viernes, 30 de agosto de 2013

Capítulo II

Me considero obligado a avisar al desprevenido lector de que, en cualquier esquina de esta narración, puede esperar agazapado el peligro, o incluso saltarle al cuello la traición. 
Guillermo y Jesus, Jesus y Guillermo -tanto monta, monta tanto- somos dos viejos amigos, separados por la vida y los kilómetros, que ayer iniciaron juntos, a través de la red, una ruleta rusa... literaria.
El divertimento va a consistir en escribir en comandita este libro, "El fantasma de nadie", del que sólo conocen el título que ni siquiera entienden. No existen todavía unos protagonistas estables -el que apuntaba modos ya está muerto- ni un mal storyboard, ni unas coordenadas que identifiquen la acción en el tiempo y el espacio. Jesús y Guillermo, Guillermo y Jesús, iremos escribiendo, de forma alternativa, los sucesivos capítulos y será el libre fluir de estos lo que irá configurando el inesperado devenir de este trabajo imprevisible. 
El lector no sabrá -ni creo que le importe demasiado- quien es el progenitor de cada capítulo. Lo sabremos nosotros pero nuestros labios están sellados. 
Dicho esto, confieso en voz baja que mi socio -en este momento me cuesta mucho escribir "mi amigo"-  se acaba de despachar a gusto. Con solo tres sencillos disparos de pistola ha puesto punto final a nuestro proyecto en el mismo momento de nacer. Introducción, nudo y desenlace, itinerario clásico de cualquier narración, le han cabido holgadamente en el Capitulo I... que me ha dejado con el culo al aire. 
Y ahora ¿cómo sigo? 
Pensareis que esto no se hace con un viejo amigo. Yo también lo pienso así.

                                                                                     * * * * * * * * * *

6.173 kilómetros al Este de los tres famosos disparos de Nueva York el AVE, columpiándose estático en sus 302 kilómetros por hora, era un locutorio telefónico descontrolado. Conversaciones diversas, en idiomas distintos, componían un concierto ensordecedor trufado de monólogos susurrantes y exclamaciones estridentes.

A Márgara le hubiera costado muy poco dormir porque había tenido un día duro. Se había levantado de noche y bajo un cielo estrellado había recorrido el Vallés Occidental, los túneles de Vallvidriera y media Barcelona consiguiendo llegar a Sants Estació a tiempo de tomar el tren de las 7.

Ya en Madrid la jornada había resultado particularmente intensa: una reunión tras otra, siempre pendiente de los demás, sonriendo, escuchando con atención y eludiendo con maestría la presión de compromisos inciertos con disfraz de eficiente inmediatez. Imposible concederse un sólo minuto de independencia.

Y ahora, nuevamente de noche y por fin sóla, rodeada de conversaciones ajenas que no le interesaban pero que no podía dejar de oir, trataba de poner en orden sus papeles, hacer algunas anotaciones puntuales y remodelar su agenda de la semana.

Lo iba consiguiendo con esfuerzo cuando sonó el Blackberry.

En la pantalla apareció una identidad oculta.

-¿Si? -preguntó en voz baja

-¿Conoce Vd. la tienda "Coronel Tapioca"?. La voz era de hombre, escueta y con un acento intimidante que no era capaz de identificar.

-Perdone, ahora no puedo atenderle - contestó, disponiéndose a cortar.

-¡Joan Cockoyster!, casi escupió el desconocido.

-¿Qué dice? salto Marga en un chillido ahogado. Joan Cockoyster era el nombre de guerra de su hijo mayor.

- ¡En Barcelona la volveré a llamar! tronó el hombre.

Y colgó.

Márgara quedo aturdida y temblorosa.




jueves, 29 de agosto de 2013

Capítulo I

El fantasma de nadie

     
        Joe caminaba deprisa, envuelto por una húmeda bruma, en una de esas noches neoyorquinas, tan desapacibles y frías. Miraba de soslayo, a derecha e izquierda, mientras avanzaba con rapidez por la 13 de West Side, entre Ninth Avenue y Washington Street.
Muy pocas personas transitaban en aquella intempestiva hora, y quienes lo hacían aparentaban ser gente pacífica, empleados quizás, que dejaban su quehacer cotidiano para alcanzar, lo más pronto posible, el medio de transporte habitual que les acercara a sus hogares.

         Pero Joe no se fiaba. Había demasiada gente que celebraría su muerte o que estaría dispuesta a dársela con sus propias manos, si estuviera a su alcance.

¡Cómo se le habría ocurrido dejar el despacho a hora tan tardía! -se recriminaba, aunque pronto halló la escusa- En realidad, no había podido evitarlo. Al día siguiente, debía responder ante la Corte del Estado  sobre los  presuntos fraudes, denunciados por varios clientes de su Compañía de gestión de valores. Preparar los papeles que debía presentar, con el cuidado necesario para evitar ser pillado en algún renuncio durante la vista, le ocupó mucho más de lo previsto.

Suspiró aliviado al distinguir las luces de entrada del Subway,  difuminadas por la bruma que exhalaba el cercano río Hudson, y decidió mantener su diaria costumbre de echar un trago en el exclusivo lounge APT de al lado. Ya no había cuidado, prácticamente se hallaba en casa.

Pidió su habitual vodka con limón y hielo y, mientras lo consumía a pequeños sorbos, repasaba mentalmente los argumentos que había preparado en defensa de su causa.

       ¡Pero qué pandilla de cabrones están hechos estos mierdas que ahora me acusan! -pensaba indignado- Poco se quejaban cuando les proporcionaba intereses del 10 ó 15%. ¿Qué creían, que esto se puede hacer sin tomar riesgos?

         La verdad es que se había visto atrapado en medio de aquel tremendo cataclismo financiero, pero él no era ningún tonto. Sabía que algún día llegaría el cataclismo y había tomado las medidas adecuadas para salvaguardar su fortuna, a pesar de que no sospechaba que fuera a suceder tan pronto. Lo siento por mis codiciosos clientes, se disculpaba, pero yo no tuve la culpa. Alguien, y no yo, debió meter la pata que dio origen a este descalabro.

         Mientras despachaba su vodka y meditaba, no cesaba de vigilar a los demás clientes, tratando de descubrir algún gesto, mirada o apariencia sospechosa.

          De pronto, alguien le dio una palmada en la espalda.

         -¡Hombre, Chris! -dijo aquel sonriente- ¿Qué haces tú por aquí? Te hacía en Suiza.

       -Hola -contestó Joe, cuando consiguió reponerse del sobresalto que le produjo la dichosa palmadita- No, tuve que anular el viaje a causa de un negocio que me ha retenido aquí.

        No podía decirle que tenía el pasaporte intervenido, y como no tenía ganas de más conversación, apuró el vaso, pagó y se fue.

      Apenas se había cerrado la puerta a sus espaldas, cuando sonaron tres detonaciones seguidas. Cuando varios clientes salieron, con la debida precaución, para ver lo sucedido, hallaron a Joe tendido en el suelo, muerto sobre un charco de sangre que se extendía con rapidez.