Bob
Bryan regresó a toda prisa al refugio de Hempstead, donde esperaba Margaret.
Tan pronto llegó a la casa, ella le apremió para que detallara su propuesta de
intervenir contra Rossano.
-¡Por
fin! Estaba deseando entrar en acción de nuevo. Pero dime: ¿Qué propones?
-Vamos
a dar un buen susto a ese bestia de Rossano. Es el momento ideal para
aprovechar su merma de efectivos y sacar partido a su desastre en el Black
Pearl. Hoy es nuestro día. Nunca será más vulnerable
-De
acuerdo -asintió Margaret- ¿Cuándo vamos a por él?
-Ahora
mismo, antes de que se reponga del descalabro de esta mañana. Revisamos a fondo
los equipos de ocultación y nos largamos para allá a continuación.
Rossano
se hallaba en una amplia, aunque algo destartalada, estancia de su cubil en
Little Italy, en la que tenía instalado algo parecido a un despacho, uso que
compartía con alguna que otra inconfesable actividad. A pesar de que disponía
de una gran mansión en Sands Point, cerca de Port Washington, en Long Island,
lugar donde residía gran parte de la gente con mayor fortuna de N.Y., era allí,
en aquel abigarrado barrio, donde se sentía más a gusto y seguro.
Era
su barrio, el lugar donde nació, protagonizó sus primeras pillerías y donde
creció hasta llegar a reinar, con absoluto dominio, sobre las vidas y haciendas
de sus habitantes. Gozaba con el ejercicio de aquel ilimitado poderío que le
permitía experimentar una sensación tan intensamente embriagadora, como ninguna
otra. No era mucho menor el placer que sentía al manejar con mano dura sus criminales
negocios, empleándose con la misma férrea determinación del capitán de barco que dirige su
arbolado navío, desafiando huracanes, bajíos, escollos y encalmadas, sin trabas
que le frenaran, ni arredro por el daños sin cuento que ocasionaba.
Caminaba
a grandes pasos por la habitación, nervioso y sofocado, hablando por teléfono
a grandes voces, adornadas con gruesos improperios y airados aspavientos. La fallida
expedición de castigo contra Grosseto le había dejado sin sus mejores hombres y
trataba de reclutar nuevos pistoleros entre las "sucursales" de la
Costa Este. Debía reforzar su tropa en la ciudad, a la mayor brevedad, antes de
que aquel gordo del demonio intentara golpearle de nuevo, aprovechando su actual
debilidad.
De
vez en cuando, empleaba el corto tiempo entre llamada y llamada para secarse el
sudor de su frente y cuello, mediante bruscos y apresurados gestos, con el
inmaculado pañuelo asomado al bolsillo superior del impecable traje que vestía, demasiado
ajustado para resultar elegante .
Justo
en el preciso momento, en el que Rossano alzaba, acalorado, sus voces más
gruesas y una catarata de improperios caía sobre su interlocutor telefónico,
tal vez por haberle contrapuesto algún "pero" a su demanda, algo muy
extraño sucedió en aquella habitación.
De
improviso, la base del inalámbrico que estaba usando salió disparado de la mesa
en la que se asentaba y fue a estrellarse contra la pared de enfrente. La
comunicación se interrumpió al hacerse añicos el aparato en cuestión.
-¡Pero
que jo...! -el desconcierto impidió a Rossano concluir la frase.
Se
acercó, indeciso, hasta donde habían quedado los restos de su flamante artefacto
-el más caro que había en el mercado- y quedó allí, durante unos segundos,
contemplándolos sin entender nada de lo que había sucedido.
En
esa actitud se hallaba, cuando algo parecido a un velo le rozó el cogote. Se
volvió, sobresaltado, pero allí no había nada ni nadie.
Su
corazón, que ya había alterado su ritmo a causa de las anteriores broncas,
comenzó a latir fuerte en sus sienes. Se dirigió hacia la mesa escritorio e,
instintivamente, abrió el cajón donde guardaba una reluciente pistola
automática. La empuñó, pero volvió a dejarla en el cajón. ¡Qué podía hacer con
ella, si no había nadie en la estancia!
