un consejo te voy a
dar: no te pases ni en un euro porque lo tendrás que poner de tu bolsillo. Que
no está el horno para bollos.
Así,
dos días más tarde, se podía ver al bueno de Rodríguez caminando por la
terminal nº 4 de Barajas, con aire no demasiado seguro, portando dos enormes
maletones -sin duda le iba a salir por un ojo de la cara el sobrepeso-, una
gran bolsa de viaje cargada en un hombro, con un diccionario de inglés y un
manual de "Como hablar inglés en 15 días" en su interior, y el
ordenador colgado en el otro.
Comenzaba
para Rodríguez una apasionante aventura.
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