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Puente de Brooklyn |
Por su parte, Travis había recibido de
sus superiores la orden, disfrazada de sugerencia, de que entretuviera al
español cuanto más mejor y, sobre todo, procurara mantenerlo lejos de la comisaría
tanto como le fuera posible.
Siguiendo la instrucción recibida, John
distrajo a su huésped, dando un amplio rodeo por las avenidas de Manhattan,
para luego entrar en Brooklyn por su famoso puente. Tras cruzarlo, aparcó el
coche y acompañó a Rodríguez hasta el greenway del Parque del Puente.
Desde aquel lugar, la inmensa ciudad se
mostraba en todo su admirable esplendor. Atardecía ya, y la imponente y quebrada
Skyline que formaban, allá enfrente, los altaneros edificios de Manhattan, se
recortaba sobre un inmenso azul que caía oscureciendo por oriente. Algunas
madrugadoras luces comenzaban a brotar en las infinitas ventanas de la gran manzana, y sobre las quietas aguas
del East River, rutilaban las blancas estelas de los ferrys y paquebotes,
quebrándose en miles de diminutos y brillantes reflejos, que se propagaban,
danzando, a lo largo y ancho del oscurecido río. Hasta la misma Estatua de La
Libertad quiso sumarse al espectáculo, asomándose tras la Governor´s Island. Pero
Rodríguez, que contemplaba absorto aquel magnífico panorama, solo acertó a
exclamar:
-¡Hay que joderse, lo grande que es
esto!
A la mañana siguiente, muy temprano,
llamó al comisario Casado.
-Ya estoy aquí, jefe. MI hotel es el
Sleep Inn. Brooklyn Downtown, en la 22nd St. Un auténtico chollo. 52 € desayuno
incluido y creo que todavía me harán un descuento del 15%, al haberse hecho la
reserva desde un organismo oficial.
-Eso está bien, Rodríguez, pero ¿qué hay
de nuestro asunto?
-No hay mucho. Saben muy poco o nada. A
esta gente, si les quitas los ordenadores, andan más despistados que un asno en
el museo de la Tita. De la tal Márgara no tienen ni idea de su existencia y del
crimen de su hijo opinan que ha sido realizado por un inversor cabreado. No he
querido apuntarles nada, pero no hay que discurrir demasiado. Dinero más crimen
igual a mafia. No hay más. ¡Pero si esto sale en todas las películas!
-Bueno, bueno. No te enrolles y trata de
sacarles la mayor información de los asuntos del hijo de la Márgara y de ella
misma. En lo demás allá ellos, no son temas de nuestra incumbencia.
Poco después de cerrar la comunicación
con España, apareció en el hotel John Travis, que llegaba para conducirle a su
comisaría de distrito.
-Debemos darnos prisa -dijo- parece que
han localizado a la mujer que hizo en España la denuncia por la desaparición de
su hijo Christopher. Nos esperan en comisaría para que confirmes su identidad.
En el West Village habían puesto a
trabajar sus potentes computadoras. Ni rastro de Muriel Dallamore, pero habían encontrado a una Margaret Foster
inscrita en el Hotel Plaza, en la horquilla de fechas que proporcionó
Rodríguez. Habida cuenta de la similitud del nombre con el de Márgara Fuster,
habían solicitado las cintas de las cámaras de seguridad del hotel y las de la
municipalidad en la Grand Army Plaza, situada delante del Hotel.
Los técnicos informáticos habían
"limpiado" las mejores imágenes y las más apropiadas para facilitar
la identificación por parte de Rodríguez.
-Pues...podría ser... o podría no ser.
-sentenció Rodríguez, lleno de dudas- Es que con esas enormes gafas oscuras, el
amplio pañuelo del cuello y esa gran boina en la cabeza, podría ser cualquiera,
hasta un tío. La pinta sí la tiene, pero...
-Bien, no perdamos más tiempo -concluyó
el comisario-, vayan al Hotel Plaza de la 5th Avenue y compruébenlo.
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Lobby del Hotel Plaza en la 5th Avenue de New York |
Allá se fueron John y Rodríguez.
Aparcaron en una esquina de la Army y penetraron en el lujoso hotel. El
estirado y ceremonioso conserje les informó de que Ms. Margaret había salido.
Sin embargo, había dejado la indicación de que volvía enseguida y, en el mismo
aviso, rogaba a quien preguntara por ella que tuviera la amabilidad de
esperarla unos minutos.
