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Refugio de Pieterf en España |
Sobre la mesa, cerca de un mosto con hielo, el sonido gutural del IPad salmodió un pequeño fragmento de Vivaldi y
quedó en silencio.
Siguió todavía un rato acariciando con mimo el racimo hasta
que, despaciosamente, lo volvió a dejar
suspendido en su sarmiento.
Tomo un sorbo lento de su bebida y abrió el correo. Se
trataba únicamente de un email publicitario de un programa de software que resolvía
muchos problemas por tan sólo 89 US$.
Pieterf, totalmente despierto, inició el protocolo de máxima seguridad,
sencillo hasta lo infantil, utilizado por el general de cuatro estrellas David
Petraeus para poner sus citas con su amante fuera del largo alcance de los
servicios secretos. Abriendo una cuenta gmail, cuyo existencia y password sólo conocían
él y otra persona, Pieterf entró inmediatamente en la carpeta de “Borradores”. Sólo
había uno, todavía sin destinatario, de tan sólo seis palabras:
-Han matado a Joe. Vuelve enseguida.
Después de leerlo dos veces procedió a vaciar la carpeta y
el mensaje jamás circuló entre un remitente y un destinatario. Desapareció sin
dejar rastro.
Mientras pensaba fue moviendo cadenciosamente el vaso para
que el mosto, en contacto dinámico con el hielo, estuviera más frío. Debió estar
así mucho tiempo porque cuando sus pensamientos alcanzaron plenamente el
sosiego, comprobó que el hielo se había disuelto hacía rato. Dejó el vaso sin volver
a probar su contenido, se enfrentó nuevamente al IPad y tecleó la respuesta:
-Imposible. No podré plantearme el desplazamiento a N.Y. en
los próximos 6 días.
Y metió este nuevo mensaje, sin destinatario, en la ahora
vacía carpeta de “Borradores”.
Luego, en un movimiento aparentemente contradictorio, contrató on líne un
vuelo business Madrid-Nueva York para la
mañana siguiente y un billete Zaragoza-Madrid, en clase preferente para el Ave
de las 20 h. de esa misma tarde.
Pidió el almuerzo. Cristina le ofreció con interés su
seleccionado repertorio del día pero Pieterf lo limitó a un entremés aragonés y
la carrillada de ternera que había hecho
famosa Casa Sidora
Comió mecánicamente y se dispuso a abandonar temporalmente Laspuña,
su refugio querido, para, una vez más, pasar una nueva página de su agitada
vida.
A sus cincuenta y cinco años empezaba a sentirse cansado.
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