De
pronto, unos toscos trazos de pintura roja, que asemejaba sangre, fueron
apareciendo misteriosamente en la pared que había frente a él, hasta componer
la palabra MURDERER.
Ahora
sí. Aterrado, echó mano a la pistola y dio un salto atrás, haciendo caer la
silla al suelo, mientras apuntaba su arma en todas direcciones. Duró poco en su
mano. Un fuerte golpe en ella le obligó a soltarla, arrancándole, a su vez, un
grito de dolor.
-¡Maldita
sea! ¡Quién eres y qué diablos quieres de mí! -exclamó Rossano, al sospechar
que aquellos misteriosos hechos estaban provocados por un mismo extraño ser, de
índole sobrenatural y quizás de otro mundo.
En
la misma pared, con idénticos trazos e igual pintura, fue apareciendo, letra a
letra, este otro mensaje: REMEMBER CHRISTOPHER KEANE
Era
ese el falso nombre que Joe Foster, el asesinado hijo de Margaret, usaba en New York.
Difícil
recordar en ese momento a uno de los muchos tipos que había hecho matar, además
de tantos otros que él mismo envió al otro barrio, pero una inmediata y copiosa
corriente de adrenalina le ayudó a evocar la ejecución de aquel jovenzuelo que
se pasó de listo y trató de engañarle.
No
había duda. Se trataba de la misma ánima errante que presintió Oscar, el encargado
del Red Lion. Ahora venía a por él con la intención de vengar su muerte.
Pero
¿por qué? -su cerebro trabajaba a la máxima presión y actividad- Sí, le había
hecho matar, pero él se hizo merecedor de aquel castigo por su deslealtad y
exceso de ambición. Además había sido una muerte rápida, sin causarle el más
mínimo sufrimiento. ¿Qué podía tener este hombre contra él, para que quisiera
vengarse, cuando no lo habían hecho ninguna de sus otras muchas víctimas?
Estos
pensamientos le ocuparon apenas un par de segundos, porque, de repente, un
chorro de pintura roja, la misma con la que se escribieron los dos rótulos y
con su mismo aspecto de sangre humana, cayó sobre su pecho. Apareció de ningún
sitio, de la nada, como por una aparente generación espontanea. Cubrió por
completo la pechera de su traje, le salpicó el rostro y fue escurriéndose hasta
caer goteando al suelo.
Horrorizado,
trató de pedir auxilio a grandes voces, pero estas se quebraban en su garganta,
atenazada por el terror que sentía, y no pudieron ser oídas por sus hombres. Y
si las escucharon no hicieron caso. No era extraño. Durante toda la tarde, Rossano
había estado dando gritos por teléfono y sus sicarios sabían muy bien que,
cuando su jefe levantaba la voz de aquella manera, la prudencia aconsejaba
guardar la mayor distancia posible con él.
Intentaba
dirigirse hacia la puerta del despacho para huir por ella, cuando sintió como
si un acerado puño le estrujara el pecho y un vivísimo e insoportable dolor se
instaló en él. El espanto se adueñó de su rostro. Sus ojos se agrandaron hasta
alcanzar un desmesurado tamaño y abrió su boca tanto como pudo, en un
desesperado intento de aspirar el aire que faltaba en sus pulmones. Todavía trastabilló
unos pasos en dirección a la puerta. Por fin, tras producir un ronco estertor
de moribundo, dobló sus rodillas y cayó al suelo fulminado.
-¡Oye,
este tío se ha muerto! -la voz de Margaret, que se mantenía por completo
invisible, sonó en la estancia, revelando la identidad humana de aquella
fantasmal ánima vengadora.
-Sí,
sí -asintió Bob, poseído con la misma
invisibilidad que Margaret, después de un breve reconocimiento del cadáver-
Está frito del todo. Parece que ha sufrido un infarto agudo de miocardio y ha
palmado.
-Bien
-concluyó Margaret- Su muerte ha evitado manchar mis manos con la sangre de
este asesino. De cualquier forma, Joe, mi querido hijo, ha sido vengado.