Los dos policías decidieron aguardar su
llegada en el suntuoso lobby, dominando la conserjería, admirados por el esplendor
de la elegante decoración y la riqueza del mobiliario, ambos de marcado estilo
francés.
No había transcurrido un minuto desde
que tomaron asiento, cuando Rodríguez volvió bruscamente la cabeza y alcanzó a
ver las figuras de dos encapuchados que venían hacia ellos, alzaban sus armas y
las disponían en situación de disparo.
Rodríguez dio un grito de aviso a su
compañero, al tiempo que volcaba la mesa y se parapetaba tras el refinado sofá,
después de dar el mayor salto de su vida. Escuchó tres o cuatro detonaciones seguidas
y notó el impacto de varios proyectiles al incrustarse en su improvisado
parapeto. Casi de inmediato, sonaron a su espalda varios disparos de su
compañero repeliendo el ataque. Respiró aliviado: no habían conseguido alcanzarle.
Y era una suerte también para Rodríguez
que no portaba armas, como era preceptivo, y de nada le hubiera servido
mantenerse acurrucado tras aquel mueble, si su compañero hubiera caído.
El caso es que los asaltantes, al ver
fallido el intento de acabar con ellos a quemarropa y recibir el fuego de John,
se dieron a la fuga.
-Creo que le he dado a uno -comentó
excitado John, que se limpiaba la sangre de la rozadura de una bala en su
mejilla, después de llamar a la central pidiendo refuerzos- Menos mal que los has
visto llegar, si no, nos fríen como a conejos.
-No me preguntes cómo lo he sabido.
Llámalo intuición, si quieres. Quizás algún reflejo extraño en los cristales de enfrente me
ha dado la alarma. No sé. Lo cierto es que solo un instante más y nos vamos
derechos al otro barrio.
-Dímelo a mí. Dos dedos más cerca de mi
cabeza y me dejan más tieso que un palo -advirtió John- Hoy es nuestro día de
suerte.
Mientras tanto, en el hall del hotel se
había formado un inmenso alboroto. Todo allí era confusión y escenas de
histeria, que se incrementaron con la llegada de unos cuantos coches de la
policía con sus sirenas a toda marcha y una docena de agentes irrumpiendo en el
hotel, arma en mano.
Solo en un rincón del lobby, un hombre
se mantenía en calma. Era Pieterf. Sabía que allí se había preparado una trampa
y acababa de obtener la confirmación a sus sospechas. Por otra parte, era el
único que conocía que aquel funesto cepo estaba destinado a él. Había llegado
el momento de jugar sus cartas y buscar el modo de cubrirse las espaldas.
En la comisaría de distrito se
dispararon todas las alarmas. Un ataque a dos agentes, uno de ellos extranjero,
era algo inconcebible. Las llamadas telefónicas recorrieron todos los escalones
de mando y todas las teorías, aun las más peregrinas, fueron enunciadas.
Cuando el comisario Casado supo por boca
de Rodríguez que habían sufrido un atentado, no le dio importancia.
-¡Joder, jefe! ¡Qué casi me matan!
-protestó Rodríguez.
-¡Pero hombre, piensa un poco! ¿Quién
coños va querer matar a dos pipiolos como vosotros que, además, no saben nada
de nada de lo que allí se cuece? En ese hotel había preparada una trampa para
alguien y vosotros caísteis en ella porque pasabais por allí. Ten cuidado y no
te metas en líos. Te recuerdo que tu misión es recabar información de los
negocios del finado y de su puñetera madre, por si hay implicaciones aquí en
España. Se trata de cerrar el caso lo antes posible. Y punto.
Sí, leches -pensó para sí Rodríguez-.
Para una vez que me toca un caso interesante me voy a mantener al margen. ¡Se
lo habrá creído! De aquí no me saca el comisario ni con fórceps.
Margaret, mientras tanto, todavía con el
falso nombre de Muriel Dallamore y ajena por completo a todo aquel gran lío que
se había formado alrededor de su persona, se hallaba reunida con Bob Bryant, un
antiguo agente secreto, ya retirado, amigo de su marido William, que había
ayudado a este en alguna de sus investigaciones.
Recordaban los viejos tiempos y
cavilaban el modo de dar forma a los deseos de venganza de Margaret.